Quien ha pasado por la traumática experiencia de la tortura necesita muchísima ayuda para superarla. Sobre todo, si los torturadores le arrancan informaciones que provocan la detención de nueva gente que a su vez es torturada. Por mucho que se sepa que resistir a unos torturadores especializados es una verdadera proeza, no deja de ser inmensa la amargura que invade a quien sabe que personas que él ha cantado están siendo torturadas a su vez.
Tomar la decisión de exiliarse siempre ha sido difícil, pero quienes se exiliaban durante el franquismo sabían al menos, a ciencia cierta, que una vez fuera del Estado español no corrían riesgo alguno de que los entregaran a los torturadores españoles. Se sabían completamente a salvo de esa eventualidad, lo cual les aportaba una gran tranquilidad. El exilio era sinónimo de evitar todo riesgo de tortura.
Esa seguridad se hizo añicos cuando, tras morir Franco en la cama, las autoridades francesas entregaron por primera vez a varios exiliados que sufrieron un verdadero calvario durante los diez días que estuvieron incomunicados en dependencias policiales españolas. Tras aquellas entregas, el exilio se volvió más duro de vivir para quienes, a partir de entonces, tuvieron que añadir otra pesada carga a su mochila, la de la tortura.
En aquella época, los franceses, en especial los de izquierdas, consideraban a los militantes ETA como jóvenes románticos que luchaban por la libertad de su pueblo oprimido por la dictadura franquista. Por eso, aquellas medidas contra los refugiados vascos en Iparralde fueron muy mal vistas y no hubo más entregas.
En cambio, se produjeron dos secuestros de refugiados, (Pertur, y Naparra), varios intentos fallidos y múltiples atentados de guerra sucia que provocaron diez víctimas mortales, Una campaña de terror a la que dieron fin cuando, en mayo de 1981, resultó elegido presidente de la República el socialista François Mitterrand.
Durante dos años y medio no se produjo ni un solo atentado más en Iparralde contra la comunidad de exiliados vascos. Tras ello, los organizadores y ejecutores de la guerra sucia diseñaron una nueva sigla, los GAL. Se inició así otra etapa de dicha guerra sucia, con el secuestro de Joxean Lasa y Joxi Zabala, que fueron torturados en un edificio oficial de Donostia, La Cumbre, asesinados y enterrados en cal viva para hacerlos desaparecer.
Debido a todos aquellos secuestros, la comunidad de exiliados se vio profundamente afectada. Una cosa era morir en un atentado, y otra bien distinta caer vivo en manos de quienes iban a tener todo el tiempo del mundo para torturarlos hasta arrancarles cuanto supieran, sospecharan o imaginaran. Un calvario en el que desearían que la muerte llegara de una vez a rescatarlos.
El pánico a caer vivo en manos de quienes sin duda los iban a llevar al peor de los infiernos, y podrían mantenerlos allí por tiempo indefinido, ha sido la principal fuente de pesadillas de la comunidad de exiliados vascos.
Entonces, volvieron las medidas administrativas y policiales contra quienes estaban sufriendo los atentados: múltiples detenciones y confinamientos. Y también, por primera vez, deportaciones de exiliados vascos a terceros países. Una práctica que se repitió con frecuencia a partir de entonces.
Al final, cuando el peso de las evidencias se volvió abrumador, no les quedó otro remedio que dejar de lado aquel famoso «No hay pruebas, ni nunca las habrá» del presidente Felipe González, y empezar a recurrir a otra versión de los hechos. La versión de que, pese a las chapuzas cometidas, obtuvieron el resultado que buscaban. En concreto, que obtuvieron la colaboración de las autoridades francesas en la lucha contra ETA a cambio de que los GAL cesaran en su actividad terrorista en suelo francés. Una versión tan interesada como falsa.
En realidad, justo cuando se iniciaron los atentados mortales de los GAL, en diciembre de 1983, se firmó en París un acuerdo franco-español que contó con la presencia de los dos presidentes, Mitterrand y González. Un acuerdo a raíz del cual las autoridades francesas empezaron a tomar medidas administrativas y policiales contra los refugiados. Primero, fueron detenciones, confinamientos y deportaciones a terceros países. Después, llegaron las extradiciones y, por último, las entregas.
Por lo tanto, aquellas medidas no se empezaron a tomar una vez finalizada la campaña de atentados, sino al mismo tiempo. Además, todo indica que para el Gobierno francés y el presidente Mitterrand aquellos asesinatos, reivindicados usando las siglas GAL, no fueron sino un «mal necesario» para «engrasar» la colaboración entre ambos estados.
Al respecto, fue bien significativo el repentino cambio de actitud de Jean-Pierre Destrade, el principal dirigente del PS en Iparralde. En bien poco tiempo, Destrade pasó de acusar públicamente de una manera muy firme a la Policía española, a raíz de los primeros asesinatos de los GAL, a finales de 1983, a guardar un más que sospechoso silencio tras reunirse a principios de 1984 con Mitterrand.
Tres semanas después, se celebró en Baiona una reunión de una quincena de secretarios locales y dirigentes del PS en Iparralde con un enviado gubernamental, el ministro André Labarrere. Una reunión en la que, ante el asombro de la mayoría de los asistentes, este les transmitió el mensaje de que «El GAL es un mal necesario». Muchos protestaron con vehemencia. Destrade, en absoluto.
Salta a la vista que la complicidad de las autoridades y Policía francesas con los torturadores españoles ha sido más que evidente. Su responsabilidad directa en las torturas es incontestable. Y también lo es su responsabilidad en que centenares de exiliados tuvieran que hacer frente a la angustia de saber que, en cualquier momento, podían ser entregados a esos torturadores.
Fuente: https://www.naiz.eus/es/iritzia/articulos/espana-tortura-francia-colabora