La ratificación del Tratado que establece una Constitución para Europa (TCE), firmado el 29 de octubre de 2004 ya comenzó. Diez países (2) sobre un total de veinticinco eligieron la via del referéndum; los otros, el voto parlamentario. Sin embargo, toda la atención está centrada en la consulta que llevaran a cabo los franceses el 29 de mayo de 2005
Una respuesta negativa sería ciertamente decisiva para la suerte del tratado en la medida en que Francia es uno de los seis países fundadores de la Comunidad Económica Europea (CEE) y cumple un papel importante en la escena internacional.
El eventual fracaso del Tratado no debe ser motivo de espanto. El apocalipsis con el que los partidarios del texto amenazan a Europa no se producirá, como no se produjo cuando no se ratificó la Comunidad Europea de Defensa (CED) en 1954 o cuando renunció la comisión en 1999. La elección de los franceses, como la de los otros europeos, debe centrarse en el fondo del Tratado constitucional y en la orientación que éste imprime a la construcción europea. El fracaso del TCE obligaría finalmente a los veinticinco a debatir el contenido del proyecto europeo, antes que a lanzar amenazas y anatemas en cuanto se formulan críticas. Porque, de tanto cheque en blanco, la Unión se hunde.
En efecto, la Unión Europea es una organización adulta pero muy inmadura: es incapaz de debatir profundamente su futuro (qué proyecto común para una organización cada vez más compleja) y prefiere perderse en los meandros del meccano institucional (cuántas voces para cada país en el Consejo de Ministros) o en las fugas hacia delante (ampliación masiva a 10 nuevos países en mayo de 2004 cuando las instituciones no fueron reformadas en profundidad).
¡Que nadie se extrañe entonces que ciudadanos de los países miembros se «desenganchen»! De ahí, los referéndums negativos en Dinamarca sobre el Tratado de Maastricht (1992) o en Irlanda sobre el Tratado de Niza (2001). Esos votos suenan como una advertencia y un llamado nunca escuchados. «Hay que acercar la construcción europea a sus habitantes» se preocupaba la Cumbre europea de Laeken en diciembre de 2001. Pero, para ello, ¿no sería necesario que la Unión Europea se dedique a elaborar una visión, si no común, por lo menos socializable, de los grandes desafíos del planeta? ¿No debería definir un proyecto de civilización claramente identificable que la distinguiría de esa capa informe de la mundialización liberal y guerrera? ¿Un proyecto que, entre otras cosas, justificaría todos los sacrificios de soberanía que consintieron, algunos de buen grado, otros a regañadientes, desde hace cincuenta años? Sin embargo, esos debates son constantemente postergados y el TCE, casi imposible de modificar porque requiere la unanimidad de los Veinticinco, tiende a bloquear la evolución de la construcción europea y toda discusión al respecto.
Presentado por sus redactores como la respuesta a todos los males (opacidad, división, falta de democracia…), el Tratado constitucional plantea más problemas de los que resuelve. Durante su elaboración el debate se centró -de manera muy significativa- en la ponderación de los votos en el Consejo de Ministros (lanzado por España y Polonia cuyo peso institucional se veía disminuido) cuando la característica esencial se encuentra en otra parte y es mucho más preocupante: la constitucionalización del liberalismo económico en su parte III.
A contramano de las tradiciones constitucionales europeas, la ley fundamental propuesta mezcla alegremente fondo y forma: cada «avanzada» o reforma institucional corresponde a un nuevo cerrojo económico. ¡Se fosiliza el federalismo técnico-monetarista, mientras que las políticas sociales y presupuestarias permanecen fagocitadas! Los principios fundamentales de la construcción europea, enunciados en el preámbulo del texto, hacen de la competencia, del librecambio y de las reglas monetaristas, los valores cardinales en virtud de los cuales se organizarán y evaluarán todas las políticas y todas las decisiones. Esta evolución mayor no fue objeto de una verdadera discusión, como si, en el fondo, se la considerara algo adquirido, inevitable. Este es el debate que el ascenso del «no» comienza a abrir, y cuya victoria obligaría finalmente a llevar a cabo.
En efecto, la falta de afición de la gran mayoría de los ciudadanos por la Unión Europea traduce en primer lugar la incapacidad para responder a aquello que perfora y agrieta a todas las sociedad occidentales: el desempleo, la paz, la seguridad social. En lugar de consagrarse a responder a esas cuestiones, Europa se cuela docilmente en el molde de la mundialización liberal y afirma a duras penas una diferencia política frente a un imperio estadounidense devenido dominador, como lo demostró la invasión de Irak llevada a cabo en violación del derecho internacional y de las reglas clásicas del derecho de guerra.
Una terrible falta de imaginación parece paralizar a los dirigentes europeos. Sobre fondo de políticas, siguen el movimiento dominante, economicista, privatizador, al mismo tiempo que pronuncian aquí y allá llorosos discursos sobre el «modelo social europeo», tanto más invocado cuanto menos se lo defiende. En lo que concierne a las instituciones, chapucean a la buena de Dios (una dosis de mayoría calificada por aquí, un poco de co-decisión para el parlamento por allí, una responsabilización de la Comisión pero no del Consejo…) sin buscar inventar un modelo propio de la Unión Europea, como habían comenzado a hacerlo sus padres fundadores (particularmente Jean Monnet).
Sin embargo, se perciben algunos temblores desde la crisis iraquí de la primavera (boreal) 2003. «Más vale una europa dividida que una Europa dominada», estima el politólogo Pascal Boniface. Al menos, las divergencias hicieron surgir una Europa diferente tras las diplomacias alemanas, francesas, belgas mientras que la enfermedad del seguidismo y la ilusión de la «relación especial» afectaban nuevamente al Reino Unido. Por ejemplo, la Comisión Europea duda cada vez menos en atacar a Estados Unidos ante el órgano de solución de diferencias de la Organización Mundial de Comercio (OMC). Incluso cuando, al mismo tiempo, su sumisión al libre comercio menos imaginativo priva a la Unión de una verdadera protección de su cultura y de su producción agrícola. Finalmente, el rechazo de los gobiernos a aplicar de forma mecánica el pacto de estabilidad presupuestaria y de crecimiento a Francia y a Alemania (noviembre de 2003) manifiesta una tentativa de retomar en sus manos la política, frente a una ortodoxia económica que ahoga la lucha contra el desempleo y la pobreza y ata de manos a las potencias públicas europeas. Los dos países violaban reglas que habían instaurado ellos mismos hace ya casi diez años, ¿pero esas reglas no eran reglas del pasado, erigidas durante el período más integrista del liberalismo mundializado? O sea, antes del fracaso de Doha, de Cancun, antes de las cumbres altermundialistas. Pero la relativa flexibilización del Pacto de Estabilidad, decidida por el Consejo europeo de Bruselas, el 22-3-05, es una cuestión marginal y no pone en causa la lógica asfixiante del pacto que el TCE confirma.
El Tratado Constitucional, ¿no impide concretar evoluciones positivas al encerrar a la Unión en sus defectos fundadores: la dominación de las cuestiones económicas (en su versión liberal y monetarista) sobre las cuestiones sociales, la falta de democracia y la ausencia de proyecto político movilizador?
La construcción europea requiere nuevos aires. Bien instalada en el paisaje continental, debe reencontrar su legitimidad popular e inventar un proyecto político que le sea propio (3).
1 Véase el calendario de ratificaciones.
2 Dinamarca, Francia, Irlanda, Luxemburgo, Países Bajos, Poloña, Portugal, República Checa, Reino Unido y España.
3 Véase también el dossier especial en francés: www.monde-diplomatique.fr/cahier/europe/
Traducción: Pablo Stancanelli