El domingo pasado España celebró un referéndum que le convirtió en el primer país de la Unión Europea en ratificar el tratado constitucional en una consulta popular. Sin embargo, la pretendida trascendencia de este acontecimiento ha quedado en entredicho por la poca calidad democrática que lo ha caracterizado
Lo que se sometía a consulta no era propiamente una constitución, sino el texto de un «Tratado por el cual se establece una Constitución para Europa», que ya fue firmado (es decir, aprobado) en octubre de 2004 por los jefes de gobierno de los 25 países miembros de la Unión Europea, quince de los cuales han decidido ratificarlo internamente en el parlamento, y los otros diez, entre ellos España, someterlo previamente a consultas populares.
Pero la elaboración de este tratado no pasó antes por ningún parlamento ni mucho menos fue el producto de una asamblea constituyente. De su redacción se encargó una comisión técnica, llamada «Conferencia para el futuro de Europa», presidida por el ex presidente francés Valéry Giscard d´Estaing e integrada por técnicos y diplomáticos de los distintos gobiernos, que sobre todo se ocuparon de negociar el peso y la influencia que cada gobierno tendría en las decisiones de los organismos como la Comisión o el Parlamento Europeo.
En consecuencia, nadie en esa conferencia podía presumir de representatividad popular, y nadie lo hizo, como tampoco se pretendió llevar a cabo consultas públicas a la ciudadanía ni a los movimientos sociales. En definitiva, la nueva constitución europea se dio el lujo de no tener proceso popular constituyente. Y punto.
Pero a ese modelo de democracia se le terminan viendo las costuras, como parece indicarlo la inédita abstención vivida en la cita electoral española: apenas el 42% de los inscritos acudieron a votar. Y encima, un 23% lo hizo para rechazar lo consultado o votar intencionalmente en blanco, una proporción que duplica el porcentaje de votos que tradicionalmente recaudan todos los partidos que respaldaron la opción del «No».
En previsión de estos resultados, la institucionalidad española prefirió curarse en salud y otorgó al referéndum del domingo un carácter meramente consultivo, no vinculante, con lo cual daba igual la opinión ciudadana, porque la ratificación que finalmente vale es la del parlamento. Cosas de las monarquías parlamentarias.
Otra Europa ¿es posible?
El lector se preguntará por qué tantos melindres con un asunto que a fin de cuentas no es más que un nuevo paso, mejor o peor dado, en el desarrollo de la Unión Europea, esa interesante experiencia que ha hecho realidad objetivos tan utópicos y hasta hippies como la unión política y cultural entre pueblos hermanos, la eliminación de las fronteras, la moneda única que poco a poco está acabando con la hegemonía de dólar, y en general, la emergencia de un polo de desarrollo alternativo al imperialismo estadounidense.
Sépase, pues, que hasta en esas circunstancias es posible discrepar, sin por ello ser, necesariamente, un necio. A lo largo y ancho de Europa existen numerosas individualidades y colectivos que constituyen un movimiento social que critica el desarrollo actual de la Unión Europea, y en particular esta constitución, porque además de ser hija de un procedimiento ilegítimo, la consideran al servicio del capital, la exclusión social y la guerra.
Este movimiento, que si bien es minoritario no deja de ser masivo, es más o menos coincidente con el que se echó a las calles en el año 2003 en rechazo a la intervención armada en Iraq, y en definitiva reclama una forma diferente de globalización, defiende un modelo de Europa con más énfasis en lo social y menos en el libre mercado. En este movimiento, para más señas, se integran quienes desarrollan la solidaridad internacional en general y con la Venezuela bolivariana en particular.
Son estos rebeldes quienes se han tomado la molestia de revisar críticamente el texto de la dichosa Constitución, y han encontrado en ella suficientes motivos para preocuparse, como la «Cláusula de Solidaridad», que consagra la utilización de medios militares para «prevenir la amenaza terrorista», que, en otras palabras, no es más que el respaldo a las tesis de la «guerra preventiva» del presidente Bush.
Pero la mayor preocupación estriba en que la Constitución Europea introduce «matices» interesados en el reconocimiento de los derechos humanos, especialmente los económicos, sociales y culturales, que hacen temer por una pérdida de conquistas populares como la gratuidad de la educación y la sanidad públicas.
Especialmente ilustrativo es el reconocimiento del derecho al trabajo, cuando se omite deliberadamente la mención al deber de los poderes públicos de garantizar tal derecho, lo cual parece ir en concordancia con la referencia inédita en un texto constitucional a los trabajadores y a las trabajadoras como «mano de obra cualificada, formada y adaptable».
En la misma línea, organizaciones sindicales han alertado sobre la gravedad de ajustes semánticos como el que otorga derecho a los trabajadores extranjeros a condiciones laborales «equivalentes» (no iguales) a aquellas que disfrutan los ciudadanos de la unión, que podrían dar pie a situaciones insólitas como que cuando algún empresario pretenda pagar a un trabajador extranjero lo mismo que cobraría en su país de origen, y no lo mismo que le pagaría a un europeo.
En definitiva, el Tratado parece ser un paso atrás en los derechos adquiridos por los ciudadanos europeos, especialmente por sus trabajadores y trabajadoras.