Corren tiempos oscuros y turbulentos. En realidad, el juego, en un escenario global de colapso civilizacional, de agotamiento de recursos estratégicos (minerales, materiales, energéticos) para la reproducción del sistema-mundo capitalista, es el del sálvese quien pueda y tenga. Y este juego implica que cada cual —cada elite, cada potencia, cada área geopolítica— se busque la vida con los recursos y áreas de extracción de que disponga: reparto por la fuerza, dominio territorial, acceso forzoso a recursos estratégicos, control militar de las rutas esenciales y violenta acción del Estado. Todo ello con un telón de fondo de colapso sistémico y descomposición de los equilibrios globales. La huida como nuevo orden mundial mientras, paradójicamente, el mundo conocido se descompone bajo el peso de sus propias contradicciones y el choque frontal con los límites planetarios.
Por todo ello, algo grande se mueve con rapidez bajo la superficie del discurso oficial europeo. En plena aceleración del colapso ecosocial, en medio de una multicrisis energética, ecológica, económica y política sin precedentes, los gobiernos europeos optan por multiplicar el gasto militar, reactivar las industrias armamentísticas, consolidar alianzas geoestratégicas y endurecer aún más sus fronteras. Se ha decretado, en suma, un estado de movilización bélica que ahora pretende militarizar las subjetividades para justificar una guerra preventiva frente a los efectos indeseados del colapso mundial, efectos que paradójicamente son consecuencia directa del propio modo de vida occidental que se pretende proteger.
Algunos autores sostienen que el colapso será catabólico, un proceso de decadencia prolongada, una especie de largo descenso. Sin embargo, los signos actuales apuntan a una dinámica mucho más abrupta y catastrófica. Las cadenas de suministro tienden a romperse, los precios de los alimentos, la energía y la vivienda se disparan, el clima se quiebra y desborda bajo el Antropoceno, las tensiones geopolíticas se agravan, el caos ecológico se intensifica, las instituciones se tambalean. Todo ello configura una tormenta perfecta en la que los márgenes para la adaptación racional se estrechan cada vez más. En ese contexto, las prisas paranoicas de las élites se explican perfectamente: no se trata solo de prevenir conflictos futuros que les perjudiquen, sino de intentar sostener por la fuerza un sistema que saben que se hunde. Dichas elites no están dispuestas a cambiar nada, ni a reflexionar ni a enmendar errores, solo a cruzar el frente de borrascas que se acerca con rapidez para salvarse y después ya veremos que pasa.
De ahí el rearme, la militarización de las sociedades, la urgencia por asegurar zonas estratégicas, la criminalización de enormes segmentos de la humanidad y el cierre cada vez más férreo de fronteras. La lógica de guerra se convierte en estrategia sociocida de gestión del colapso, en exterminismo potencial por la vía expeditiva. Las más cínicas oligarquías, especialmente las vinculadas al capitalismo más necroliberal, tecnodelirante, desregulado, financiarizado y especulativo, han decretado un salvaje juego de las sillas: hay que asegurarse el propio espacio vital a costa de los de abajo, de los otros y de la naturaleza para seguir haciendo girar la rueda un poco más, pese a que todo se desmorona, o precisamente porque todo se desmorona. Con el agravante de que, como ha subrayado Miguel Pajares en su artículo «Rearme versus acción climática y ecosocial», aparecido en Público (https://www.publico.es/opinion/columnas/rearme-versus-accion-climatica-ecosocial.html), la carrera armamentista no dirige a la humanidad hacia las transformaciones necesarias para evitar el colapso ecosocial, sino que la encamina justamente en la dirección contraria. Tan sólo representa el intento de poner en marcha una nueva fase de desarrollo económico basada en la industria de la guerra, llevándose por delante el gasto social y la acción climática.
Los movimientos geoestratégicos de fondo, que aparentemente sostienen los estados pero que dirigen las oligarquías parapetadas tras ellos, parecen ir en la siguiente dirección: Estados Unidos necesita quedarse, directa o indirectamente, con América, y a través de su extensión colonialista, Israel, con los recursos de Oriente Próximo, al tiempo que sigue ejerciendo una influencia mundial mediante su red transnacional de bases militares. Por su parte, Europa busca asegurarse el Norte de África como su retaguardia estratégica, de ahí su militarización apresurada, como bien sostienen Antonio Turiel en su blog con el artículo “La amenaza fantasma” (https://crashoil.blogspot.com/2025/03/la-amenaza-fantasma.html) y Ángel Ferrero en su texto “Algunas preguntas incómodas sobre el rearme europeo”, publicado en El Salto (https://www.elsaltodiario.com/analisis/algunas-preguntas-incomodas-rearme-europeo). África, como tantas veces, parece estar destinada a ser arrinconada, reducida, exprimida bajo un neocolonialismo sin complejos. Y su joven población, convertida en excedentariado puro, puede verse todavía mucho más desangrada y condenada a una marginalidad forzada.
Rusia pretende afianzar su zona de influencia en el este de Europa y en su entorno inmediato. Los recursos y rutas del Ártico van a ser compartidos en régimen de oligopolio por Estados Unidos y Rusia, estados blancos al fin y al cabo. China no va a cejar en sus intentos por consolidar su dominio sobre el Mar de China y sus áreas próximas. Luego estarían potencias como India y Pakistán —ambas nucleares— porfiando por mantener sus zonas de influencia, probablemente con choques entre ellas. Y otros países importantes, como Brasil, Sudáfrica, Australia o Japón, querrán defender espacios más limitados pero vitales para ellos. Todos los grandes poderes, que tampoco se van a ver circunscritos a determinadas áreas en su búsqueda de anclajes, ventajas y oportunidades, han decidido armarse ante el colapso, militarizándolo para poder salir indemnes del desastre. Ya no se trata únicamente de aplicar la doctrina del shock, sino de fabricar el propio shock bélico que sirva de catalizador para su implacable aplicación sobre esa masa de perdedores, considerada como carne de cañón, triste vertedero de excedentes molestos y prescindibles.
Europa: armarse ante el colapso
Europa ya no es el centro del mundo, pero aún tiene poder. No dispone de reservas energéticas ni minerales significativas, sufre una grave crisis demográfica y productiva, y depende estructuralmente del exterior para sostener su modo de vida. Pero conserva una infraestructura armada, tecnológica y logística potente: el complejo científico-militar-industrial, financiación pública generosa, policía, medios de propaganda y adoctrinamiento, legitimidad cultural, así como la capacidad del reclutamiento forzoso y la contratación de mercenarios, si se precisan. La capacidad persuasiva, controladora y represiva del Estado capitalista en todo su esplendor, ni más ni menos. En una fase avanzada de agotamiento de recursos globales, eso significa algo: la capacidad de apropiarse por la fuerza de lo que otros más débiles no podrán defender.
El colapso energético no es una amenaza futura: ya está en marcha. La ilusoria “transición verde” en la Unión Europea depende de minerales que no posee, y su agricultura industrial está amenazada por los efectos del cambio climático. El espejismo del crecimiento sostenible se desvanece. Y ante esta realidad, las élites no optan por transformar el sistema, que se cae a pedazos, sino por blindar su decadencia mediante dos procedimientos que se complementan y retroalimentan entre sí: el giro a la ultraderecha en el interior y la guerra preventiva en el exterior.
La Unión Europa, esa entelequia del capitalismo clásico hundida por los desarrollos más radicales y ecocidas del propio sistema que la inspira, ya desprovisto de los vanos ornamentos ilustrados, propone como hoja de ruta un infame proceso de rearme, cuya finalidad principal no es contener a Rusia, que bastante tiene con lo suyo, sino preparar una ofensiva hacia el sur. Como señalan acertadamente los ya citados Turiel y Ferrero, el verdadero objetivo es el Norte de África, visto como una reserva vital de materias primas y como una frontera porosa a contener para, como señala Turiel, “mantener la rueda de esta sociedad insostenible rodando tres o cuatro años más”. El problema es que, para legitimar esta deriva, Europa va a necesitar fabricar o permitir un enemigo, incluso si eso implica dejar que corra la sangre.
El resultado sería un nuevo régimen de frontera: Europa como fortaleza armada, rodeada de zonas de sacrificio, sosteniendo su modo de vida sobre un suelo inestable y un aire cada vez más irrespirable. Un intento desesperado de posponer el hundimiento generalizado manteniendo el dominio sobre territorios estratégicos. Esta no es una guerra por valores. Es una guerra por mantener la calefacción encendida, los centros comerciales activos, las fábricas funcionando y la gente adormecida en sus redes digitales. Es la fase culminante de un proyecto civilizatorio basado en la extracción, el despojo y el privilegio. Y la guerra es su forma de gestión radical, como lo fue durante toda la gestación y desarrollo del capitalismo. No podía ser de otra manera.
El Norte de África: cantera y antemuralla
Los países que conforman el Norte de África ( y en gran parte también la subsahariana) concentran una combinación estratégica de recursos energéticos (gas, petróleo), minerales (cobalto, uranio, fosfatos, litio, coltán, diamantes, tierras raras), potencial de energía solar, recursos agroalimentarios, cultivos como cacao o algodón y biomasa (madera). Conforman una cantera, un lugar de vaciamiento sistemático de recursos. Se trata de antiguas colonias, países cercanos, políticamente frágiles, históricamente subordinados. A ojos de las potencias europeas, representan la pieza clave para sostener unos años más el sucio metabolismo industrial del continente blanco amurallado.
Pero el saqueo no basta. También es necesario contener el flujo humano que asciende desde el África subsahariana. Se precisa una antemuralla, es decir, una estructura defensiva colocada antes de la muralla principal, que es el Mediterráneo y la Europa del Sur. Como las antemurallas medievales, su función es frenar, contener o desgastar al enemigo antes de que llegue a la muralla propiamente dicha. El caos climático y las guerras por el agua, la tierra y los recursos están desplazando ya a millones de personas. Europa, incapaz de integrar o asumir estos movimientos, busca externalizar sus fronteras y convertir el Norte africano en un área intensamente militarizada: frontera de contención y zona de extracción.
Más que una frontera en sentido tradicional, lo que se está configurando en el Norte de África es una franja geoestratégica extensa: una especie de cinturón de sacrificio. Una zona tapón del colapso, que abarca el Magreb y parte del Sahel, y cumple funciones múltiples y convergentes: una franja de contención extractiva de recursos clave (energía, minerales, alimentos), un muro contra las migraciones del África colapsada, y un amortiguador del desorden ecosocial del Sur global. Una frontera ancha, expandida, donde el saqueo se justifica con la excusa de la seguridad, y donde el despojo se legitima con el miedo a los que “pretenden arrebatárnoslo todo”. Esta zona no es periférica al plan europeo: es su airbag logístico, su armadura externa. Europa proyecta hacia ella su necesidad de recursos existenciales y su rechazo al “desorden” migratorio. Es su coraza desechable, diseñada para proteger el núcleo continental “civilizado” mientras el mundo arde.
Este “cinturón de sacrificio” combina funciones de zona de extracción, proveedor estratégico, filtro poblacional y campo de operaciones militares. Es una construcción funcional, subordinada a la histórica lógica colonial europea. Y todo ello combinando el disfraz compasivo de la cooperación con la lucha sin cuartel contra el crimen organizado y el terrorismo. Nombrarlo como tal —cinturón de sacrificio, región tapón, faja de contención del colapso— permite visibilizar su carácter planificado, instrumental y violento. No se trata de un efecto colateral, sino de un diseño geopolítico deliberado para prolongar unos años más el centenario y criminal privilegio de las decadentes metrópolis europeas, sostenido sobre la depredación capitalista de unas periferias arrasadas.
Fabricar un enemigo útil: el Sur como amenaza existencial
Pero todo esto necesita un relato. Y aquí entran los dos pilares narrativos fundamentales del nuevo imperialismo europeo: el Sur (Africa) nos puede atacar y además nos puede contaminar. El primero permite justificar operaciones militares sin fin, reforzar vínculos con élites colaboracionistas y presentar cualquier forma de resistencia o desobediencia como “tiranías”, “terrorismo islámico” o “redes criminales organizadas”. El segundo sirve para deshumanizar a millones de personas desplazadas y convertirlas en amenaza existencial: invasores, delincuentes, enfermos infecciosos, «hordas». Estas narrativas tienen una función clara: naturalizar el estado de guerra y alimentar el miedo en las sociedades europeas. De esta forma se facilita el consenso para el rearme, se militariza la subjetividad y se convierte al vecino empobrecido en enemigo. La biopolítica y la necropolítica convergen: se permite vivir (aunque bajo sumisión) a quienes no representan un riesgo o son rentables, y se deja morir o se contiene —por cualquier medio— a quienes cruzan esa frontera simbólica entre el “subdesarrollo” incorregible y los altos valores de la civilización occidental.
En este nuevo relato, los bárbaros ya no vienen del norte, como en los mitos europeos del pasado. Ahora, los bárbaros proceden del sur. No como ejércitos al uso, sino como flujos humanos desesperados pero amenazantes: migrantes, refugiados climáticos, desplazados por el hambre, la guerra y la enfermedad. Son las multitudes desarrapadas del colapso. Y ante ellas, Europa levanta su lógica concentracionaria. Nombrar esta lógica es urgente. Porque si no se rompe con esta visión del Sur como amenaza biológica, cultural y militar, el camino está allanado para una guerra civilizatoria sin cuartel: una guerra contra los territorios y los pueblos que solo buscan sobrevivir. Una guerra que impone tanto la expulsión del cuerpo extraño ‘infiltrado’ en la ciudadela blanca —acusado de corromperla desde dentro— como la repulsión y represión de los potenciales invasores que, se supone, ascienden cargados de resentimiento hacia el jardín europeo. Una guerra que revela, en última instancia, que la inhumanidad anima con fervor a quienes pretenden gestionar necropolíticamente el colapso desde el privilegio armado y tecnológico.
Pero puede que no baste con narrativas. Puede que para dar el salto definitivo —la intervención militar abierta, el control total del Norte de África y de los tentáculos acorazados que succionan las riquezas del resto del continente — se necesite un detonante más fuerte: una serie de actos violentos y sangrientos atribuido a células «terroristas», capaces de conmocionar a las buenas gentes de Europa y active todos los resortes del miedo y la obediencia. Ya ha ocurrido antes, quizás a modo de banco de pruebas. El terror como disparador de guerras de saqueo no es una novedad. Es parte de la doctrina, pero ahora se le ve como más necesario y a mayor escala que nunca, pues en tiempos de escasez y hundimiento mundiales no van a valer ni buenas palabras, ni retóricas huecas, ni medias tintas.
Se van a imponer los hechos. En zonas ya desestabilizadas como Libia, Níger o Malí, entre otros países, grupos armados pueden ser instrumentalizados como herramientas indirectas para precipitar un cambio de fase. En combinación con un aumento repentino de llegadas migratorias, se construye el escenario perfecto: “los terroristas se infiltran entre los migrantes”. Y el plan de invasión preventiva del Norte de África se activa. Ya se buscarán, legalmente, institucionalmente, democráticamente, desde la ultraderecha en ascenso o desde el neoliberalismo putrefacto, los eufemismos civilizados para nombrar la brutal invasión y hacerla digerible entre los blancos asustados. Las élites saben lo que se traen entre manos por la cuenta que les trae. El terror armado de los «civilizados» en apuros no es solo una amenaza: es una herramienta útil para gestionar desinhibidamente el colapso, para legitimar y prolongar absurdamente la barbarie imperial.
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