A finales de la semana pasada se celebró en Bruselas la Cumbre de Jefes de Estado y de Gobierno de la Unión Europea. Como a todas las cumbres, se la tildó de trascendental. Como en todas las cumbres, se mantuvo el suspense hasta el último día, alcanzándose tan sólo el acuerdo en las altas horas […]
A finales de la semana pasada se celebró en Bruselas la Cumbre de Jefes de Estado y de Gobierno de la Unión Europea. Como a todas las cumbres, se la tildó de trascendental. Como en todas las cumbres, se mantuvo el suspense hasta el último día, alcanzándose tan sólo el acuerdo en las altas horas de la madrugada y también, como en todas las cumbres, el Reino Unido dio guerra hasta el postrer momento, hasta salirse con la suya, y descafeinar cualquier acuerdo o lograr un trato de excepción para su país.
Lo que quizás ha sido más novedoso en esta reunión es el papel desempeñado por un país, como Polonia, de reciente incorporación, que hizo peligrar el acuerdo y mantuvo en jaque a todos los participantes hasta el final. Este hecho es, sin duda, bastante expresivo de las contradicciones a las que está sometida la Unión Europea y de cómo éstas se han incrementado exponencialmente hasta hacer prácticamente inviable el proyecto tras la ampliación a 27 países. Si dos fascistas como los hermanos Kaczynski logran ser los protagonistas de la cumbre y obtienen casi todo lo que se proponían, poco porvenir le cabe a la UE.
Pese a todo, los mandatarios internacionales, y supongo que los intereses que se mueven tras las bambalinas, están empeñados en mantener esa teórica unión. No es que se planteen en serio la unión política, ni que entre sus objetivos se encuentre la creación de los Estados Unidos de Europa. Si estas cosas se dicen es tan sólo para animar al personal, pero conscientes de que constituye una total utopía. El mismo proyecto de Constitución está muy lejos de merecer ese nombre, tan sólo tenía la apariencia de tal y, como después se ha visto, incluía mucha hojarasca capaz de resumirse en un Tratado de unos pocos folios. Lo que los gobernantes están dispuestos a mantener como sea es la integración conseguida en el ámbito comercial, financiero y monetario.
Ese voluntarismo se concreta en la postura antidemocrática que ha caracterizado todo el proceso, realizado al margen de los ciudadanos. En las escasas ocasiones en que se ha consultado a las sociedades, los referéndum han ido precedidos invariablemente de una campaña de intoxicación, y si así y todo el resultado era negativo, se estaba siempre presto a burlarlo repitiendo la consulta tantas veces como fuese necesario.
El camino escogido tras el parón constitucional ha sido aún más radical. Lo más eficaz, por lo visto, era prescindir por completo de consultar a los ciudadanos, tirar por la calle del medio y trasladar a un Tratado todo lo esencial de la Constitución. Tratado que podía ser ya aprobado exclusivamente por los políticos sin necesidad de someterlo al veredicto popular.
Lo ocurrido con la Constitución no se ha interpretado correctamente, tal vez porque no se ha querido, y era preferible esconder la cabeza debajo del ala. El resultado negativo de Francia y Holanda (dos de los seis miembros fundadores), el desistimiento de algunos países de someterla a referéndum ante el miedo de que pudiese triunfar el no y la enorme abstención en aquellos Estados que tuvieron un resultado positivo desembocan en una misma conclusión: la reticencia que hoy tienen las sociedades al proyecto europeo tal como hasta ahora se ha realizado.
El rechazo a la Constitución no era propiamente a este documento sino a todo lo anterior. Hay quien mostró su sorpresa ante el no de estados como Francia u Holanda. Al fin y al cabo, decían, el 80% de la Constitución se limita a recoger lo que ya está vigente en la Unión. Pues precisamente por eso, se les podía contestar, he ahí la razón del rechazo, que no se modifica sustancialmente la situación actual. Es más, ni en la Constitución ni en el Tratado se abre para el futuro la posibilidad de un cambio, desde el mismo momento en el que Tony Blair exigió y consiguió que la unanimidad y la técnica del bloqueo continúen funcionando en materia laboral, social y fiscal, lo que en presencia de 27 países tan dispares hace inviable cualquier avance en la economía del bienestar; más bien, lo que ocurrirá y ya está ocurriendo es que ésta desaparezca en aquellos países que la poseen, de manera que todas estas materias se terminen homogenizando e igualando a la baja, es decir, en los niveles de los países de menor protección social y laboral y en el de los sistemas fiscales más injustos. ¿Puede alguien extrañarse de que los ciudadanos voten no? Lo sorprendente es que haya quien vote que sí. Para ello sólo hay una explicación, la falta de información y la intoxicación a la que está sometida la mayoría de los ciudadanos.
La hipocresía y la constante pretensión de engaño que presiden las actuaciones europeas se han hecho evidentes en la propuesta de Sarkozy de que en el Tratado no figure como objetivo primordial la libre concurrencia, sustituyéndola por la economía social de mercado y el pleno empleo. Sin duda, tal decisión conforma un buen ejemplo de nominalismo, de intento de que las palabras oculten los hechos. Sarkozy pretende vender a los franceses una milonga: ante su posición crítica les quiere hacer creer que algo ha cambiado cuando en realidad todo permanece igual. Jurídicamente, no significa absolutamente nada, aparte de que lo de libre concurrencia se mantiene en protocolos anexos.
Desde su creación, la Unión Europea se ha fundamentado exclusivamente en la libre concurrencia. Todo su andamiaje institucional y jurídico gira alrededor de esta realidad y, por el contrario, cualquier condicionamiento social está absolutamente ausente, del mismo modo que entre sus objetivos el pleno empleo mantiene un carácter muy secundario. Para percatarse de ello tan sólo hay que considerar la estructura, los fines y las actuaciones del Banco Central Europeo.
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