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«Festung-Europa: Notas sobre la constitución europea» por un bárbaro

Fuentes: Rebelión

«Desobediencia es mi palabra favorita» (Philip Marlowe) Proemio La hipótesis de una «guerra global permanente» (GGP) tiene una ventaja y muchas hipotecas ocultas. La ventaja es obvia: es un concepto altamente comprensible, una etiqueta de fácil explicación, harto evidente y fácil de digerir. A esta facilidad semántica se le contrapone problemas diríamos de introspección nacional: […]

«Desobediencia es mi palabra favorita»

(Philip Marlowe)

Proemio

La hipótesis de una «guerra global permanente» (GGP) tiene una ventaja y muchas hipotecas ocultas. La ventaja es obvia: es un concepto altamente comprensible, una etiqueta de fácil explicación, harto evidente y fácil de digerir. A esta facilidad semántica se le contrapone problemas diríamos de introspección nacional: queda constreñida a un «revival» de la vieja categoría «militarismo» del siglo XIX, donde el peso excesivo recaía sobre la esfera de la política externa, dando por consabido o supuesto las determinantes internas, sistémicas, la lucha de clases en la propia nación. Quiero abordar el tema de la Constitución europea en sentido inverso, pensando la GGP como la primacía de la política interna, como el desarrollo larvado de figuras de la lucha de clases (pasadas y futuras), como presunciones de guerra civil y dominio de clase. La constitución entendida como sistema de mediaciones y equilibrio entre el capital y el poder obrero coagula niveles de violencia al mismo que diseña nuevas figuras de comando político que tendrán profunda incidencia en la morfología de la lucha de clases.

Europa. Historia conceptual de una ideología:

El proyecto de unidad europea El anhelo de unidad europea es más antiguo que la corona de Carlomagno, decía clarividente Jünger en 1944, el nacional-bolchevique amigo de Heidegger, pero nunca ha sido tan apremiante y ardiente como en nuestro tiempo. Europa es una suerte de enigma, un enigma que arrastra desde su propio nombre equívoco. Euro, el antiguo viento del sudoeste, hijo de Eos y de Tifón. Europa, mitológica heroína oriental que termina nombrando y renombrando un apéndice geográfico, la joven amada por Zeus e hija de Agenor, rey de Fenicia; la seducida y montada en un toro, tal como se puede ver en una antigua metopa del templo de Seminonte. Europa, una metáfora semítica del espacio entre el Atlántico y los Urales, una región que los antiguos relacionaban con el sol poniente al norte de la Hélade, la Grecia clásica, tal como la nombraban Esquilo y Eurípides.

Así, ya en la propia etimología Europa lleva una incertidumbre, la figura de un origen extraño, la del «otro» y, porque no, la necesidad vital, la angustia de buscar una unidad anhelada y perdida. Europa y Asia, Occidente y Oriente, Levante y Poniente, más que sernos conscientes como materiales unidades geográficas o en representaciones geofísicas nos resultan claras en lo más íntimo de nosotros, como densidad político-cultural. Europa es un concepto inestable, fluctuante y su propia delimitación no sólo pudo ser discutida a lo largo de su atroz historia, sino que es criticable. Sus caras geográficas, histórico-espirituales, jamás han coincidido. Si en la Antigüedad las costas de Jonia y ciudades como Alejandría formaban parte de Europa (y se excluían Britannia y Germania), ya en la Edad Media amplias zonas de los Balcanes, incluida Grecia, eran lo «otro», el fantasma de Asia. Constantinopla dejó de ser automáticamente Europa cuando los turcos la conquistaron o África del Norte con los árabes.

Esto demuestra que quién traza las fronteras, quien construye la identidad «amigo-enemigo» no es tanto el «Volksgeist», o la razón universal, sino el poder económico-social establecido. La palabra Europa, antes Occidente, sirve para designar de un modo cada vez más inequívoco un «Hinterland» económico, un mercado, un haz de relaciones entre hombres y mercancías. Y si tomamos el concepto de Europa en sentido restringido, su extensión es mucho menor con respecto a lo que hoy entendemos por la Unión Europea. Lo que sí queda claro es que, debajo de todos los discursos, sean por «sí» o por «no», hay un conocimiento infalible y certero, que por debajo de todos los cambios hegemónicos en las relaciones espaciales de poder, subyace la diferencia ontológica entre Europa y lo «otro». Y esta diferencia es la que obsesiona la búsqueda de identidad y relación. La urgencia de unidad, de identidad, de autorreconocimiento se basa en una aporía fundadora del pensamiento occidental, estrechamente conectada a su propia historia lexicográfica, a su definición geográfica y a una ideología burguesa tardía, irremediablemente materialista y eurocéntrica. En su relación de «polemos-eros» con lo otro, con lo bárbaro, lo no-europeo es donde Europa busca en un duro trabajo interpretativo su problema de identidad y relación. Europa sabe que su verdad más profunda está fuera de ella misma, como en sus orígenes, aunque muchas veces lo olvide.

El inicio como acto fallido: la ideología europea como la «Ciudad Períclea» o la libertad contra la democracia

Recordemos qué es este proyecto. El texto finalmente remitido al Consejo Europeo resulta ser una mezcla confusa entre un Tratado constitucional (en el sentido schmittiano del término) y una ley fundamental, y en él se aglutinan, después de un Prefacio y un Preámbulo, los nueve títulos básicos de la Constitución, recogidos en una Parte I, junto con la «Carta de los derechos fundamentales de la Unión» (que pasa a ser la parte II del Proyecto), una Parte III dedicada a las Políticas y el Funcionamiento de la Unión y una Parte IV (de «Disposiciones generales y finales»), donde se anexan cinco protocolos de diversa índole («Protocolo sobre el cometido de los parlamentos nacionales en la UE», «Protocolo sobre la aplicación de los principios de subsidiaridad y proporcionalidad», «Protocolo sobre la representación de los ciudadanos en el Parlamento Europeo, la ponderación de votos en el Consejo Europeo y el Consejo de Ministros», «Protocolo sobre el grupo del euro» y «Protocolo por el que se modifica el Tratado Euratom») y algunos otros textos («Declaración aneja al Protocolo sobre la representación…», «Declaración sobre la creación de un servicio europeo de acción exterior» y una «Declaración al acta final de firma del Tratado por el que se instituye la Constitución», de corte procedimental). Son 448 artículos completos, divididos en 4 partes, 6 protocolos, 2 preámbulos, un epígrafe de Tucídides y 3 declaraciones. Por ello, y dada la «maraña» de documentos y asuntos que en ella se tratan, entiéndanse las siguientes reflexiones como una primera aproximación a lo que esta «ley fundamental» supondrá en el corto y medio plazo para los pueblos de Europa. Empezaremos de lo que da menos miedo e importante para ir aumentando el pánico hacia lo siniestro y regresivo.

El proyecto de tratado constitucional comienza con un rapto de inspiración de los redactores, se trata de una memorable y conocida cita de Perícles. Aquí las Musas han fallado en su efecto ideológico, pues nos quedan dos alternativas en cuanto a su intencionalidad: o bien se ha querido inconscientemente decir lo que no dice o bien se dice lo que el texto original griego significa verdaderamente. Muchos comentaristas españoles hablan de «baja calidad constitucional» (Pérez Royo), y no es para menos. Veamos de qué se trata. El ideal helénico ha formado parte desde el vamos de la ideología europea, en especial de Alemania. Hacia 1600 la atención y el entusiasmo de las clases dominantes comenzaron a fijarse en Atenas. El «gusto greco» («una ingenuidad humana y una apacible grandeza», según Lessing) contaminaba, totalmente distorsionado, el propio pensamiento político. Así como Chandler en Oxford comparaba el Castle Hill (aclarar) en forma y magnitud (y por extensión la monarquía constitucional británica) con el «Soros» en la planicie de Maratón; Hölderlin meditaba que los Alpes eran el Olimpo mientras componía versos a lo Píndaro; Schielemann redescubría Troya, así las primeras revoluciones victoriosas de la naciente burguesía construyeron su propia genealogía de dominio sobre el paisaje mitológico de Grecia. Y no sólo los románticos. Basta aquí señalar la propia revolución nacionalsocialista o el pensamiento de Heidegger: era un paradigma de época que únicamente los alemanes habían captado y conservado el espíritu griego y su lengua. Y la expropiación europea de Grecia además fue física: Hallerstein trasladó los frisos completos de Egina al Imperio Alemán mientras Cockerell los de Bassae al Imperio Británico. A la brutalidad ideológica se le acompaño con actos de rapiña perfectamente legítimos a los que se juzgaban auténticos herederos espirituales. La Constitución europea se inspira en este núcleo duro de la ideología europea.

Veamos la cita:

Nuestra Constitución… se llama democracia porque el poder no está en manos de unos pocos sino de la mayoría.

Tucídides II, 37

No vamos aquí a proponerles una clase de griego clásico, pero debemos decir que el preámbulo de la Constitución comienza con una falsificación o, si quieren, una «bajeza» filológica. Dice Perícles en una traducción escolar: «La palabra que adoptamos para definir nuestro sistema político (politeía) es democracia (demokratia) porque, en la administración (oikeîn), éste se define no respecto a unos pocos sino respecto a la mayoría». Así se encuentra en la mayoría de las traducciones más anodinas (yo me he remitido a la de editorial Gredos del año 2000). La distorsión del traductor/traidor lleva varias confusiones: primero en ningún lugar se habla de «Constitución» sino «politeia», que puede forzadamente entenderse como organización o sistema político. Segundo: no se encuentra la palabra «poder» simplemente porque «oikeîn» es administración. Tercero: no está demás señalar la ambivalencia y oscuridad de la vieja palabra «demokratía», donde «krátos» es poder violento de la mayoría (es una palabra que se usa para describir la fuerza ejercida con violencia, superioridad sobre el adversario: virtud mágica del guerrero; Homero muestra cómo Zeus puede conferir el krátos a uno de los dos ejércitos: «Zeus prefiere dar el gran krátos a los troyanos antes que a nosotros»). Recordemos que democracia era el término con que los enemigos del gobierno popular definían a dicho régimen, con la idea de destacar su carácter violento. Pero en su contexto Perícles nos aclara estas dudas, continua diciendo: «Pero en las disputas privadas concedemos a cada uno el mismo peso y, en cualquier caso, en nuestra vida pública rige la libertad». Es obvio que Perícles opone democracia a libertad, y que en esta lucha dialéctica la síntesis cae en la libertad. «Demokratia» puede usarse para definir nuestra organización estatal simplemente porque solemos referirnos al criterio de una mayoría abstracta, pero aquí lo que se impone es la «libertad». De hecho, Tucídides al trazar un retrato biográfico señala que en Atenas existió una democracia de «nombre», pero que de hecho era el gobierno de un Príncipe (prôtos aner). Democracia de nombre; poder de príncipe, personal y aceptado por todos. Ni más ni menos. Uno se imagina los redactores del preámbulo inmersos en el papel de Bartebly, el escribiente de Melville, repitiendo: «preferiría no hacerlo». Y se nota. El intento grosero de acuñar a la Atenas imperialista como inventora de la democracia, como inicio de la gran aventura de la libertad y el grosero fórceps ideológico de pretender que la Europa del siglo XXI es heredera natural de la «imagen del estado óptimo, del estado fundado en la democracia y la libertad» (Passerin d’Entrèves) es toda una profesión de fe de la burguesía europea. En este pequeño lapsus freudiano se concentra químicamente, en rápida síntesis, todos los rasgos de un modo universal de considerar y concebir lo político. Un «shibbolet» que ha reflejado durante siglos y con orgullo la falsa conciencia de la Europa liberal.

Contexto: la frase se extrae del historiador Tucídides, sus famosas narraciones conocidas como «Historia de la Guerra del Peloponeso», la considerada primera guerra europea o mundial de Occidente. Tucídides forma parte de la intertextualidad del pensamiento político a través de Maquiavelo, Hobbes, Stuart Mill o Nietzsche. El absolutismo despótico español tuvo su influencia con Alfonso V (se hizo traducir una edición personal) o Carlos V (que lo leía en francés), y lo llamaba el «eterno manual de los estadistas». Hasta Churchill tenía un ejemplar en su mesita de luz y el audaz general Patton en su campaña de Sicilia peleaba contra paracaidistas alemanes hojeando sus páginas. No faltan notas de actualidad o señales inequívocas: noviembre de 1999, mientras la OTAN había concluidos sus bombarderos sobre Yugoslavia, el recién elegido presidente de Grecia, Stefanopoulos, visitaba a Clinton con un obsequio: una edición de lujo de Tucídides.

Pues bien, en el libro II, 35 aparece un discurso fúnebre en boca del estratega Perícles. El elogio fúnebre era no sólo un género retórico más (se daba en el contexto de la Epitáphia: ceremonia fúnebre estatal instituida por Solón que se celebraba anualmente; en el momento de la inhumación en el Cerámico de soldados muertos un orador designado por el Consejo pronunciaba un discurso fúnebre, el «epitáphios lógos») sino un acto político por excelencia en Atenas, y en el contexto de la guerra del Peloponeso, una lucha imperialista, un reafirmamiento de la «muerte bella», el patriotismo visceral y un panegírico a la ciudad imperial. Pura «Kriegsideologie»: comunidad, destino, peligro, decisión, muerte. Este género ya fue mofa no sólo de los sofistas sino del mismo Sócrates (v. el diálogo Menéxeno, Platón). Para hacernos un paralelismo imaginemos un discurso fúnebre oficial de los muertos militares de EE.UU. en Irak en boca de Bush en el ágora de West Point. O sea que ya sea por un lado u otro, por falsificación o por reafirmación, la comprometida frase de Perícles lo que se sostiene es la oposición irreconciliable entre democracia y libertad bajo un régimen basado en la propiedad privada… Y esta coherencia ideológica se mantiene en este tratado constitucional donde la libertad de los modernos subsume y asfixia a la débil democracia del ya agónico «Welfare State». Tal el «motto» que inspira el tratado. Libertad violentamente enfrentada al «demos».

Empezamos a entender un poco mejor la «traición» de los redactores de la Constitución europea, el acto fallido del preámbulo, en realidad toda una definición conceptual de la grandeza y decadencia de la ideología europea y esfuerzo por consolidar un nueva época en la relación entre el capital y el trabajo. En esto vale aquel viejo adagio materialista que sostenía que el derecho sigue al mercado.

El análisis textual: el posfordismo constitucional

Preámbulo: es lo que se puede ver en la publicidad anticonstitucional del partido de gobierno: ideas que no son vinculantes y que tranquilamente pueden ser sostenidas por cualquier conservador recalcitrante. Lo bueno es que concluye con una frase digna del lenguaje orwelliano de 1984: nosotros (los no-consultados, el coro de la tragedia) agradecemos a los redactores-mandarines sin mandato haber hecho para nosotros una constitución en nuestro nombre.

PARTE-I: ¿Las Supernormas?: se incluyen aquí nueve títulos: «De la definición y los objetivos»; «De los derechos fundamentales y de la ciudadanía»; «De las competencias»; De las instituciones y órganos»; «Del ejercicio de las competencias»; «de la vida democrática»; «De las finanzas»; Dela Unión y su entorno próximo», y «De la pertenencia a la Ujnión». Comentaremos aquí el primer título que parte de una particularmente tenebrosa separación entre «valores» y objetivos» y que muchos consideran a estos últimos como «supernormas», ya que definen como objetivos centrales de la Europa Unida los dos pilares básicos: el omnipresente «espacio de libertad, seguridad y justicia» más un mercado competitivo libre y no-falseado. El orden lexicográfico que han adoptado los redactores nos obliga a detenernos en estas bellas palabras.

Libertades negativas y positivas: la violencia jurídica del capital (recordemos siempre que el derecho es cristalización de relaciones de poder) nunca es más preclara en esta exposición de los «Derechos Fundamentales», donde la definición de la libertad nos permite aclarar el significado oculto de aquel epígrafe de Perícles. Las libertades fundamentales, los «Grundrechte» (principio de distribución), se definen, Artículo I-4, como: libre desenvolvimiento de personas (veremos que es esto de personas), servicios, mercancías, capitales y establecimiento. La idea clásica era que la esfera de libertad del individuo es ilimitada, en palabras de Turgot (1770): «la libertad contiene en sí misma el catecismo político de la multitud». La libertad como derecho fundamental vale como anterior y superior al propio estado. Imaginen que en Europa la figura de «Monsieur Le Capital» es ahora una esfera esencial y absoluta de la libertad del género humano. Estamos ante otra violenta innovación en el derecho constitucional posmoderno: ¡el capital titular de un derecho fundamental! Lasalle nos había dicho ya que la constitución no era otra cosa que un papel escrito en el que se expresaban las reales relaciones de poder materiales. Y que, obviamente, la lucha de clases podía ser perfectamente la lucha por la formación de derecho. Pero además, toda constitución, o proyecto, conlleva elementos mixtos de alivio al sistema de dominio. Es decir: mucho analistas y comentaristas hablan de que este tratado «blinda» o «congela» determinado equilibrio hegemónico, pero se olvidan de un componente esencial y estratégico de las constituciones burguesas desde 1787, y es que no sólo tiene que satisfacer las necesidades ya existentes, dirigirlas, simplificarlas y controlarlas normativamente, sino que además en grado superlativo deben guiar el cambio y la creación de nuevas necesidades surgidas precisamente de la situación originaria. O sea: adecuarse a estas nuevas necesidades creando nuevas formas y figuras. Toda constitución del capital tiene que normar pedagógicamente las necesidades del futuro incorporando objetivos de futuro, superiores, y hasta contrautópicos. Este tratado esta plagado de esta violencia normativa. Muchos hablan que «constitucionaliza» Maastrich, pero en realida radicaliza, amplifica y codifica radicalmente el pasaje al posfordismo, yendo más allá de Maastricht. Entendemos aquí «posfordismo» como una economía que depende cada vez menos de la cantidad de fuerza-trabajo directamente empleada en el proceso productivo (el famoso «quantum» de trabajo vivo de Marx). Uno es la figura insólita de la «libertad del capital» y otras que comentaré. Porque siempre la cuestión fundamental en el derecho capitalista es: ¿cual es la forma constitucional que quiero imponer a la multitud, a dónde quiero dirigirla, cual es la relación exacta entre elementos utópicos-pedagógicos de una constitución y los factores que simplemente regulan la constancia del sistema? Veremos que este compromiso óptimo ha sido resuelto en la constitución europea con una «aufheben» utópica que ejerce una violencia sin precedentes no sólo sobre las propias constituciones nacionales, sino sobre el horizonte del constitucionalismo liberal del siglo XIX.

Materialismo histérico: el nuevo «clima» interpretativo:

Pasemos ahora a la Carta propiamente dicha. Allí se establecen los «Bills of Right» de la nueva ideología europea. Si en la constitución de la revolución francesa de 1789 se consideraba a la libertad, la propiedad, la seguridad y el derecho de resistencia (un componente liberal clásico desaparecido) ahora nos encontramos con las pilastras de la «Festung» Europa: la supernorma que tiene como objetivo ese tenebroso espacio de libertad, seguridad y justicia nos define seis títulos: dignidad, libertad, igualdad, solidaridad, ciudadanía y justicia. Para el lector atento (no: ¡atentísimo!) se repetirá una tendencia, en verdad doble, en la cual la generalidad de las afirmaciones en orden a la forma, al modo, a los instrumentos de garantía de los derechos que se proclaman es resuelta con el re-envío sistemático a las normativas nacionales. La proclamación de estos derechos es operada usando un léxico muy atento a no implicar significados comprometidos con un punto de vista material, evitando cualquier alusión a transformación de lo social. Brilla por su ausencia toda referencia a la instrumentación necesaria para el ejercicio de ese derecho y que pueda inspirar una normativa sobre las instituciones que puedan asegurarlo y hacerlo efectivo. Es un ejemplo paradigmático los artículos-llave 74, 75 y 76, dedicados respectivamente a la libertad profesional, libertad de empresa y a la propiedad. El derecho a un trabajo como tal no se reconoce más y se le suma el derecho de ejercer una profesión libremente elegida, solo que para ser creíble deberá implicar la concreta posibilidad de ejercicio de un trabajo, oficio o lo que sea. Este elemento utópico nuevo tiene que ver con los cambios entre la relación entre capital y trabajo, donde la burguesía europea reconoce con esa aserción sociológica el hecho empírico que el trabajo vivo ya no tiene la importancia central que poseía en el viejo estado social. Y esta conclusión es que la subsunción real del trabajo se expresa aquí como principio constitutivo de la forma del superestado europeo. Se ha perdido en el camino la palabrita «garantizar», nada más ni nada menos. Este derecho devaluado, reducido y debilitado se explica por los siguientes artículos sobre la libertad de empresa, derecho a la propiedad y en el título «Igualdad», el artículo 81 de «No-discriminación».

Causa pavor, impresiona leer la formulación dictatorial, absolutista, despótica y minimalista que reza: «se reconoce la libertad de empresa». Se ha abandonado la cautela jurídica, las limitaciones casuísticas y condicionamientos que las constituciones del siglo XX habían diseñado para intentar domesticar el espíritu animal de la empresa capitalista (ejemplos: art. 41 italiana; art. 74 alemana; art. 128 española). Se anula de un plumazo toda una tradición europea que reconocían el derecho de la propiedad privada pero mediatizándola con la función social (art. 33 española) o de servir al bien común (art. 14 alemana). La función social de la empresa privada, un caro motivo del estado social, se evapora en una línea y sin titubeos.

Todo esto preanuncia el problema de la igualdad formal, enunciada en el título siguiente. A la igualdad formal ante la ley le sigue el principio de no-discriminación, que va a sustancializar esta igualdad en término de reversión e innovación con respecto a la tradición de los juristas. Todas las constituciones europeas tienen como objetivo normativo superar la visión meramente formal del principio de igualdad (art. 9 española). La operación crítico-ideológica es aquí similar pero retrógrada. Paradójicamente intenta su objetivo usando el criterio excluyente bajo la forma de la discriminación, incluyendo solapadamente como causa de segregación el patrimonio (origen social). Iguala así a todos independientemente de su estrato social y poder económico. El rico se equipara al pobre, el capitalista al asalariado, el terrateniente al peón agrícola. Para todos debe ser aplicada la misma disciplina y bajo la violación del principio de no-discriminación. El principio democrático por el cual a situaciones iguales debe corresponder un tratamiento igual y a situaciones desiguales un tratamiento distinto, en correspondencia con una desigualdad pre-existente y objetiva, es anulado. Todo un postulado ético-comunitario del estado social más avanzado del siglo XX, el europeo, se anula hacia las generaciones futuras.

Esta equivalencia de la desigualdad no para allí. En el título «Solidaridad», art. 8, nos refuerza esta innovación-involución de los derechos fundamentales. Se reconoce el estado de guerra civil latente al equiparar, como deducción lógica de lo anterior, que los capitalistas y los trabajadores son también equiparables en sus modos de acción colectiva para la defensa de sus propios intereses. El «lock-out» patronal se erige en calidad de derecho inalienable, asumiéndose como irrelevante la desigualdad económica y social, la disparidad de poderes entre trabajo y capital. La violencia es aquí profunda y epocal: ya no puede hablarse de continuidad y desarrollo con el constitucionalismo liberal o del «Welfare State» sino de ruptura y regresión.

De refinada estrategia es la escogida para exponer los derechos sociales, art. 94, táctica de elusiones de toda garantía efectiva, de vaciar de sustancia y contenido los viejos conceptos. Se abandona las fórmulas clásicas anteriores, al estilo «tiene derecho», «se obliga», etc. Ni que hablar de la terminología del estado social: garantizar, proteger, asegurar… Ahora la Unión considera al derecho social como un reconocimiento de situaciones jurídicas subjetivas que operan en el ámbito nacional. En otras palabras: el contenido del derecho social es sometido a las prescripciones normativas del Tratado, al principio fundamental de un mercado capitalista de libre concurrencia (una de las supernormas), diluyendo no sólo la eventual garantía de satisfacer en la práctica este derecho sino la posibilidad abierta de una extinción en la dialéctica entre esta exigencia y las «leyes» eternas de la economía posfordista en los parámetro de Maastricht.

Del estado social al estado penal: posfordismo y gobierno de la excedencia:

Las propuestas sobre seguridad interior, otro de los pilares de la nueva Europa, no debería extrañarnos. Aquí lo utópico del capital se encuentra con la tendencia material de los propios estados nacionales, el lento pasaje al estado policial o al gobierno de la excedencia. Controlar a la multitud, la tolerancia cero y Europol es la síntesis que sigue a la Europa monetaria constitucional. Expresa una tendencia masiva y de fondo a la expansión del tratamiento penal de la miseria y la precariedad, que, paradójicamente, se desprenden y refuerzan de la atrofia dirigida del estado social. Una política de criminalización de la miseria es el complemento indispensable de la imposición de trabajo asalariado precario o lasrgos períodos de desempleo como obligación natural ciudadana. El capítulo IV sobre «Espacio de libertad, seguridad y justicia» refleja el coronamiento jurídico de un espectacular aumento, acelerado y continuo, de los índices de encarcelamiento, que en el caso español es de 200% en la última década y una superpoblación carcelaria del 130%. De hecho como consecuencia de las disposiciones de los tratados de Maastricht y de Schengen orientados a acelerar la integración jurídica a fin de asegurar la libertad de «libre circulación», pero no de personas sino de mercancías fuerza de trabajo, la inmigración fue redefinida como un problema de seguridad continental, al mismo nivel del crimen organizado y el terrorismo, conclusión que cierra con las carencia de derechos civiles para los trabajadores inmigrantes, un «apartheid» sofisticado y más estricto que el de Sudáfrica. El proyecto de seguridad aquí sólo coincide con las propias prácticas de las políticas penales nacionales que se hicieron más duras, más abarcativas, más abiertamente orientadas hacia la «defensa social» en detrimento de la re-inserción fordista. Todo indica en este caso que un alineamiento de la Europa social por abajo, que provoca un aflojamiento de las regulaciones políticas del mercado laboral y un debilitamiento de las protecciones colectivas contra los riesgos de la vida salarial (la «desafiliación social» como lo llama Castel) está acompañado inevitablemente por una alineación de la Europa penal por arriba, a través de Eurojust, Europol y la generalización politicas de criminalización de la precariedad laboral. Esta es la convergencia clara que plasma el Tratado. La convención Europol, que prefigura una policia federal europea, se construyó con tanta rapidez, medios y energía como la unidad monetaria del euro. La experiencia de esta constitución nos demuestra que hoy no podemos separar la política social y la política pena, la violencia organizada del estado, o mejor dicho: mercado laboral posfordista, trabajo social, policía y prisión, guerra preventiva, sin impedirnos comprender una y otra y sus mutuas afinidades electivas. No estamos sino en el pasaje crucial de un régimen de la carencia, el fordista, a uno de la excedencia, el posfordismo, y la posibilidad de bloquear su desarrollo es cuestión de nuestras capacidades y limitaciones.

Que nos dice la astrología sobre la Constitución Europea:

La carta natal de la constitución marca que fue firmada en Bruselas, el 18 de junio de 2004 a las 22:19. Géminis ascendiente Capricornio; el Sol en conjunción con Mercurio: indica versatilidad y modernidad, prepotencia e intolerancia, tendencia a la intriga, riesgo de escándalo. Parece que las estrellas acertaron esta vez de par en par, por una vez. Y para cerrar este comentario los audaces redactores que colocaron ingenuamente el epígrafe de Tucídides, un epitafio, han dado en el blanco sin proponérselo. Perícles, como el capital europeo, se siente muy incómodo con la palabra democracia y tiende instintivamente hacia el valor de la libertad de los propietarios y de la ciudad imperial. Los redactores han recurrido sin saberlo al texto más pertinente para definir este proyecto de constitución donde ha vencido la brutalidad de la libertad del mundo rico sobre el demos de la multitud trabajadora. La democracia queda pospuesta para tiempos mejores y, como dijo un filólogo italiano, será objeto de nuevas reflexiones por parte de otros hombres, tal vez ya no europeos.