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Främligshatar (odio-al-extraño)

Fuentes: Rebelión

Es marzo, pero aquí en Escandinavia todavía hace mucho frío. El paisaje es yermo y helado, alternado la nieve con algunos claros ralos de paja mojada color ocre y árboles quebradizos parecidos a chamizas. El viento del oriente es hiriente en los labios y  al hablar las palabras salen con un vaho grisáceo extraño. Con […]

Es marzo, pero aquí en Escandinavia todavía hace mucho frío. El paisaje es yermo y helado, alternado la nieve con algunos claros ralos de paja mojada color ocre y árboles quebradizos parecidos a chamizas. El viento del oriente es hiriente en los labios y  al hablar las palabras salen con un vaho grisáceo extraño. Con mi amigo, un antiguo militante de la UP, quien lleva varias décadas exilado en estas tierras y me sirve de lazarillo, nos dirigimos a tomar el Metro o «Tunnelbahna»  en la estación principal de la ciudad antigua para regresar a casa después de nuestra asamblea anual de exiliados políticos.

Los abrigos y gorros hacen de los pasajeros un conjunto oscuro bastante uniforme y hasta aburrido. Sin embargo al entrar al vagón distinguimos como excepción, tres jóvenes altos y fornidos vestidos con chaquetas gruesas hasta la cintura, de una fibra plástica color verde muy resistente, jeans azules ajustados en las nalgas y botas gruesas con puntera metálica redonda  y de amarrar en la media caña. Uno lleva la cabeza afeitada y mastica insistentemente un chicle y los otros dos el pelo rubio corto.

Intercambiamos miradas con mi amigo y él me hace con ambas manos la señal de clama. El viaje se hace monótono por la voz también nono- tona  y gangosa del parlante automático que anuncia repetidamente la dirección del tren, la estación a la que se llega, las interconexiones con otras líneas, la dirección de la salida, el cierre de la puerta y la próxima estación. Los pasajeros entran y salen resoplando como en un intento de darse calor y  a mediada que avanzamos, el vagón de un metal helado e impersonal va quedando casi vacío. Quedan algunas parejas distraídas que se miran mutuamente a los ojos y se ríen, uno que otro nórdico maduro que en  solitario repasa las noticias amarillas en el «Blatt» local y, los tres neo-nazis de chaqueta verde de pie, ahora ubicados en el centro del vagón al lado de un joven indudablemente un Caribeño, trabajador de la construcción con un overol azul claro sucio manchado de pintura.

-Parece un Chilapo desplazado por los paramilitares le digo a mi compañero, mientras  sonriendo me responde que, como en los países de la periferia mediterránea ya no hay trabajo, están llegando masivamente a Escandinavia a buscar trabajo para  poder girarle  la «remesa  por Western Union» a su familiares.      

Sorpresivamente uno de los neo-nazis, el cabeza afeitada, saca de la boca el chicle y lo  pega en el lente redondo de la cámara de seguridad del vagón, mientras que los otros dos comienzan a dar chillidos estridentes en las mismas orejas del trabajador Caribeño. Saltan y le dan puntapiés sonoros con la puntera metálica de sus botas a los tubos del  vagón a escasa distancia suya. Dan gritos en sus oídos al parecer con palabras obscenas,  buscando obviamente aterrorizarlo, y atemorizarnos. Mi amigo me insiste en guardar clama. Los demás pasajeros fingen ignorar lo que acontece concentrándose aún más en su indiferencia y los minutos se alargan desapaciblemente.

En la frente aún tersa del joven Caribeño se ven algunas perlas de sudor, que comienzan a resbalar y los neo- nazis lo celebran con risas estridentes y alaridos. El Caribeño no mueve un músculo y mantiene la mirada perdida. Lentamente, quizás imperceptiblemente va bajando la mano hasta meterla en bolsillo de su overol azul y  realiza dentro un movimiento de la mano, ese si evidente. Voltea la cabeza y mira en una fracción de segundo el cuello del neonazi que está más cercano. Afloja los músculos como un gato cuando va a saltar y se queda quieto. Oigo la respiración agitada de mi compañero.

Los  neo-nazis se han dado cuenta del movimiento del joven Caribeño y cruzan miradas de sorpresa. Callan y se retiran lentamente hacia el otro extremo para pulsar el botón de parada. Hay un vacío silencioso interrumpido a intervalos por la percusión del  tren sobre los rieles. El joven Caribeño nos mira todavía con la mano dentro del bolsillo y como si nos hubiera adivinado nos dice en castellano colombiano- «Un segundo más y le hubiera marcado calavera»  Una risa nerviosa resuelve la tensión. Luego agregó seriamente: – «Soy chilapo del Urabá»  Se paró, se despidió y a los pocos minutos, cuando el tren llegó a la parada, se bajó del vagón acomodándose el overol, mientras el parlante automático del tren anunciaba con su voz gangosa el nombre de la  próxima estación. Habíamos llegado.         

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.