A Daniel Bensaïd, fallecido el 12 de enero, con quien tuve muchas diferencias, pero compartí siempre la idea que sólo el socialismo puede impedir la barbarie. Al compañero de siempre. El próximo 14 de marzo tendrán lugar las elecciones regionales. Se disputará entonces la administración de 26 Regiones, 22 de las cuales corresponden a la […]
A Daniel Bensaïd, fallecido el 12 de enero, con quien tuve muchas diferencias, pero compartí siempre la idea que sólo el socialismo puede impedir la barbarie. Al compañero de siempre.
El próximo 14 de marzo tendrán lugar las elecciones regionales. Se disputará entonces la administración de 26 Regiones, 22 de las cuales corresponden a la Francia metropolitana. Actualmente, vale recordar, 21 están bajo control de la izquierda, resultado de las elecciones de marzo 2004. Aunque en un sistema centralizado como el francés, dominado por el poder presidencial y un legislativo con mayoría hegemónica de la derecha, las cuestiones esenciales se deciden en esos ámbitos, y no en el poder regional, se trata sin embargo de una batalla de suma importancia. Entre otras, nada menos que de una oportunidad política de primer plano para frenar la ofensiva reaccionaria y quizá derrotar un poder autoritario en construcción.
El gobierno continúa aplicando su política devastadora contra todas las conquistas económicas y sociales obtenidas por luchas de generaciones. El término «ruptura»- muletilla de Sarkozy y sus ministros – tiene un significado profundo, más allá de su formulación demagógica y de la mediocre figura de los personajes. Estamos efectivamente ante una situación de ruptura, cuyo eje es la implantación del neoliberalismo como orden político, económico y social, y el desmantelamiento y entierro definitivo del «pacto social de 1945» elaborado por el Consejo Nacional de la Resistencia.
Minimizar la envergadura de esta empresa sería un error. Se trata, nada menos, que la tentativa para modelar y afirmar una República conservadora y reaccionaria en todos los planos. Es decir, una «contrarrevolución» política, cultural, ideológica, sin precedentes. Se la puede resumir en la exaltación de los «nuevos valores»: Trabajo, Familia, Nación, en detrimento del viejo lema de la república social: Libertad, Igualdad, Fraternidad… Basta recorrer los discursos de Sarkozy y de sus ministros-secuaces para encontrar estas referencias y su fuente ideológica, próximos del «Estado Francés» de Petain hasta en sus rituales y símbolos.
Las amalgamas son siempre peligrosas, pero esta referencia no está fuera de lugar. Sarkozy y el sarkozismo representan la revancha histórica de lo más retrógrado de la Francia contemporánea. Ese es el sentido profundo de la «ruptura» preconizada. No es un eslogan demagógico, ni una mentira, sino una estrategia concebida y orquestada por las fuerzas sociales que utilizan Sarkozy y su gobierno como «ejecutores». Se trata, además, de una remodelación de la derecha política en su conjunto. El autoritarismo y la sumisión al modelo neoliberal es el medio para aglutinar a las clases dominantes, con su carga de demagogia y recuperación, recurriendo al arsenal de la extrema derecha o cooptando personal político «a la izquierda». El flamante «Ministerio de la Inmigración y de la Identidad Nacional» – dirigido por el ex-socialista Eric Besson- es un claro ejemplo, así como la xenofobia, la destrucción de conquistas sociales, la integración a la Europa burlando la voluntad popular de 2005, la reintegración en el Comando Estratégico de la OTAN.
Contener y derrotar esta política y sus designios se presenta, pues, como un objetivo común para todas las fuerzas políticas y sociales que defienden los valores de una república democrática contra el poder autoritario que se esboza.
Desde la gran huelga general del sector público de 1995, hasta la fecha, la oposición a este proyecto no ha cesado. La resistencia obrera, y de los asalariados en general, sin lograr imponerse, ha limitado la política del gobierno. A mediados de su mandato, Sarkozy conoce una caída estrepitosa de su popularidad: apenas un 32 % de opinión favorable, según los últimos sondajes. Una mayoría de la población tiene, pues, consciencia que la política actual conduce a un callejón sin salida: el cierre de empresas, la desocupación, la exclusión y la marginalidad social. No hay día sin que se produzcan cierres de empresas y despidos, pero también sin que aparezcan movimientos y luchas, a veces encabezados por las organizaciones sindicales, otras por la iniciativa desde abajo que nutre la solidaridad y la resistencia. Sin embargo, la participación en los movimientos de reivindicación económica y social no son suficientes.
El desmantelamiento del sector público, la hegemonía del mercado, la privatización, la competencia, la transformación de la cultura y el saber en una mercancía, encuentran una masiva oposición, pero ésta finalmente no cambia el curso para frenar la ofensiva. Uno de los últimos ejemplos ha sido la resistencia contra la LRU (la ley de «autonomía» de las universidades). Durante meses el conjunto del mundo universitario se movilizó, sacó a las calles a miles de docentes, estudiantes, personal administrativo, en un combate ejemplar. Sin embargo, no encontró los medios para imponer su legítimo reclamo: la ley fue votada en pleno verano, y se aplica. Se gana en las calles, pero las decisiones del poder se imponen. La fragilidad del movimiento social se traduce – como causa y efecto – en la ausencia de una alternativa.
Esta es una de las razones que permiten a Sarkozy continuar con su política, aún careciendo su gobierno del consenso necesario. Solo le queda para recuperar terreno levantar el espectro del «miedo» – de los miedos varios – y de presentarse como el partido del orden. «Hay que terminar con la herencia de Mayo 68», decía en uno de sus discursos. Su intuición de político oportunista y reaccionario le hacía percibir el temor a la revuelta. La estigmatización de la «canalla» de los barrios marginales, que Sarkozy prometía «limpiar al Kärcher», no fue un exabrupto o un juego de palabras, sino que quería dejar claro el designio de las nuevas clases peligrosas.
El tema de la seguridad, el refuerzo de los controles policiales, la intolerancia, la exigencia a la sumisión, la recuperación de valores de la vieja derecha reaccionaria, son piezas de una estrategia. Su objetivo es una sociedad atomizada, sin libertades, o al menos, con libertades cercenadas y controladas. Una sociedad con ciudadanos reducidos a consumidores – el «hombre-mercancía»- donde «el mercado» supuestamente separa el buen trigo de la paja, los «buenos» de los «malos». Los primeros son los ganadores, el «trabajar para ganar más», los que se someten a las reglas y la autoridad de los patrones, los que se esfuerzan para obtener el mérito, en una competencia despiadada que condena el resto a la marginalidad. «El que no posee un Rolex a los 50 años es un fracasado», dijo Jacques Seguela, experto-publicista al servicio del poder de turno. Esa es la ideología simplista y peligrosa de Sarkozy y del sarkozismo. No se trata sólo de puro cinismo, sino el contenido real de una política sometida al capital y a sus actuales exigencias.
Esta situación plantea la necesidad de generalizar la resistencia en todos los niveles, así como combatir la desesperanza generalizada fruto de la crisis, la desocupación, la precariedad. En otras palabras, encontrar las vías para reconstruir la sociabilidad y la solidaridad de los oprimidos que nutren el combate político y social. Las luchas contra el capitalismo no pueden librarse sólo en el terreno económico y social, con las huelgas y movilizaciones – cuya importancia es decisiva, por cierto – sino también utilizando las formas democráticas que aún persisten. La política – en el sentido noble del término – no puede dejarse en manos de los aparatos y sus «expertos». Tiene que ser reapropiada por la sociedad entera, por los oprimidos, por los de abajo. Eso implica una movilización para superar el sentimiento nefasto – aunque legítimo – del «son todos iguales», que es un vacío que puede llenarse con cualquier cosa, no siempre progresista.
Las elecciones del 14 de marzo son una oportunidad para golpear y derrotar el sarkozismo, y al mismo tiempo, un paso en la socialización necesaria de la política. ¿Se encontrarán las fuerzas, las formas de organización y las alianzas necesarias para derrotar a la derecha reaccionaria, condición para ofrecer una alternativa de izquierda creíble?
Esa es la encrucijada en que se encuentran las izquierdas. Desde la izquierda incorporada al sistema (convertida al social-liberalismo), hasta la reformista tradicional (cuyo peso sigue siendo importante), pasando por otras variantes como la «izquierda de la izquierda», hasta la radical anticapitalista. En todo caso, para los que aún defienden una perspectiva de cambio social, ¿cómo reconstituir o refundar una alternativa realmente socialista? Es difícil, o vano, tratar de encontrar una fórmula mágica. En cambio, aparece claro que la política del frente único – reagrupando las fuerzas que se reclaman de la izquierda y del socialismo – mantiene toda su vigencia. Sin concesiones ni alianzas espurias, ni tampoco ilusiones, hay que ganar un espacio imponiendo una derrota política a la derecha. Cualquier otra política no puede conducir sino al fracaso, a reforzar la ofensiva de la derecha y, por consiguiente, al aumento de la desmoralización. Vale recordarlo, al menos para evitar viejos errores, aún cuando se presenten recubiertos con nuevos oropeles.
Los representantes del capital han abandonado toda idea de compromiso. Adoptaron hace tiempo el objetivo de propinar una derrota definitiva al movimiento popular, condición para la estrategia del neoliberalismo económico-social. Ese es el designio explícito de Sarkoky cuando se presenta como el jefe incontestable de toda la derecha. Hay que terminar con el «complejo político de ser de derecha», dijo, con su arrogancia habitual. Si puede llevar a cabo su proyecto, es otra cosa: nada es fatal ni está determinado por leyes eternas e inmutables. El resultado depende siempre de la relación de fuerzas, como es sabido. En todo caso, la amenaza y el peligro que representan Sarkozy y el sarkozismo, son reales. No puede minimizarse ni el personaje, lindero con el ridículo en sus dichos y gesticulaciones, ni a sus ministros, aunque sean un grupo de secuaces ineptos. Disponen del poder, el dinero, los medios, las armas y también, factor importante, la decisión de utilizar todos los medios a su alcance.
Desmitificar el discurso y la acción del sarkozismo, resistir y combatirlo en todos los terrenos – económico, social, político, cultural – es un imperativo. Al mismo tiempo, una cuestión de supervivencia para impedir la barbarie que acecha y, en parte, ya está desencadenada. Caso contrario, habrá que adaptarse para vivir y luchar en estos nuevos «tiempos tenebrosos», como decía Bertolt Brecht para su época.
Hugo Moreno, miembro de la redacción de Sin Permiso, es docente-investigador en ciencias políticas en la Universidad de Paris 8.