Las movilizaciones han demostrado que es posible una irrupción en paralelo de dos sectores diferentes pero que comparten intereses: el precariado procedente de la clase media, presente en Nuit Debout, y la clase obrera tradicional. Estudiantes universitarios protestan en solidaridad con los ferroviarios, uno de los colectivos en lucha contra el empeoramiento de sus condiciones […]
Las movilizaciones han demostrado que es posible una irrupción en paralelo de dos sectores diferentes pero que comparten intereses: el precariado procedente de la clase media, presente en Nuit Debout, y la clase obrera tradicional.
Estudiantes universitarios protestan en solidaridad con los ferroviarios, uno de los colectivos en lucha contra el empeoramiento de sus condiciones laborales. (A.A.G)
Si hay un país asociado a la «tradición de los oprimidos» de la que hablaba Walter Benjamin, ese es Francia. Desde la Revolución Francesa hasta Mayo del 68, pasando por la Comuna de París o por la Resistencia Antifascista, Francia ha sido el escenario de la disputa política por excelencia. No es de extrañar que cuando Marx nominaba las tres fuentes originarias de su pensamiento hablara de la filosofía alemana, la economía inglesa y la «Política» francesa. La de Francia es una historia de irrupciones plebeyas y obreras inesperadas, de conflictos que parecen calentarse solos, que aparecen como de la nada. Si bien no podíamos prever la Nuit Debout ni el pulso huelguístico encabezado por la CGT, sí podemos explorar las razones del estallido y tratar de recuperar la discusión estratégica en clave internacionalista a partir de la situación francesa.
Varoufakis comentaba hace poco que Francia era el único país de Europa en el cual las contrarreformas neoliberales no se habían impuesto. Habría que desarrollar esta afirmación en varios sentidos. Por una parte, es cierto que la resistencia a las contrarreformas laborales ha sido mucho más eficaz en Francia que en otros países europeos. El primer gran embate se jugó en 1995, con unas huelgas gigantescas en el sector público contra la reforma de la seguridad social impulsada por el derechista Alain Juppé. De aquellas huelgas queda el recuerdo del sociólogo Pierre Bordieu retomando el papel de Jean Paul Sartre, del intelectual comprometido con la causa de los trabajadores, pero también de que fue la primera (junto con la huelga general española del 88) en la que se conseguía una victoria que, si bien no lograba revertir el giro neoliberal que Thatcher impuso cuando derrotó a los mineros ingleses en 1984, abría un campo para pensar alternativas. El movimiento antiglobalización que surgió unos años después le debe mucho a las huelgas del 1995 y también fue el punto de partida para el rechazo a la Constitución Europea diez años después. La lucha contra el neoliberalismo no se ha limitado al plano sindical, sino que también se ha producido en el político. Aquella victoria fue una auténtica paradoja: fue la izquierda la que organizó por abajo, con centenares de comités unitarios, pero, al ser incapaz de traducirla en un movimiento organizado con perspectiva política, el descontento con la Europa de las élites acabó siendo rentabilizado a medio plazo por el Frente Nacional.
Sin embargo, este legado, que tuvo continuidad en luchas como las de 2010, no ha sido capaz de revertir la hegemonía neoliberal que, como bien explican Laval y Dardot, no es simplemente un conjunto de leyes reguladoras, sino también una dinámica sistémica y biopolítica que se impone como modelo de relaciones sociales. La exclusión sistemática y estructural de millones de personas negras o árabes de la sociedad «oficial» es una consecuencia directa de que, si bien un sector cualificado y bien organizado de la clase trabajadora ha podido mantener sus condiciones de vida (fundamentalmente del sector público, que en Francia ocupa a amplios sectores de la economía que en otros países están privatizados), el neoliberalismo ha ido avanzando en el mercado y en la sociedad civil, atomizando las casamatas que la clase obrera había construido para contraponerse al capital. Hay dos consecuencias que sirven para ilustrar este contraste entre la explosividad resistencialista de la sociedad francesa y el avance subyacente del modelo neoliberal. Por una parte, que esta CGT que está sosteniendo la huelga es un sindicato muy radicalizado, como personifica su principal dirigente convertido en el principal opositor a Hollande. Un sindicalista llamado Phillipe Martínez que parece sacado de una película de Robert Guédiguian. Pero a la vez, la CGT es un sindicato muy debilitado: ha pasado de tres millones de afiliados a poco más de 600.000. Por otro lado, quien ha capitalizado el descontento ante la desindustrialización y la destrucción de las comunidades vivas, en las cuales se desarrollaba la experiencia colectiva de millones de trabajadores, ha sido el Frente Nacional. Un Frente Nacional que, a pesar de tener cierta base obrera, ha pedido mano dura contra las huelgas, demostrando su carácter reaccionario pero también los límites de una izquierda política que perdió su conexión con la clase trabajadora. Si bien no hay relación unívoca y monocausal entre «posición de clase» e «ideología», el caso francés demuestra que los temas condicionados por las relaciones de clase son fundamentales para canalizar el descontento en una u otra dirección.
Por eso debemos clarificar qué lectura hacemos de lo que está pasando en Francia. Es curioso cómo la izquierda y la derecha coinciden en hacer un análisis de lo que pasa en este país en clave «conservadora». La derecha y tambien el social-liberalismo encarnado por Manuel Valls insisten en etiquetar el movimiento como «opuesto a los cambios», como un movimiento nostálgico contrario a la necesaria modernización de la sociedad francesa que, por supuesto, pasa por liberalizar el trabajo y aniquilar las conquistas históricas del 68 francés. Así, la idea de progreso toma la forma de ajuste de cuentas con la historia para, continuando la obra de Fouret, recuperar la historia de Francia para las élites. Valls y Macron aparecen en este relato enfermizo como unos yuppies contra-culturales que tratan de destruir a ese sujeto corporativo y reaccionario, lleno de privilegios, que es el mundo del trabajo. La crisis de la socialdemocracia asume una forma especialmente perversa en Francia, con un PS dividido entre los que son conscientes de que estas mediadas les enejenan de su base social y los que como el primer ministro están convencidos de que su misión histórica es destruir los restos del Welfare. Por otra parte, las declaraciones del Secretario General del Partido Comunista de Francia, Pierre Laurent, en las que dice a la juventud de la Nuit Debout: «Les invito a unirse al Partido Comunista», revelan la misma incomprensión conservadora, incapaz de leer las luchas como un momento de apertura hacia algo nuevo.
Sin embargo, podemos apostar por otra lectura, y ver lo que está ocurriendo en Francia como un «salto» más en todo ese hilo subversivo que recorre la historia francesa. Un salto lleno de posibilidades a explorar. En primer lugar, porque pone encima de la mesa, a diferencia de las teorías fetichistas que hemos escuchado durante los últimos años, que la clase trabajadora organizada conserva un cierto poder estratégico capaz de paralizar el país, atacando a la cadena de valor en los transportes y en la energía. La huelga no es una cuestión meramente sectorial, sino que pone en cuestión quién manda en el país: si bien los que generan la riqueza con su trabajo o los que viven del trabajo ajeno. No es una cuestión menor poner encima de la mesa diferentes herramientas y formas de lucha que respondan a diferentes realidades materiales y correlaciones de fuerza. En la combinación de técnicas y repertorios (huelga, manifestación, asamblea en una plaza) se expresan no sólo necesidades, sino también potencias. Por otro lado, se ha demostrado que es posible una irrupción en paralelo de dos sectores diferentes pero que comparten intereses, como es el precariado producto de la depauperización de las clases medias que se expresa en el movimiento Nuit Debout y sectores de la clase obrera tradicional, aunque también deberíamos poner encima de la mesa la falta de conexión con los barrios periféricos llenos de jóvenes de origen árabe o africano. Que el descontento social se exprese en forma de lucha activa, de experiencia real, es el paso necesario para la aparición de un sustrato social impugnador que impida que el Frente Nacional sea la alternativa al establishment.
Todo lo que está pasando en Francia puede tener repercusiones fundamentales en Europa. Por supuesto, no pretendo darle lecciones a los compañeros de Francia, pero sí acabar con una reflexión que tiene cierta validez universal y que creo que es una lección de las experiencias en otros países. Hay que discutir sobre cómo anclar el descontento, dándole una expresión política que vaya más allá de la reivindicación defensiva para, a partir de estas luchas y reinvindicaciones, construir un bloque social que articule un nuevo proyecto de sociedad. La izquierda francesa, por desgracia muy atomizada y encerrada en sí misma, está ante una oportunidad histórica de recuperar el papel central que le atribuyó Marx. Para esto, como hemos comprobado en otros países, construir organización social y a la vez ser capaz de dotarse de una herramienta político-electoral que aparezca como nueva, participativa y abierta es fundamental. ¿Por qué no hacerlo al calor de la lucha? ¿Por qué no discutir en paralelo cómo ganar esta huelga, cómo estabilizar las estructuras de lucha convirtiéndolas en espacios de organización, para que toda esta formidable energía sea la base de una herramienta para disputar el poder? Desde luego, lo necesitamos. Necesitamos avanzar en Francia para poder avanzar en el resto de Europa. La mejor tradición internacionalista siempre ha sido consciente de que lo que pasa en otro país tiene repercusiones en todos. Para cambiar las cosas, necesitaremos tener amigos en más países. Por eso, generar lazos con Francia y las luchas del pueblo trabajador nos remite al significado más acertado de la solidaridad: el hecho de que no sólo la necesitan ellos, también nosotros.
Miguel Urbán es eurodiputado de Podemos.