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Francia vuelve a establecer el Estado de excepción

Fuentes: Le Monde

Ha sido proclamando la «guerra» como François Hollande ha reaccionado a la atrocidad terrorista que ha golpeado el centro de Paris. Como antes lo hizo George W. Bush frente «a la madre de todos los atentados terroristas» en pleno centro de Nueva York. De esa manera, el presidente francés ha optado por ignorar las numerosas […]

Ha sido proclamando la «guerra» como François Hollande ha reaccionado a la atrocidad terrorista que ha golpeado el centro de Paris. Como antes lo hizo George W. Bush frente «a la madre de todos los atentados terroristas» en pleno centro de Nueva York. De esa manera, el presidente francés ha optado por ignorar las numerosas críticas a la decisión adoptada por la administración Bush, a pesar de que, en su momento, esas críticas constituyeron la opinión mayoritaria incluso en Francia (una opinión compartida por Hubert Védrine y Dominique de Villepin). Y ello a pesar de que el desastroso balance de la «guerra contra el terrorismo» desarrollada por la administración Bush ha dado razón a sus críticos. Sigmar Gabriel, vice-canciller de la vecina Alemania y presidente del SPD alemán, partido hermano del PS francés, también ha manifestado que hablar de guerra es hacer el juego a Daesh.

Quizá, a primera vista, el discurso de guerra pueda parecer fruto de un desahogo verbal: una manera de responder a la legítima emoción suscitada por un horrible atentado que, hasta el presente, ha provocado 129 muertos. No obstante, no deberíamos perder de vista el hecho de que no se trata de un duelo entre Daesh y Francia, sino de un atentado que -al igual que las 102 víctimas del atentado de Ankara del pasado 10 de octubre, o las 224 víctimas del avión ruso que explotó sobre el cielo del Sinaí el 31 de octubre o, también, las 43 víctimas (a fecha de hoy) del atentado perpetrado en el suburbio sur de Beirut la víspera de la hecatombe parisina, por no citar más que los acontecimientos recientes- constituye principalmente un fatal subproducto del conflicto que las potencias mundiales han permitido que degenere en Siria.

El balance del conjunto de las violencias de estos últimos años parece bien limitado en comparación con la catástrofe humana que se vive en Siria. No obstante, el problema con la orilla sur y este del Mediterráneo es que, contrariamente al «corazón de las tinieblas» que aún continúa siendo el África Central, las tragedias que se desarrollan allí tienen una lamentable tendencia a desbordarse sobre el territorio europeo e, incluso, sobre Estados Unidos. La indiferencia al sufrimiento de los otros (en el sentido fuerte de la alteridad) -que contrasta fuertemente con lo que califiqué como «compasión narcisista» (hacia los semejantes) al día siguiente de los atentados de Nueva York- no es gratuita para Occidente cuando se trata del Oriente Próximo. Incluso se puede pagar cara.

Pero el discurso de la guerra no es solo una cuestión de orden semántico, ni mucho menos. Su objetivo es hacer del Estado de excepción la norma, contrariamente a lo que indica su propio nombre. Más aún cuando la guerra se prolonga. Y la «guerra» se prolonga tanto más cuanto se dirige no contra un Estado, susceptible de concluir en un armisticio y la paz, o capitular, o ser ocupado y subyugado, sino contra una hidra terrorista capaz de regenerarse, incluso con más fuerza, como lo muestra la trayectoria desde Al-Qaeda hasta Daesh, pasando por el Estado islámico de Irak al que se había dado por totalmente derrotado en 2008-2010.

Mientras haya guerra, la hidra terrorista tiene tendencia a renacer de sus cenizas porque se alimenta de la guerra. Es esa naturaleza del enemigo lo que hizo que muchos comentaristas, críticos o favorables, predijeran al día siguiente del 11 de septiembre de 2001, que la «guerra contra el terrorismo» duraría décadas. Lo que ha venido después les ha dado la razón.

La consecuencia del discurso de la guerra ya está ahí: François Hollande ha decidido hacer votar una ley que prorroga por tres meses el Estado de excepción proclamado tras los atentados y que la vigente ley limita a doce días. Desea reformar la Constitución francesa para ampliar las causas para las excepciones a las normas democráticas que contempla la misma, incuso cuando se trata de una Constitución nacida en 1958, en una situación de excepción y que ya codifica de forma copiosa la excepcionalidad a golpe de poderes excepcionales (art. 16) y de Estado de sitio (art. 36). A partir de ahora, el gobierno francés prevé, sin recato, graves violaciones de los derechos humanos : privación de la nacionalidad a personas de otra nacionalidad (imagínense a quien irá dirigida), detenciones sin cargos, y otras cartas blancas que se otorgan al aparato represivo.

Pero, lo que es aún más grave, a diferencia de los autores de los atentados de Nueva York, los de enero y noviembre en Paris han sido mayoritariamente realizados por ciudadanos franceses (de ahí la amenaza relativa a la nacionalidad). Mientras que el Estado de guerra es en su esencia un Estado de excepción, es decir, un Estado de suspensión de los derechos humanos de la persona, existe una diferencia cualitativa entre las consecuencias que implica, en función de que la guerra se desarrolle fuera del territorio nacional o que el enemigo potencial se encuentre en el propio territorio.

Estados Unidos pudo restablecer, básicamente, el ejercicio de los derechos civiles, aunque erosionados, una vez asegurado el territorio por su posición geográfica protegida, mientras practicaban y continúan practicando el Estado de excepción en el extranjero. Esa es la hipocresía de mantener esa tierra sin ley que constituye el centro de Guantánamo, a poca distancia de sus costas y violando la soberanía del Estado cubano, así como la práctica de ejecuciones extra-judiciales a golpe de drones que hace del Pentágono el más mortífero de los asesino en serie.

Pero, ¿y Francia? La cuestión del «yihadismo» no es ajena a su historia. Tan poco alejada que su primer encuentro con el yihad se remonta a la sangrienta conquista de Argelia por su ejército que pronto hará dos siglos, si bien el yihad de hoy en día es cualitativamente diferente del de antaño por su carácter totalitario. El aparato militar y de seguridad francés también se enfrentó a la yihad más tarde, en su confrontación con el Frente de Liberación Nacional de Argelia, cuyo periódico se llamaba El Moudjahid («la práctica del yihad»). Y fue mientras participaba en esa sucia guerra colonial en 1955 cuando Francia promulgó la ley relativa al Estado de excepción. Y fue en las circunstancias creadas por la guerra de Argelia cuando, por última vez antes del 14 de noviembre pasado, se proclamó el Estado de excepción para el conjunto del territorio metropolitano entre 1961 y 1963. En el contexto de este Estado de excepción, se practicaron terribles atrocidades en el suelo francés, además de las que eran moneda corriente en Argelia.

El Estado de excepción se proclamó de nuevo, pero en este caso para una parte del territorio francés metropolitano, el 8 de noviembre de 2005, hace casi exactamente diez años. A nadie se le escapó la relación que tenía con lo que representó la guerra de Argelia: una gran parte de los jóvenes implicados en los «disturbios de los suburbios» eran producto de la larga historia colonial de Francia en África. Al igual que la mayor parte de la franja yihadista francesa de estos últimos años, nacida de la exacerbación de los rencores que explotaron en 2005 y de las esperanzas truncadas a golpe de promesas incumplidas. Esos que padecen lo que el 28 de enero, nada menos que Manuel Valls en un momento de fugaz lucidez política, denominó «un apartheid territorial, social, étnico».

La consecuencia lógica de esta confesión, es que la apertura territorial, social y étnica de las poblaciones de «origen inmigrante» y el fin de todas las discriminaciones que sufren deben constituir la respuesta prioritaria al peligro terrorista. Esto debe combinarse con una política exterior que reemplace la venta de cañones y la fanfarronería militar de un Estado que tiende a jugar a potencia imperial (a diferencia de su vecino alemán que, sin embargo, es más rico) por una política de paz, de derechos humanos y de desarrollo basado en la Carta de Naciones Unidas de la que fue coautor. La ministra de asuntos exteriores sueca, socialdemócrata, que decidió prohibir que las empresas de cañones de su país vendan armas al reino saudí mostró el camino.

La respuesta adecuada al peligro terrorista, es, también, el apoyo resuelto, pero no intrusivo, a quienes luchan por la democracia y la emancipación en Oriente Medio y en África del norte, contra el conjunto de los Estados despóticos de la región, trátese de las monarquías petroleras o de las dictaduras militares y policíacas. La «primavera árabe» de 2011 marginó por un tiempo el terrorismo yihadista. Su derrota, con la connivencia de las grandes potencias, es la que ha permitido recuperarse con más vigor y cargada con la frustración de las esperanzas creadas.

Gilbert Achcar profesor de la Escuela de Estudios Orientales y Africanos (SOAS, Universidad de Londres).

Fuente: http://www.vientosur.info/spip.php?article10704