Traducido para Rebelión por María Luján Leiva
Debemos repetirlo hasta el infinito. La Italia que ha introducido el delito de inmigración clandestina, la prolongación de la detención preventiva, que practica los rechazos reduciendo a cero el derecho de asilo, es un país sobre el abismo.
Está en acto, aquí y ahora, una transformación violenta de nuestra naturaleza. Un cambio antropológico, una corrupción histórica. Viene modificada la razón de ser de un pueblo, las bases constitutivas de la convivencia entre los humanos y se cancelan las bases del derecho universal junto al corazón solidario e igualitario de nuestra constitución.
Una de las culturas profundas y que hasta ahora estaban radicadas y que de esta manera están en riesgo de venir a menos es la del asilo, de la residencia y de la hospitalidad, tradición positiva de aquella que llamábamos «nuestra civilidad». Con los rechazos en el mar, con las rondas que privatizan y atizan el odio basándose en la seguridad, todos los días nuestra civilidad es negada.
Negado aquel derecho de asilo que existía en las iglesias cristianas hace dos mil años y que era parte constitutiva de la realidad de las Comunas que garantizaban la salvación del fugitivo y del oprimido que se había liberado de la servidumbre del vasallo. «Estás a salvo», decían, ofreciendo libertad y trabajo.
Después se dicen cristianos. No saben ni siquiera qué significa. Porque el cristianismo es acogida, la primera regla, el primer acto de amor hacia el expulsado. Hay un fragmento que recito en estos días con Franca Rame sobre San Ambrosio. En uno de sus discursos a los parroquianos la emprende contra los ricos y dice «recuerda que cuando oigas llamar a la puerta, mientras estás caliente y tranquilo bajo techo, el que llama es un hombre y ese hombre se llama Jesús». Piensen un poco.
Más aún. La cosa horrenda que nos disponemos a aceptar es que la hospitalidad sólo exista si se paga bien. Si el que viene a requerir la hospitalidad tiene la posibilidad de pagarnos. No. Sin embargo en ese intercambio desigual los míseros somos nosotros y el enriquecimiento entre las culturas parece una fábula hundida, precipitada a pico con la desesperación de los náufragos de las barcas, dentro de la apariencia-verdad televisiva.
Lo que se derrumba es aquella pequeña sensibilidad del vivir, patrimonio hasta aquí tan difundido. Antes se decía: ninguno recibirá sólo un vaso de agua si dice que tiene sed en nuestra puerta, le daremos también el vino. Es una expresión que se usa en el Véneto, en Lombardía, en Piamonte, en Sicilia, en todos lados. Ofrezcamos a cualquiera, antes aún de que nos lo pida. Hoy la única cosa que sabemos decir, gracias a la derecha en el gobierno, al populismo racista que alimenta, pero también a los muchos retardos y silencios de lo que hasta hora nos obstinamos en llamar izquierda es: Váyanse.
Tienen derecho a ser recibidos porque tiene derecho a huir de la guerra, de los regímenes dictatoriales que nosotros muy a menudo ayudamos por las materias primas por explotar. Y porque rechazan la miseria y el hambre. Dice la ONU que existen mil millones de seres humanos condenados a morir por la carencia de comida en las periferias y en las villas miserias y barracas de los continentes depredados como África y Asia.
Y nosotros sólo ofrecemos de tibio el racismo que es la antesala, abierta, del fascismo. Hoy en la calle y cada día en la realidad cotidiana debemos ser muchos para detener esta deriva, para gritar que los migrantes somos nosotros.
Dario Fo es Premio Nobel de Literatura, actor y escritor italiano.
http://www.dariofo.it/node/368
Artículo original en Il Manifesto, 17/10/2009