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Guerra, potencia y capital

Fuentes: Rebelión

Este lunes se cumplió un siglo desde el comienzo de la Primera Guerra Mundial, el primer conflicto armado de la era moderna que sentó las bases para establecer un nuevo sistema geopolítico, que aún conserva ciertos rasgos. La disolución de los últimos imperios explícitamente absolutistas de Europa, el reparto de las zonas de influencia coloniales […]

Este lunes se cumplió un siglo desde el comienzo de la Primera Guerra Mundial, el primer conflicto armado de la era moderna que sentó las bases para establecer un nuevo sistema geopolítico, que aún conserva ciertos rasgos.

La disolución de los últimos imperios explícitamente absolutistas de Europa, el reparto de las zonas de influencia coloniales en África y Oriente Medio -entre ellas, la actual Palestina-, el nacimiento de nuevos Estados-Nación, fueron sólo algunas de las consecuencias que dejó el primer gran conflicto mundial de la era moderna. La Gran Guerra explotó un 28 de julio de 1914 con el fin de establecer un nuevo equilibrio estratégico entre las potencias europeas, revolucionadas por los descubrimientos científicos y los profundos cambios políticos vividos en el siglo XIX.

La gran guerra del capital colonial

El detonante del conflicto, como los manuales indican, fue el asesinato del archiduque Francisco Ferdinando, heredero al trono del Imperio Austro-Húngaro, por parte de un grupo nacionalista bosnio. Los Hasburgo -lejanos parientes del actual rey español- culparon al único Estado de mayoría eslava en los Balcanes, Serbia, y luego de las amenazas, bombardearon Belgrado. Pero las razones profundas del conflicto hay que encontrarlas en el nuevo régimen de producción capitalista que se había desarrollado en Europa desde el siglo XVIII.

La revolución industrial y el impero napoleónico habían despojado a las viejas noblezas europeas de sus privilegios y su rol dominante, consagrando a la pujante burguesía urbana y terrateniente como la nueva clase hegemónica. Y fueron justamente las dos potencias más desarrolladas desde el punto de vista industrial las cabezas del conflicto: el Reino Unido, lugar de mayor expansión de la Primera Revolución Industrial -y líder de la Entente, alianza militar sellada con Rusia y Francia-, y el Imperio Germánico, que conoció un enorme crecimiento con la Segunda Revolución Industrial -principal potencia de la Triple Alianza, con el Imperio Austro-Húngaro e Italia, que al comienzo de la guerra se pasó de bando-.

El conflicto por el dominio de los mercados europeos, sus relaciones con el continente Americano y la expansión colonial en Asia y África fueron el telón de fondo de una guerra que, ganara quien ganara, sólo tenía como objetivo la expansión del capitalismo a nivel global.

Los últimos años del siglo XIX y los primeros del XX, lejos de la trasnochada imagen burguesa de una era de prosperidad y bienestar plasmada en la idea de la Belle Epóque, estuvieron marcados por un creciente conflicto social. Al avance de las nuevas lógicas de producción, basadas en la explotación inhumana del trabajo asalariado, se contrapusieron movimientos obreros y campesinos de una envergadura inusitada para ese entonces.

Millones de desposeídos comenzaban las primeras organizaciones socialistas, los sindicatos, los partidos populares que en las atrofiadas formas parlamentarias europeas de la época generaban pánico entre los liberales y conservadores de las grandes élites. La represión y la muerte estaban a la orden del día. No es de extrañar que este sea uno de los periodos de mayor emigración hacia América Latina por parte de obreros y campesinos que trajeron consigo aquellas ideologías detestadas por los poderosos en sus países.

Ante la necesidad de constituirse en potencias mundiales dominantes, y desbaratar el conflicto social ya encendido en todo el continente, las élites europeas no encontraron mejor remedio que alimentar las llamas nacionalistas, reluciendo antiguas reivindicaciones territoriales o sosteniendo el mandato histórico de tal o cual grupo étnico por sobre los demás. Una técnica conocida aún en el mundo de hoy y que tiende a amalgamar sociedades inestables detrás de una bandera y un estandarte para sostener la legitimidad de los poderes económicos que las foguean. Y fue así que el conflicto armado se convirtió en la única salida de este espiral.

La limpieza de la humanidad

Filippo Tommaso Marinetti, autor del famoso manifiesto futurista que dio vida a la era de las vanguardias artísticas europeas de la primera mitad del 1900, sostenía que la guerra tenía en sí propiedades higiénicas sobre los cuerpos sociales. La guerra es la limpieza de la humanidad, sostenía, y todo valor que enalteciera la fuerza, virilidad y belicismo de la raza humana debía ser cultivado y motivado hasta el extremo. La barbarie socialista era, por ende, débil y cobarde, y sólo la guerra hubiese proyectado un nuevo futuro de orden y calma para todas las naciones.

Queda claro entonces que el atentado de Sarajevo contra Francisco Ferdinando sólo fue la excusa para iniciar un rápido reacomodamiento de Estados y grupos sociales para luego continuar con la expansión colonial capitalista. Pero algo funcionó mal.

La guerra relámpago a la que todas las potencias se habían preparado durante la mal llamada paz armada se convirtió en una lenta, sanguinaria y degradante guerra de trincheras. 9 millones de personas murieron en combate entre 1914 y 1918. El gran viraje se dio en 1917, con el retiro de Rusia luego del triunfo de la revolución Bolchevique, el recrudecimiento de la guerra submarina desatada por Alemania contra Gran Bretaña y la aplastante victoria austriaca contra las impreparadas tropas italianas en Caporetto.

La posibilidad de que los imperios centrales ganaran la guerra empujó al entonces presidente estadounidense Wilson -que acababa de ganar las elecciones con un discurso fuertemente neutralista- a entrar en el conflicto a favor de la Entente. Si todo seguía así, EEUU no habría podido jamás cobrar la millonaria deuda que Gran Bretaña y Francia mantenían con Washington y los imperios centrales habrían obstaculizado su predominio en el libre comercio transatlántico. Es así como EEUU comenzó a inmiscuirse en los asuntos europeos y aún hoy los poderosos del viejo continente mantienen una actitud sumisa y condescendiente para con los gobiernos norteamericanos.

Por primera vez en la historia de Europa, un país extranjero participaba y mandaba en los tratados de paz que establecieron una nueva geografía continental y nuevas relaciones de fuerza. La prepotencia de Wilson irritó a más de un delegado -como en el caso de Italia, que se retiró como forma de protesta y obtuvo la mitad del botín que reclamaba-, y signó una nueva era de las relaciones diplomáticas internacionales, rumbo luego confirmado por el resultado de la II Guerra Mundial y la Guerra Fría.

Hoy, la construcción de una Unión Europea desde arriba hacia abajo, dominada por el sector financiero y viciada por la especulación desde sus altos mandos políticos, puede ser considerada un reflejo moderno de aquél continente seducido por nacionalismos y violencia. De aquella historia se dedujo la excusa de evitar los conflictos a través de la unión. Sin embargo, quienes la gestionan siguen siendo élites acomodadas.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.