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Secuelas del terrorismo de Estado

Heridas sin limpiar en Uruguay

Fuentes: Brecha

Unas doscientas causas por delitos de lesa humanidad permanecen impunes en Uruguay. Desde la vuelta a la democracia, sólo hay 13 sentencias definitivas. Las estrategias de dilación son tan efectivas que los represores mueren libres. Decenas de sobrevivientes brindaron su testimonio y sus pruebas en esta última década pensando que, con la llegada del Frente […]

Unas doscientas causas por delitos de lesa humanidad permanecen impunes en Uruguay. Desde la vuelta a la democracia, sólo hay 13 sentencias definitivas. Las estrategias de dilación son tan efectivas que los represores mueren libres. Decenas de sobrevivientes brindaron su testimonio y sus pruebas en esta última década pensando que, con la llegada del Frente Amplio al poder, por fin verían la justicia, pero ésta sigue tuerta y, cuando tarda, no es justa. ¿Qué consecuencias deja narrar lo vivido a un pueblo que no oye?

La nuca de Ivonne Klingler se eriza cuando escucha pasos a lo lejos. ¿Son ellos? «Nos llevó más de treinta años decir lo que nos habían hecho. El mundo está al revés: ya no puedo bailar cumbia, la ponían a volumen bien alto para torturarme.» Pasaron seis años desde la denuncia por violencia sexual como forma de tortura sistemática durante el terrorismo de Estado. En este período ya murieron tres compañeras, tres denunciantes.

«Hablar es sanador, pero también removedor.» Lo dice Lucía Arzuaga, con voz suave y segura. Es una de las 28 denunciantes y mira a la cámara para el spot de la reciente campaña «No hay derecho», que enfatiza la falta de justicia en causas de lesa humanidad. Detrás tiene los muros grises y resquebrajados de la ex cárcel de Miguelete.

Si no se tramita, el trauma se dilata volviéndose situación traumática, profundizada por el aquí-no-ha-pasado-nada o, lo que es peor, esto ya pasó. La impunidad y el olvido, que a veces parecen sinónimos, producen efectos negativos en aquellas personas directamente afectadas, pero también generan un daño psicosocial incalculable, considerando que no hay estadísticas oficiales sobre las víctimas y que la reparación dista mucho de ser integral (véase recuadro «Reparación en pedacitos»).

Para procesar y denunciar lo ocurrido, para dejar de ser marionetas de los represores, la reconstrucción de las historias personales y de la historia colectiva ha sido iniciativa de las víctimas, mediante talleres de memoria o literarios, psicodrama y terapias grupales e individuales.

Estados depresivos, ataques de pánico, dolencias físicas, conflictos familiares conforman «constelaciones sintomáticas» (1) en el espacio sideral donde deambula una persona que sobrevivió al despojo de su identidad y fue sometida a torturas aberrantes.

Dar testimonio en tiempos que parecían menos difíciles, tres décadas después y con el gobierno de izquierda tan deseado, podría haber habilitado un clima social que por fin escuchara y luchara por justicia. Con esporádicos intentos y sin grandes recursos destinados a políticas públicas de memoria, aquí seguimos.

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Nos buscamos la manera de sobrevivir, en colectivo. Nosotras. Nos juntamos. Por los compañeros. Por la lucha. Hacemos grupo. Nos narramos. Otra vez bordar, pero ahora palabras. En prisión bordé «Libertad» en armenio y bordo ahora ese encierro de desnudez y humillación. Cuento, recuerdo, me atraganto. Lo digo firme, otra habla bajito y temblorosa. No estoy segura de querer encontrarme con esa que fui. No me arrepiento de haber sido guerrillera. Eso es por lo que me detuvieron, no por ser mujer. Pero lo que nos hicieron tuvo características especiales por mi género, aunque a los varones también los violaron, pero de eso no se habla.

Penetración con objetos. El juez no entiende que eso es violación. Desnudez forzada: el juez tampoco comprende que eso es violencia sexual. El tipo de traje y corbata, que debe fallar a favor o en contra, me pregunta si me confundí, que yo le estoy diciendo que me llevaron a la Casa de Punta Gorda, pero antes le dije que vivía en otro barrio.

Puta, sucia, muda, loca. A veces me siento así. El delirio sólo se frena rodeados de afecto.

Después hay que volver. A la casa. A los hijos. A la vida. Dejar de ser espectro. Pero la capucha, aunque te la corras, la seguís cargando en la espalda.

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La espalda hecha añicos de Néstor Nieves. Plantón, caballete, gancho, en las antiguas oficinas de hacendados de La Tablada Nacional. La risa como escudo, provocación y resistencia. Allí donde hubo tanta muerte ¿cómo proyectar la memoria? Primero, resguardar el lugar para seguir buscando los cuerpos de Óscar Tassino, de Félix Ortiz, de Miguel Mato.(2) Mientras, este 22 de noviembre a las cinco de la tarde inaugurará una placa recordatoria de los horrores allí padecidos. Luego seguirá dando testimonio y construyendo memoria.

La intuición de Irma Correa la llevó hasta La Tablada, suponiendo que allí podía estar su marido. Todavía no hay respuestas, aunque se las exigieron a la Comisión para la Paz, pidiendo que les digan quiénes habían declarado que Mato pasó por allí.

Verónica Mato, su hija, cumplió 41 años el sábado pasado. El último recuerdo que tiene de su padre es cuando le regaló una bicicleta el Día de Reyes de 1982. Veintitrés días después lo secuestraron y desde entonces es una figura poética, dice ella, un desaparecido, algo que anda por ahí. Años de terapia en el Servicio de Rehabilitación Social (Sersoc) la ayudaron a construir su identidad como «hija de». Ahora, mientras mira a Néstor Nieves y otros que conversan en un descanso de la grabación de los spots, piensa: «Ellos están vivos y podrían ser mi padre. Los veo heridos».

Verónica nunca ha ido al último lugar donde fue visto vivo su padre. «El día que iba a ir a conocer La Tablada me vino un dolor de cabeza insoportable que me paralizó», dice.

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Nieves todavía teme a la electricidad y, entre los recuerdos que fluyen sobre las torturas padecidas durante su desaparición forzada en La Tablada y los cuatro años preso, dice chistes: cuenta que cuando lo metían en agua, para picanearlo, «me ponían sal y les faltaba vinagre para hacerme ensalada». No le festejamos el chiste. Lo miramos y escuchamos en silencio. Sus ojos se ponen llorosos, como los de su compañero Javier Tassino, hermano de Óscar, que también sufrió la prisión política. Ambos se quiebran un poco, bajan la mirada cuando hablan de sus hijos, de los reclamos que les han hecho por esos años de abandono. Tassino se excusa ante quien lo mira fijo: «Lo hicimos porque pensábamos que íbamos a darles un mundo mejor. Pero pasaron hambre, perdimos todo lo que teníamos».

La nieta de Tassino es quien obliga a la familia a recordar. Tiene 12 años, pero desde chiquita pregunta por el señor de la foto que su abuelo Javier tiene en su escritorio. Es el tío abuelo Óscar, de quien han rescatado casetes que le enviaba desde la clandestinidad a su otro hermano que vivía en Venezuela, cartas que le mandó a Javier entre el 75 y 77, el diario que Óscar escribió y que esta nieta terminó, escribiendo en las últimas hojas un pensamiento precioso que su tía Karina leyó en la presentación del libro Las palabras guardadas (Taller Ex Presar, 2017).

«Es bravo tener a una persona tanto tiempo sin la verdad. Es monstruoso que no quieran compartir lo que saben», dice Karina, que se pregunta desde hace 40 años dónde está su papá y qué hicieron con él, mientras recuerda cómo le dibujaba a su hermano algunos Superman y otros héroes para que jugara y luego los guardase en la bolsa de Los Justicieros. «Cuando volvió la democracia pensamos que mi papá iba a aparecer.»

Karina sabe que el informe que le entregó la Comisión para la Paz miente porque dice que su papá se suicidó cuando fue «sin custodia» al baño, algo imposible en un centro de represión. «La falta de verdad no te deja cerrar lo que pasó, y en tu cabeza sigue siempre esa imagen, como una nebulosa.»

«¿Cómo obtenés una sociedad más justa sin justicia?», pregunta Karina, educada en la solidaridad y el amor de su familia, en especial de su tía, que durante cuatro años la llevó a visitar a su mamá Disnarda Flores, primero en el Fusna, luego en el penal. En junio del 76 la encontraron en el Fusna; estaba desaparecida desde noviembre del 75. La niña entraba sola y se encontraba con su madre vendada y apuntada por armas. Karina luego tuvo hepatitis y desde entonces siempre anduvo muy sensible del hígado. Desde 2013 comenzó a participar del taller Ex Presar y está más aliviada de esos dolores. Antes no podía hablar. Escribir es su terapia. Dos años después colaboró en la producción de la exposición Ausencias, (3) que para ella significó poner el cuerpo, además de la palabra.

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Javier Tassino conoce el silencio de la muerte y la valentía de señalar al asesino de Álvaro Albi en Coraceros. Todavía hay quienes insisten en que ahí no hubo detenidos, pero Javier estuvo allí, y allí levantó su venda para ver quién había matado a su compañero. Dice que no le quedaron secuelas, aunque al rato recuerda el simulacro de fusilamiento un 29 de julio, en pelotas. Había caído con impermeable, bufanda y rompevientos. Al rato estaba desnudo. «No tengo secuelas, pero cuando hay apenas algo de frío me tengo que abrigar enseguida o me pongo horrible.»

Tampoco dice tener secuelas Baldemar Taroco, aunque su médica le diga que tiene la espalda «hecha pelota» y su esposa le diga que él «se traga todo» lo que le pasó, a diferencia de ella, que hizo terapia.

Ana María Reyes se cansó de ver cadáveres en los cuarteles buscando a su marido, Néstor Nieves, quien ahora sube la escalera de la redacción tomado de un bastón alto como él. Estuvo ocho años clandestino, durante ese lapso engendraron cuatro hijos: un varón, que tenía 7 cuando secuestraron a su papá, una niña de 4, y mellizas paridas en el Saint Bois cinco meses antes de la caída. Ana María parió sola las tres veces. Al recuperar la libertad, Nieves estudió y se recibió de médico, aunque el camino no fue fácil. Su hijo mayor es psicomotricista, otra de sus hijas trabaja en una guardería. Tras conflictos, desmayos, forcejeos, destratos, hace seis años decidieron hacer terapia familiar. Dicen que les hizo bien reunirse. «Fue una cosa interesante. Nuestros hijos hablaron por primera vez», dice Néstor.

Hay hijas jóvenes, nacidas después de la dictadura con mucho esfuerzo de sus padres por recomponer el matrimonio y apostar a seguir juntos, que buscan respuestas, relatos, detalles, y no los encuentran porque sus madres y sus padres no quieren contar. «La violencia extrema puede producir que las personas queden como cargadas y con temor a herir a los demás. Las detenidas conocieron la parte más horrorosa del ser humano: peligroso, destructivo, salvaje, lo que hace dudar de la condición humana y ataca la confianza en el otro y en sí mismo. Ese contacto con lo más descarnado genera una coraza», explica la psicóloga María Celia Robaina. «También es cierto que la gente, en general, no quiere saber lo que pasó. Todos queremos creer que el mundo en el que vivimos es previsible», agrega esta mujer que, desde chiquita, escucha los problemas de los presos. Su mamá y dos de sus seis hermanos fueron presos políticos. Como era menudita, a los 15 años María Celia parecía de 12: hasta esa edad pudo ingresar como niña a las visitas, y por eso podía entrar y sacar información del penal.

Ex integrante del Sersoc, luego de la Cooperativa de Salud Mental y Derechos Humanos y actual funcionaria de la Inddhh, Robaina realizó, junto con la trabajadora social Alba Pastorini, un acompañamiento psicosocial, entre 2010 y 2013, al grupo de ex presas políticas que presentaron la denuncia por violencia sexual.

Hablar es sanador, pero también riesgoso si no se tiene contención, advierte. «Es importante contar con un espacio grupal sólido, de confianza, donde poder decir lo que no se había contado nunca, ese dolor recóndito, callado, apretado.» La psicóloga destaca que esa experiencia sigue dando frutos porque varias denunciantes siguen involucradas en temas de memoria, verdad, justicia y reparación.

Declarar es «poner algo de alivio en una tensión tan fuerte, es decir: ‘Yo guardé este silencio mucho tiempo, ahora lo dije y le paso el peso a la justicia para que se haga cargo. Fui tratada por la justicia militar como alguien despreciable’. Declarar ante la justicia las hace salir del lugar desubjetivante de la tortura, las empodera como ciudadanas que construyen democracia. Ahora bien, cuando ese sistema democrático no responde, hablar deja un saldo negativo en quienes brindan su testimonio. Para hacerlo tuvieron que enfrentar muchos obstáculos, hablar con sus hijos, con sus parejas, se expusieron ante la prensa. Es necesario que el Estado uruguayo se haga cargo, investigue, brinde una serie de dispositivos de acompañamiento psicosocial para reparar de manera integral a las víctimas y haya justicia, que no deje impunes las causas», añade Robaina.

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Mabel Fleitas mira la puerta-ventana. Detrás de la cortina se dibujan sombras, se oyen voces, pero su mirada se desvía hacia la derecha. Al terminar la entrevista confiesa: «Si entraba alguien estoy segura de que me paraba de un salto, como en el cuartel».

Junto a sus tres hermanas y otros 20 adolescentes fueron detenidos en abril del 75 en el cuartel de Treinta y Tres. Todos eran militantes de la Ujc (Unión de juventudes Comunistas) Pasaron hasta junio allí, luego fueron enviados a dependencias del Consejo del Niño en Montevideo, o a la cárcel, si habían cumplido 18 años. «Si ya éramos pobres, salimos extremadamente pobres, sin la posibilidad de estudiar entre el 77 y el 79, porque se nos prohibía entrar en cualquier centro educativo, ni participar en clubes sociales o plazas de deportes.» Dolor, desarraigo. Insilio y exilio. Intentar rearmarse una y otra vez. Buscar al compañero. Buscar papeles: en Relaciones Exteriores, en el Inau (Instituto del Niño y Adolescente de Uruguay), noticias, comunicados que la mencionan y que prueban que le pasó lo que le pasó. Juntar papeles y querer tirarlos todos en la puerta de la Presidencia y gritar: «¡¿Qué parte no entendieron?!». Armar un archivo, el cuerpo de la prueba. Poner el cuerpo dando testimonio, acompañando a compañeros, escuchando a los adolescentes que tienen la misma edad que tuvo y dicen, al colocar la placa en el liceo al que fue, que ellos no quieren una dictadura. Repararnos. Estudiar bibliotecología, terminar algo para que la vida no quede trunca y no ganen ellos.

«Hice terapia diez años, después de un día en que me cayó la ficha de que la culpa me había calado. La negación es la manera de hacerte fuerte, habiendo pasado por descréditos sobre nuestro relato por parte del pueblo e incluso de algunos compañeros y de las propias familias -que no fue mi caso-. Un comunicado infame del Comando General del Ejército, reproducido por los principales diarios del país, nos marcó a fuego en el pueblo y en la capital. Fuimos inoculados con penicilina por supuestas enfermedades venéreas, aunque la mayoría éramos vírgenes todavía, apenas empezábamos a tener noviecitos. Sufrimos abusos sexuales y exámenes genitales sin consentimiento ni guantes por parte del médico que luego le ordenó a una de las detenidas una revisación mensual estando libre, perpetuando su tortura física y psicológica. Murió denunciado e impune.»

Perdieron piezas dentales por golpizas, por estrés, por mala alimentación. O comen sano y hacen ejercicio pero tienen el colesterol alto. ¿De dónde viene este estrés maldito? Varios integraron al miedo como compañero de por vida.

«Nos costó entender que tenemos que hablar -dice Klingler-. A esta altura hay que meter el dedo en la llaga, hace mucho daño ocultar. Eso, en este momento, es proteger este tipo de prácticas destructivas del otro. Las heridas siguen abiertas y no van a cicatrizar si no logramos una correcta visión de las cosas.»

Notas

1) Eatip, Gtnm-RJ, Cintras, Sersoc, Daño transgeneracional. Consecuencias de la represión política en el Cono Sur. Santiago, 2009. 

2) «Parar para seguir», Brecha, 3-XI-17. 

3) «Ese agujero», Brecha, 29-V-17.


Reparación en pedacitos

En diciembre de 2005 el doctor Ricardo Elena elaboró el informe «Fundamentos para una ley compensadora y jubilatoria de los sometidos a prisión prolongada y tortura (Ppt)» en Uruguay, que fue entregado por Crysol a los legisladores como insumo para la ley reparatoria. Se explica que el estrés causado por Ppt produce inmunodepresión y enfermedades de todo tipo: infecciosas, degenerativas, neoplásicas y psíquicas. «Hay un aumento de la frecuencia de enfermedades y de muertes, y menor expectativa de vida de los sometidos a Ppt que los no sometidos a esta agresión.»

Sólo considerando algunos de los casos consultados para esta nota, de los 50 denunciantes en la causa Boiso Lanza, cinco murieron: cuatro por cáncer, el restante por problemas cardíacos. De los 20 denunciantes por la causa de Treinta y Tres murieron cuatro: dos por problemas cardiovasculares, los otros fallecieron antes de los 40 años, en la indigencia. Tres de las 28 denunciantes por violencia sexual fallecieron de cáncer. Otras víctimas y familiares sufren problemas respiratorios o mal de Parkinson, ataques de pánico, miedo a la oscuridad, pesadillas con la tortura o insomnio por los recuerdos.

La Oficina de Atención a las Víctimas del Terrorismo de Estado fue creada para atender a las personas amparadas por la ley 18.033 y/o la ley 18.596, a sus hijos y nietos, con derecho a recibir en forma gratuita y vitalicia la asistencia psicológica, psiquiátrica, odontológica y farmacológica, recibiendo cobertura integral de salud según el prestador elegido.

Sin embargo, los distintos entrevistados señalaron que no alcanza, que el servicio se rige bajo una concepción médica, poco afín a terapias de otro tipo, y que queda restringida a Montevideo.

Por otra parte, no se contempla acompañamiento ni apoyo terapéutico antes, durante y después de declarar en las causas -como sí ocurre en Argentina-, aunque un proyecto de este tipo fue presentado a Javier Miranda cuando ocupaba la Dirección de Derechos Humanos del Mec (Ministerio de Educación y Cultura) e incluso llegó a Graciela Jorge cuando dirigía la Secretaría de Derechos Humanos para el Pasado Reciente, pero se les respondió que no había recursos para implementarlo.

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