El emplazamiento realizado por los burócratas de Bruselas al gobierno y al parlamento griegos para que, antes de que finalice el mes, acometa una nueva tanda de ataques contra su propio pueblo debe calificarse, sin circunloquios, como un caso de terrorismo y un crimen contra la humanidad por el que, algún día, tanto los burócratas […]
El emplazamiento realizado por los burócratas de Bruselas al gobierno y al parlamento griegos para que, antes de que finalice el mes, acometa una nueva tanda de ataques contra su propio pueblo debe calificarse, sin circunloquios, como un caso de terrorismo y un crimen contra la humanidad por el que, algún día, tanto los burócratas de Bruselas como los del FMI tendrán que ser juzgados, condenados y encarcelados.
Ya no existe coartada ni argucia argumental tras la que escudarse. Se sabe de sobra que con la venta final de los restos del Estado griego, la supresión de los derechos sociales más básicos y la liquidación de los servicios públicos en los que se sostiene la prosperidad de cualquier país -en especial, la sanidad y la educación- se envía directamente a la sociedad griega a la Edad Media y se condena a su población a décadas menesterosas de subsistencia en la semiesclavitud.
Es justamente eso lo que se quiere, y el objetivo real de aniquilación de la nación griega ya apenas se disimula. No se pretende que Grecia se recupere. Nadie ignora, y menos que nadie los canallas que gestionan los asuntos económicos de la Unión Europea, que la destrucción de las herramientas estatales que garantizan la pervivencia autónoma de cualquier sociedad moderna y la depresión de los salarios y las condiciones de vida de la mayoría de los ciudadanos harán desplomarse definitivamente el mercado interior y, con él, cualquier posibilidad de recuperación.
Lo que se busca es que Grecia pague, sin más. El pueblo griego va a ser exprimido hasta que no le reste ni una gota de sangre. Cuando quede del todo exhausto, los banqueros alemanes que se habrán embolsado en forma de beneficios económicos el fruto del sacrificio de millones de seres humanos obligarán a sus patéticos criados en el gobierno germano y en la Unión Europea a que destierren a Grecia, la cuna de Europa, fuera de la civilización a la que la propia Grecia dio nacimiento.
El comportamiento de los dirigentes políticos y los funcionarios de la Unión Europea es el propio de delincuentes asociados a tramas mafiosas de malhechores. No solamente no han impulsado investigación alguna acerca de las causas de la crisis económica y de sus responsables, sino que han encubierto, primero, a los financieros y especuladores que provocaron la ruina del continente y, en segundo lugar, han conspirado junto a ellos para apropiarse ilícitamente de la riqueza pública de todos los países europeos. Ésta es la descripción exacta de lo que ha sucedido. No es que los dirigentes de la Unión Europea sean tan idiotas que ignoren cuáles son los resortes por los que cualquier comunidad puede salir de la pobreza -esos mismos resortes que se están arrebatando a Grecia, pero también a España, a Portugal, a Irlanda, e incluso a Alemania y Francia, dado que son sus burguesías financieras y no los pueblos de estos dos últimos países los que se benefician del expolio-.
Nadie que no sea un imbécil químicamente puro desconoce que son los maestros, los médicos, los carpinteros, los albañiles, los oficinistas, los transportistas y todas aquellas personas en suma que contribuyen con su trabajo a la creación de la riqueza común los que sostienen un país. No es preciso empozarse en muy enrevesadas teorías económicas para entenderlo. Es en el trabajo en el que se basa la riqueza de todas las naciones, según declaró por cierto Adam Smith bastante antes de que Marx escribiera El Capital. Si no hay educación pública ni sanidad, si no existe trabajo ni los trabajadores disponen de recursos mínimos para vivir con dignidad, ninguna comunidad puede prosperar. Los especuladores siempre han sido parásitos sociales a los que la gente decente despreciaba; en tiempos de crisis, el castigo con el que la sociedad se protegía de ellos solía ser la prisión, y a menudo la muerte.
Hoy en día, sin embargo, el orden económico internacional está gobernado por una vulgar pandilla de criminales. Ha quedado lejos ya la época en la que la gran burguesía, sin perjuicio de su condición de clase dominante y explotadora, albergaba aspiraciones civilizatorias, era creativa e ilustrada. La oligarquía financiera actual es un lastre para el conjunto de la humanidad; para nuestra salvación no bastan tibias medidas de control de su voracidad; es imprescindible hacerla desaparecer. La creación de una amplia banca pública, en nuestro país y en otros, es un paso necesario; pero la reivindicación completa que hemos de enarbolar es la de la prohibición de la banca privada, la nacionalización íntegra de la banca. Y, del mismo modo, han de ser arrebatados de la propiedad privada todos los recursos esenciales para la subsistencia colectiva.
El camino hacia el socialismo ya no encarna una simple opción ideológica; se ha convertido en la única alternativa a un poder genocida.
Así pues, las dos jornadas de huelga general de la próxima semana, en las que sin duda el pueblo griego dará nuevas muestras de asombroso heroísmo, se transforman en una batalla dentro de la lucha por la civilización, podríamos decir que incluso por la supervivencia de la especie.
Es vital que no les abandonemos. Hay que denunciar la repugnante campaña propagandística que quiere hacer creer a los trabajadores del resto de países europeos que la conservación de su bienestar depende de que los trabajadores griegos pierdan el suyo, su futuro y su dignidad. Por el contrario, la derrota de nuestros camaradas griegos supone un paso más en la nuestra. «Todo para nosotros, nada para los demás», ésa es la máxima vil por la que, decía Adam Smith, los poderosos de todas las épocas se han conducido. Para hacerla efectiva, los poderosos del presente han determinado dejar de lado no solamente cualquier escrúpulo, sino también los rastros de legitimidad democrática con los que en el pasado retenían algunos de sus más feroces zarpazos.
Se han transformado en vulgares delincuentes incluso si se les juzga bajo los principios del Estado liberal clásico. Como tales hay que empezar a señalarlos, y a las muchas y razonables reivindicaciones que recorren las plazas y las calles de centenares de ciudades se habrá de añadir la de hacer justicia en el sentido más profundo y radical de la palabra. Esto ya ni siquiera es un sistema injusto; es una conspiración criminal, la más terrible, la más cruel, la peor de la historia. Se llama capitalismo.