Para hablar del guevarismo, del guevarismo del siglo XXI, utilizamos el concepto de «horizonte» en el sentido que le asignó la arqueología; es decir, como distribución de las características culturales en una vasta región durante un determinado período (por lo general muy extenso). También podríamos haber hablado del guevarismo como una «tradición ideológica», una «sensibilidad […]
Para hablar del guevarismo, del guevarismo del siglo XXI, utilizamos el concepto de «horizonte» en el sentido que le asignó la arqueología; es decir, como distribución de las características culturales en una vasta región durante un determinado período (por lo general muy extenso). También podríamos haber hablado del guevarismo como una «tradición ideológica», una «sensibilidad política», una «subjetividad política», una «subjetividad militante» o una «plataforma». Jamás de una «horma mental». Pero creemos que el sentido más recóndito del concepto de horizonte contiene a todas estas definiciones.
Vale aclarar que hace algún tiempo existe una caricatura del guevarismo que lo presenta como una corriente militarista pragmática, anti-intelectual, anti- ideológica y hasta anti-política. A lo largo de las últimas décadas, un conjunto de organizaciones han asumido el guevarismo en términos ora caricaturescos, ora sórdidos: el guevarismo como otra versión del «blanquismo» o reducido a una teoría «oficial» de la Guerra Revolucionaria. De este modo, han alimentado el estereotipo simplificador de la izquierda tradicional, dogmática y anti-guevarista, y también el estereotipo de la derecha.
El horizonte guevarista, al margen de sus versiones más folklóricas, setentistas y/o blindadas, se caracterizó por instalar enfáticamente la idea de la actualidad del socialismo y por resignificar la teoría de la revolución permanente en una clave creativa, enraizada, no dogmática, situada y eficaz.
Otro rasgo distintivo del horizonte guevarista ha sido y es su capacidad de articular varias tradiciones políticas revolucionarias y un conjunto extenso y heterogéneo de culturas emancipatorias que jugaron (y juegan) roles fundamentales en lo que respecta al rearme ideológico y político de las clases subalternas y oprimidas. Esa capacidad del guevarismo para hacerse cauce ancho y caudaloso, para conformarse como «ideología de lo periférico» respondió a diversos factores, entre otros:
- El énfasis puesto en la praxis real de las clases subalternas y oprimidas por sobre toda abstracción teórica o burocrática. Esto plantea, a su vez, la necesidad de una teoría dinámica, en permanente reelaboración, capaz de dar cuenta de las nuevas dimensiones abiertas por la experimentación popular en el marco de la lucha de clases. En ocasiones, por no hacer profecías, esta teoría dinámica se confundió con una teoría de la no teorización o, lisa y llanamente, con el oscurantismo. Craso error. El horizonte guevarista permite la apropiación de diferentes categorías culturales y su resignificación en clave emancipatoria y hace posible el desarrollo de una subjetividad colectiva que se educa (se auto-educa) en la praxis. Esta interioridad, este colocarse invariablemente en situación de inmanencia respecto de los procesos de masas, se traduce en la capacidad del guevarismo para dialogar con los procesos históricos populares y produce, también, la autoridad para criticarlos, para impulsarlos y/o encabezarlos.
- Un contenido humanista radical, revolucionario, expresado en una concepción del comunismo como una sociedad radicalmente nueva, anclada en requerimientos subjetivos -la idea del hombre nuevo y la mujer nueva- además de materiales. Este humanismo radical remite a la dimensión ética del guevarismo que retoma y resignifica los costados éticos del marxismo. El guevarismo constituye una reacción contra el sadismo propio del sistema capitalista. Pero una reacción «eficaz», crítico-práctica: «endurecerse sin perder la ternura».
- Un anticolonialismo, un latino-americanismo y un internacionalismo consecuentes y bien concretos, nunca declamativos y siempre orientados a lograr niveles altos de eficacia.
- La voluntad de hallar formas unitarias de acción en función de una estrategia común de los sectores revolucionarios. La idea de que una revolución no es tarea de una sola organización popular.
- El fracaso de todos los intentos por reducir al guevarismo a una doctrina o una forma de acción. El reduccionismo doctrinario o metodológico, las instituciones lógicas, las culturas homogeneizadoras, no encontraron en el guevarismo un suelo fértil. No resulta tan sencillo hablar de «posguevarismo» sin caer en alguna especie de simplificación y recorte arbitrario.
- Su permanencia en el tiempo como filosofía de la praxis inmanente y directa, una praxis de redención y utopía estructurante del presente. El proceso de estatización de la Revolución Cubana no logró deteriorar la potencia instituyente del guevarismo, su aptitud para alimentar la imaginación política popular. Se puede afirmar que, en buena medida, este proceso avanzó sobre el olvido o la memoria recortada del guevarismo. En el Discurso de Argel de 1965, el Che no sólo cuestionaba los afanes imperialistas de la Unión Soviética, sino también la noción del socialismo como sistema mono-cultural compulsivo y totalizante. El guevarismo es incompatible con toda forma de conformismo.
- Su facilidad de arraigo y extensión en la sociedad civil popular, sus aptitudes para descubrir el universal concreto en cada situación y, de este modo, hacerse cultura y modos de vida y multiplicar las resistencias: «crear dos, tres, muchos Vietnam», con el fin de modificar la correlación de fuerzas a favor del movimiento popular.
- Su versatilidad a la hora de luchar contra la fatalidad capitalista y contra el dominio de cualquier tipo de potencia objetivada (el capital, por ejemplo), sobre la potentia de los hombres y las mujeres.
Con un enfoque que, de alguna manera, daba cabida a lo identitario, con el reconocimiento de las especificidades de Nuestra América (y las de cada una de sus naciones); provisto de un método que buscaba traducir la teoría a las propias condiciones (y así producir nueva teoría, teoría situada); con una predisposición que permitió descentrar el Estado como objeto único de toda reflexión y de toda lucha, el guevarismo se constituyó en un campo de fusión de diversos legados, como la posibilidad misma de construir lo común emancipatorio con elementos divergentes. Esa condición ecuménica del guevarismo, su capacidad de sintetizar o mezclar -pero sobre todo radicalizar- experiencias, ideas, identidades, su idoneidad a la hora de construir la unidad de clase, son los elementos que mejor se han proyectado, sin dejar de transformarse permanentemente, hasta nuestros días.
Se trata de una condición que le permitió al guevarismo, a lo largo del los años y en diferentes contextos, asociar la cotidianidad popular con la política revolucionaria, las prácticas micro-sociales con los proyectos macro-políticos, lo sensorial y lo subjetivo con lo conceptual general.
Una condición que le otorgó licencia -hablamos principalmente de legitimidad- para articular los «sistemas de denuncia» (basados en identidades étnicas, culturales, de género, en tradiciones populares, en factores religiosos, ideológicos, etc.) con los movimientos contraculturales, con las culturas libertarias, con los pensamientos críticos y, sobre todo, con el marxismo.
El horizonte guevarista fue y es el locus de intersección de la teología liberación, la insurgencia indígena, el black power, la tradición nacional-popular (no burguesa, no populista), de las nuevas y viejas formas de la resistencia anticapitalista, anticolonial y antipatriarcal . El verdadero fantasma para las clases dominantes, para la derecha. El horizonte guevarista como locus de intersección hizo y hace posible diferentes mixturas de las que pueden participar: Jesús de Nazaret, Tupac Amaru, Simón Bolívar, Juana Azurduy, Flora Tristán, Carlos Marx, José Martí, Emiliano Zapata, V. I. Lenin, León Trotsky, Rosa Luxemburgo, José Carlos Mariátegui, Julio A. Mella, Mao Tse Tung, Amilcar Cabral, Frantz Fanon, Camilo Torres, John William Cooke, Mario Roberto Santucho, Miguel Enríquez, Raúl Sendic, Paulo Freire, Jean Paul-Sartre, Pier Paolo Passolini, entre otros y otras. De este modo, el guevarismo puede ser considerado como la cifra de una identidad política flexible, susceptible de ser apropiada y reinterpretada por cada militante popular.
En el contexto de este horizonte guevarista las experiencias de la «nueva izquierda» de los 60-70 se fueron eslabonando hacia delante. Primero con las de diversos colectivos y organizaciones populares que, en las décadas del 80 y del 90, resistieron a la ofensiva neoliberal y a la idea de la democracia como función de la hegemonía burguesa. Poco después con los colectivos y organizaciones que cuestionaron radicalmente los fundamentos del modelo neo-desarrollista y neo-populista y que han persistido en la búsqueda, desde abajo, de una alternativa anticapitalista.
El horizonte guevarista combinó un registro amplio y abierto con una mayor cercanía respecto de las contradicciones fundamentales. Ciertamente, sus límites fueron imprecisos y estuvo (y está) expuesto a las impurezas.
En relación a estas últimas, la más intolerable tal vez sea la que presenta una disociación del guevarismo y su principal orientación estratégica mencionada más arriba: la que establece la actualidad del socialismo en Nuestra América, en fin, la que se inspira en la teoría de revolución permanente presente en Lenin y Trotsky, pero también en José Carlos Mariátegui y Julio Antonio Mella. Son poco consecuentes, frívolas y superficiales las invocaciones guevaristas de los y las que creen que, en Nuestra América, las tareas democráticas pueden ser resueltas por «gobiernos progresistas» en los marcos impuestos por el capitalismo periférico. Son ingenuas, o abiertamente oportunistas, las invocaciones a un guevarismo sin socialismo. El «guevarismo etapista», constituye un oxímoron.
Asimismo, no podemos olvidar que existió y aún existen retazos de un guevarismo integrado al proceso de «modelización» de la Revolución Cubana. El modelo de revolución que se consolida en Cuba, básicamente después del asesinato del Che en La Higuera, Bolivia, en octubre de 1967. Se trata un modelo paradójicamente ajeno a las circunstancias concretas del proceso revolucionario histórico real. Es un modelo que posee una lógica que parte de algunos presupuestos no siempre evidentes: el reconocimiento implícito de la posesión de un conjunto de recursos y de una retaguardia (¡que es mismísimo Estado!). Esa lógica subyacente lo tornó un modelo poco apto para los movimientos revolucionarios que surgían desde el llano en medios hostiles, un modelo en donde primaban los aparatos, la «planificación logística» y la centralización.
Cabe señalar también que, al igual que la izquierda tradicional y dogmática, el horizonte guevarista no ha permanecido al margen de la confusión entre directividad y manipulación. No ha sido ajeno a las posturas políticas centralistas, a las metodologías antidemocráticas de resolución de las diferencias en el seno del campo popular. Tampoco ha sido impermeable a las frustraciones elitistas, al dogmatismo mecanicista, al fatalismo redentor y a la ceguera sectaria. Existe un guevarismo que se siente cómodo en los moldes preestablecidos, que tiene una visión estática de las interacciones sociales; un guevarismo que, por ejemplo, ubica «al partido, organización o núcleo político en el centro de anudamiento del proceso político. En ese sentido el núcleo se conforma como la cabeza y las agrupaciones de base en que él está inserto en sus brazos («el brazo sindical, estudiantil, territorial, etc.…)». [1]
Pero estas versiones del guevarismo no lograron opacar su dinámica general y su potencia revolucionaria que están más vigentes que nunca y a la espera de ser actualizadas y proyectadas por los movimientos sociales y las organizaciones populares de toda Nuestra América y todo el mundo periférico. Porque el Che se resiste a ser transformado en ídolo y sigue siendo el signo de una presencia.
El autor es Docente e investigador de la Universidad de Buenos Aires (UBA) y en la Universidad de Lanús (UNLa). Escritor, autor de varios libros publicados, entre otros: Introducción al poder popular (el sueño de una cosa); El socialismo enraizado. José Carlos Mariátegui: vigencia de su concepto de «socialismo práctico»; El Hereje, apuntes sobre John William Cooke. [1] La Caldera , Relación organización política y organizaciones de base, Serie documentos, Buenos Aires, La Caldera Ediciones, 2012: p.6.