Con casi 80 años a cuestas, el peruano Hugo Blanco, ex líder campesino, ex sindicalista, ex guerrillero, continúa peleando por la tierra. «Ya no es sólo por la reforma agraria, también por la defensa del planeta. Ser de izquierda hoy, ser revolucionario, es defender el ambiente, el acceso al agua, luchar contra la gran minería, […]
Con casi 80 años a cuestas, el peruano Hugo Blanco, ex líder campesino, ex sindicalista, ex guerrillero, continúa peleando por la tierra. «Ya no es sólo por la reforma agraria, también por la defensa del planeta. Ser de izquierda hoy, ser revolucionario, es defender el ambiente, el acceso al agua, luchar contra la gran minería, las hidroeléctricas que inundan, contra las causas del cambio climático», dice. Y sigue soñando.
No sabía ni imaginaba el hacendado Bartolomé Paz, que nada de pacífico tenía, que cuando marcó a fuego sus iniciales en la nalga de un humilde peón llamado Francisco Zamata marcaría también la vida del niño Hugo Blanco, contribuyendo a crear al más importante líder campesino de la historia de Perú. Desde entonces el hombre nacido blanco, doblemente, por piel y por apellido, eligió el cobrizo camino del indio como ruta de vida.
«En Cusco impactó mucho la revolución mexicana con su carga de indigenismo, muchos músicos fueron tocados por eso y empezaron a componer denunciando la situación; pintores como Sabogal también se ocuparon del tema, profesores que nos hacían cantar canciones que hablaban del llanto del indio, mi hermano que me daba literatura social, Jorge Icaza, Ciro Alegría, Rómulo Gallegos, la tristeza del indio en la guitarra de mi padre, todo eso me fue educando», recuerda Blanco en diálogo con Brecha.
«Yo estudiaba en el Colegio de Ciencias. Hubo un dictador, Manuel Odría (que daría un golpe de Estado en 1948), que puso a pequeños dictadores como directores de los colegios nacionales, un abusivo a quien le hicimos una huelga y logramos sacarlo. Yo era de base, ahí aprendí algo importante: a manejar el mimeógrafo.»
A los 20 años, Blanco emigraría hacia Argentina, con las orejas bien abiertas por las ganas de saber. «Terminé el liceo y me fui a La Plata, a estudiar agronomía. Allí estaba mi hermano Óscar, que era secretario general de la célula local del apra. Ahí siguió mi formación, escuchando a gente como Armando Villanueva, Carlos Enrique Melgar, leyendo a José Carlos Mariátegui, a Manuel González Prada, a Haya de la Torre. Ahí me enteré de que había habido una revolución en Bolivia en 1952.»
Con overol
Blanco cambió el aula por la fábrica. «El aprismo se estaba derechizando y del Partido Comunista mi hermano me hablaba muy mal. En mi búsqueda, que incluía a disidentes del apra, me quedé con el Partido Obrero Revolucionario. Después supe que era trotskista. Al tiempo se preparaba un golpe en Argentina y la clase media estaba a favor, incluyendo al estudiantado. La atmósfera de la universidad era irrespirable, entonces me metí de obrero, ahí me sentía bien.»
La idea era juntar plata para regresar a Lima, y eso hizo. Fue obrero textil, de la construcción, metalúrgico, hasta que encontró una fábrica grande y con sindicato. Pero llegaba a Perú el vicepresidente de Estados Unidos Richard Nixon, y los pequeños grupos de izquierda se unieron para repudiarlo: «Fue tremendo, mucho más grande de lo que habíamos imaginado». La imagen de aquel muchacho macetón e indomable empezó a hacerse conocida, y esta exposición pública motivó que por razones de seguridad el partido decidiera mandarlo a su Cusco natal.
Y allá fue, como siempre buscando algún sindicato. Por intermedio de su hermana, que trabajaba en un diario, empezó a organizar a los canillitas, niños de 12 o 13 años. Lo primero fue juntar dinero para hacer algo tan básico como carnés de trabajo, para evitar la persecución de la policía. «Un niño descalzo y en la calle era un delincuente. El dueño del periódico me hizo meter preso, pero los niños hicieron huelga y conseguimos cosas que no pensábamos.»
En la cárcel conoció a tres campesinos de la zona de La Convención, que le contaron la situación que padecían. «El feudalismo implantado por los españoles ahora se llamaba hacienda, y el hacendado era Dios, la autoridad, el juez. Castigaba, violaba, humillaba, cedía una pequeña porción de tierra al campesino que a cambio debía servir en sus tierras. Obligada estaba su familia, incluidos los niños, a trabajar en la cosecha, a veces las mujeres en la casa. Ellos, los hacendados, decidían cuántos días debían trabajar. Amo absoluto, si alguno faltaba mandaba al capataz a sacar prendas de la casa del campesino para pagar la falta. Podían ser ropas o herramientas. Este sistema se trasladó a La Convención, zona de selva.»
Ya no había más tierra en la sierra, y con el argumento de la colonización el gobierno comenzó a ofrecerla a precios irrisorios, formándose enormes latifundios; pero hacer de la selva terreno cultivable era un trabajo duro. «Los selváticos no entendían eso de trabajar para otros y se perdieron en la espesura del monte. Hubo que llevar gente de la sierra, pero no era su clima, no conocían las enfermedades ni las plantas que las curaban. La mortandad fue tremenda.»
Las primeras organizaciones sindicales surgieron para rebajar la cantidad de días que trabajaban para el patrón, que oscilaban entre 12 y 20 al mes. Los hacendados «considerados» negociaban con los campesinos a través de abogados. Los «duros» no conversaban, y menos negociaban. «A quién se le ocurre que voy a discutir con mis indios la forma en que tienen que servirme; mando presos a los cabecillas y asunto arreglado», pensaban y decían.
«Eran tres de esos cabecillas los que conocí en la cárcel», recuerda Hugo.
EL bautismo. Inicialmente resistido en la Confederación Campesina de Cusco por su filiación trotskista, acusado ridículamente de imperialista y «pro gamonal» (pro patronal) por quienes no pudieron arrimarlo a su rebaño, Hugo se ganó el derecho a ser en abiertas batallas callejeras contra la policía, resistiéndose a ser arrestado, arrestado al fin, haciendo huelgas de hambre. Finalmente fue reconocido por la Confederación, y el «agitador» del que hasta entonces se desmarcaban algunos dirigentes fue enviado a organizar sindicatos por todas partes.
Y comenzaron las huelgas. «No me daba cuenta entonces, pero era el inicio de la reforma agraria, los hacendados comenzaron a desesperarse. Andaban armados, sembrando miedo, amenazando. Si el campesino recurría a la policía la respuesta era peor: ‘indios sinvergüenzas, todavía quieren quejarse, el patrón tiene derecho a matarlos como perros’, decían. Ante esto se estimó necesaria la formación de grupos de autodefensa, y me encargaron la tarea.»
El no deseado bautismo de sangre era inevitable. El hacendado Pillco y un guardia civil habían ido tras el sindicalista Tiburcio Bolaños, y al no encontrarlo le dispararon a un sollozante niño de 11 años que simplemente no sabía el paradero de su padrino.
El sindicato decidió pedirle cuentas al hacendado. Y allá fue la comisión sindical, dirigida por Blanco. Pobremente armados sortearon el primer control policial, pero en el segundo los guardias estaban alertados. «Entramos al puesto, le relatamos al policía por qué estábamos ahí, le pedí rendición y quiso sacar el revólver. Disparé primero. Después me enteré de que ese policía era quien le había dado el arma al hacendado para dispararle al niño.»
Dos policías más murieron en enfrentamientos posteriores. Meses después Blanco fue ubicado. Y asumió como jefe del grupo la responsabilidad por las muertes. Vendrían tres años de detención. Lo llevaron ante un tribunal militar en Tacna. Lejos de Cusco, y con todas las irregularidades posibles, la ilegalidad fue la ley.
«¡Tierra o muerte!», gritó al entrar al juzgado, y en voz bajita le respondieron «¡Venceremos!». También sus compañeros, que se habían negado a declarase analfabetos y engañados por el «comunista» Blanco, como les sugirieron, esperaban la condena. Pidieron entre 25 años de prisión y la condena a muerte. Le ofrecieron deportarlo. «De haber aceptado hubiera perdido la posibilidad de denunciar el sistema del gamonalismo y el rol de la policía. Eso no se conocía, y la audiencia era pública. Además, hubiera sido traicionar a mis compañeros, que seguirían presos.»
Una campaña mundial con firmas de infaltables notables, como Jean-Paul Sartre y Simone de Beauvoir, entre otros, evitó la condena a muerte: le dieron 25 años de prisión.
Velasco
El ejemplo de Cusco cundió por el resto de Perú. Las tomas de tierras eran respondidas a balazos por el gobierno. Fue en ese contexto que se produjo el golpe de Estado nacionalista conducido por el general Juan Velasco Alvarado, que llevó la reforma agraria a todo el país. En 1970 se le presentó a Blanco la posibilidad de ser liberado. Pero chúcaro y orejano, el hombre que fue un dolor de cabeza para los gobernantes de derecha, para los comunistas, para los apristas, no haría excepción con Velasco. «Depende de ti que salgas mañana, me dijo una emisaria. ¿Cómo?, pregunté. Si te comprometes a trabajar por la reforma agraria con el gobierno. No, gracias, ya me acostumbré a estar preso, le dije. Una cosa es ser diputado, regidor de un consejo menor donde uno es elegido y puede decir lo que piensa, y otra es ser funcionario público. Pero como otros presos políticos sí aceptaron la oferta, la amnistía fue general y salí.»
Ya en libertad, sus compañeros insistían en que debía colaborar con el gobierno. «‘No puedes quedarte al margen de la historia’, me decían, y tanto insistían que dije: ‘Bien, sí voy a trabajar, pero con una condición, que no se haga la reforma agraria que yo quiero pero tampoco la que quiere el gobierno, que se pregunte a cada sector campesino si ellos quieren parcelas, comunidades o cooperativas’.»
Antes de que alborotara el avispero le prohibieron salir de Lima, y al poco tiempo el eterno inconformista fue deportado.
De todas maneras reconoce como positivas las medidas del general Velasco. «Destrozó el latifundio, el semifeudal de la sierra y el industrial de la costa. Pero no fue un proceso democrático, muchas cooperativas fueron hundidas por la burocracia. Eso sí, nacionalizó el petróleo, las minas, la banca.»
Prisión y exilio
Tras un corto tiempo en México, Blanco regresó a Argentina. Era 1971, gobernaba el general Agustín Lanusse, la última dictadura que precedería al retorno de Juan Perón. Al mes ya estaba encarcelado. Primero lo encerraron con los presos comunes, luego en Villa Devoto, y después en la cárcel donde estaban los militantes del Ejército Revolucionario del Pueblo (erp, de pasado trotskista como el suyo), en condiciones durísimas. «Otra vez la presión internacional se hizo presente y me fui al único país donde me podían recibir bien: el Chile de Salvador Allende».
Pero la tranquilidad le era esquiva a este hombre porfiadamente andino. El golpe de Augusto Pinochet lo lanzó otra vez a la clandestinidad. Una vez más tuvo suerte, que se le presentó con nombre y cargo: Harald Edestam, embajador de Suecia. «Me hizo afeitar, me puso el traje de su hermano, corbata negra, lentes, me sacó una foto y me dio un carné. Me transformé en Hans Blum, consejero de la embajada sueca.» Y pudo zafar.
«Me instalé en Suecia y recorrí Europa denunciando la dictadura de Pinochet. Después fui a Canadá y entré a Estados Unidos, donde hice una gira denunciando la violación de los derechos humanos en Latinoamérica y la participación de los gobiernos estadounidenses.» Era 1977, y en Perú una huelga general hacía tambalear el gobierno de Francisco Morales Bermúdez, quien había derrocado, con otro golpe, a Velasco Alvarado.
Volvieron los exiliados, y volvió él como candidato a la Asamblea Constituyente por el Frente Obrero, Campesino, Estudiantil y Popular (focep). «Los candidatos teníamos un espacio gratuito en la televisión para exponer nuestros proyectos, y a mí me tocó justamente después de un paquetazo feroz de medidas de ajuste. En lugar de hablar de mi proyecto llamé a la gente a plegarse al paro convocado por la central sindical cgtp. A las cinco horas ya estaba preso. También agarraron a Javier Diez Canseco, a Genaro Ledesma, y nos mandaron a Jujuy», en el marco del Plan Cóndor de cooperación entre las dictaduras de la región.
Lo que Morales Bermúdez no se animaba a hacer quería que lo hiciera la dictadura argentina de Jorge Rafael Videla: asesinar a Blanco. «Por suerte un periodista fotografió cuando nos bajaban del avión. Eso nos salvó la vida. Terminé en un calabozo de Buenos Aires, y otra vez a Suecia.»
En Perú, mientras tanto, fue presentado como candidato. Fue el más votado de la izquierda, y en 1980 asumió como diputado.
En las elecciones del 85 el dirigente trotskista no participó, volviendo a lo que mejor hacía: el trabajo de campo, literalmente. «Como dirigente de la Confederación Campesina del Perú (ccp) pedí que me mandaran a Puno. Las ‘súper cooperativas’, uno de los errores de la reforma agraria de Velasco, estaban en manos de los burócratas, y las comunidades reclamaban esas tierras. Corrían rumores de tomas y allá fui. Se recuperaron 1.250.000 hectáreas.»
En 1989 el gobierno de Alan García lo quiso desaparecer. «La gente de la zona de Pucallpa reclamaba un dinero que el Estado le debía por la venta de maíz. A fuerza de bloqueos de carreteras y ríos se logró no mucho, pero lo celebramos con un mitin. Estábamos cantando el himno cuando la policía disparó. Murieron 23 campesinos y 28 desaparecieron. Yo me refugié en una habitación de la Confederación y ahí me detuvieron. Me pegaron y me cubrieron la cabeza. Por suerte un campesino vio cuando me cargaban en un auto y llamó a la ccp, y de la ccp a Amnistía Internacional. Antes de tres horas de mi detención ya se reclamaba mi liberación en todo el mundo.»
El hombre que debería estar muerto, al año siguiente fue senador por Izquierda Unida hasta el golpe de Alberto Fujimori en el 92. Fue objetivo de los servicios de inteligencia y de Sendero Luminoso. Y otra vez optó por un exilio voluntario. «Me fui a México, y me tocó la suerte de vivir la época del levantamiento zapatista.»
La Tierra, con mayúscula
A los 78 años, Blanco sigue viviendo nuevos capítulos. La tierra y sus avatares, dice, no le permiten descansar.
Hoy la razón de su lucha es otra. Si años atrás era la posesión de lo que el diccionario de lengua española define como «terreno dedicado a cultivo o propio para ello», ahora es la defensa del «tercer planeta del sistema solar, habitado por personas». Pero las definiciones se entreveran y tanto la primera como la segunda son una sola en lengua quechua: la Pachamama, la madre tierra.
«Las razones ahora son otras, pero de todas maneras involucran a la tierra y al hombre: calentamiento global, minas a cielo abierto, agroindustria que envenena, hidroeléctricas que inundan», dice.
Y con su radicalismo de siempre combate en paz dirigiendo un periódico, Lucha Indígena, con el mismo entusiasmo de cuando imprimía los volantes en aquel mimeógrafo hace más de sesenta años en Cusco.
-¿Usted está en contra de toda la minería?
-De toda, sí. La minería responsable es un cuento chino. Antes, en la época de los incas, había vetas. De las vetas se sacaba el oro, se fundía y no perjudicaba a nadie. Ahora ya no hay vetas, entonces se tienen que volar cuatro toneladas de roca para sacar un gramo de oro. Eso es destructivo en cualquier lugar del mundo.
-¿Qué es ser de izquierda hoy en Perú, Hugo?
-Para mí la vanguardia política hoy acá es el movimiento anti Congi, el de Cañaris, Celendín (todos movimientos de oposición a proyectos mineros). Hoy de izquierda es aquel que está en donde está la lucha, y la lucha ahora en Perú, fundamentalmente, no únicamente, es en defensa del ambiente. Pero a la que hoy se dice izquierda, allí no la veo.
No hay una organización nacional, son todas regionales. Yo espero que se conozcan entre sí y hagan una sola. Ese es nuestro rol, hacer que se enlacen, y eso es lo que intento hacer.
-Cuando tenía 30 años esperaba que este presente fuera otro, ¿cierto?
-Sí, yo tenía esperanzas en la revolución. Ahora estoy más asustado que antes, ahora no se trata de lograr una sociedad más justa sino de la supervivencia de la especie humana. Igual hay cosas que me ponen optimista: el despertar de la gente contra el sistema en Grecia, en España, hasta en Estados Unidos. Pero no sé si tenemos tiempo. Fijesé (se señala el short que viste, la mañana es calurosa): ¿por qué ando así si no es verano?
¿Hugo Blanco vive todavía?, me preguntaron en Montevideo en enero.
Yo lo había visto un tiempo atrás en una marcha por el agua y contra la minería. «Creo que sí», dije entonces.
Sí vive, digo ahora, y más que muchos. Y aunque algo encorvado, sigue caminando. A favor del agua, a favor de la tierra, y a favor del hombre, aunque tenga el viento en contra, o al propio hombre.