Intervención para el X Encuentro Internacional de intelectuales, artistas y luchadores sociales en defensa de la humanidad, Plan de la Patria: pensamiento y acción de Hugo Chávez, celebrado en Caracas los días 25 y 26 de marzo de 2013.
El 12 de junio pasado, el Comandante Hugo Chávez Frías escribió, en su Programa de Gobierno para 2013-2019: «a la tesis reaccionaria del imperio y de la burguesía contra la Patria, nosotros y nosotras oponemos la tesis combativa, creativa y liberadora de la independencia y el socialismo como proyecto abierto y dialéctica construcción». La riqueza de esa proposición me inspira a hacer un breve comentario sobre algunas de las cuestiones que ella plantea.
La primera independencia, obtenida en la gesta continental que va de 1791 a 1824, fue insuficiente, pero fundó a nuestras naciones cuando la idea misma de nación era incipiente en Europa, creó nuevas identidades y nos aportó una extraordinaria acumulación cultural revolucionaria, un legado inapreciable al que atenernos y la necesidad de promover nuevos proyectos de liberación.
La gran Revolución haitiana, el Grito de Murillo, la obra, el pensamiento y el proyecto de Bolívar, Sucre –el antioligarca de virtud sin par–, la epopeya de Hidalgo y Morelos, y después la trascendente propuesta de Martí, confirmada por la sangre del pueblo cubano, le pusieron metas muy altas a la libertad, mucho más altas que las vigentes en Europa. Esos revolucionarios bregaban por el gobierno del pueblo desde mucho antes de que el liberalismo europeo se decidiera a aceptar y utilizar su democracia. Le dieron un lugar preferente a la igualdad y la justicia en sus combates, algo que negaba los fundamentos mismos del sistema colonialista-imperialista que se fue desarrollando en el mundo, y que puso al derecho internacional y a la conciencia común a su servicio. La resistencia, la rebeldía y el proyecto de la América nuestra resultaban opuestos incluso a los fundamentos ideales burgueses de la civilización como misión patriarcal colonial de las potencias, y a su racismo «científico», que eran dominantes hace un siglo en el mundo espiritual y de las ideas.
En América del Sur, las guerras de independencia se internacionalizaron, la independencia se consideró parte de una épica y un proyecto americanos y así quedó fijada en la conciencia social. Hidalgo se proclamó «General de los ejércitos de América»; Morazán intentó lograr la unión centroamericana. Esa experiencia nos permite hasta hoy referirnos a hechos históricos cuando pretendemos una integración continental.
En estos dos últimos siglos, los que han ejercido la dominación les han negado a amplios sectores de la población la igualdad real, la justicia social y muchos derechos en sus repúblicas, en todo lo que consideraron necesario y todo el tiempo que han podido hacerlo, para defender y ampliar sus ganancias, mantener su poder político y social y su propiedad privada, con un ordenamiento legal y político favorable a ellos. Han preferido no ser clase nacional y, cada vez que ha sido necesario, han sido antinacionales. Al mismo tiempo, el capitalismo mundial se impuso en la región de acuerdo a las características de sus fases sucesivas, mediante su viejo y su nuevo colonialismo, aplastando resistencias y rebeldías, cooptando y subordinando, hasta que en la actualidad su propia naturaleza imperialista saqueadora, parasitaria y depredadora ha cerrado la posibilidad de que bajo su sistema la América Latina pueda satisfacer las necesidades básicas de sus pueblos, mantener las soberanías nacionales, desarrollar sus economías y sus sociedades, defender y aprovechar sus recursos y organizar su vida en comunión con el medio natural.
Pero una constante latinoamericana y caribeña de resistencias, ideas, combates y sentimientos ha mantenido vivo el carácter popular del legado patriótico, sin entregarlo a los burgueses cómplices y subalternos del capitalismo imperialista, y le ha ido aportando desarrollos. El Presidente de Venezuela, compañero Nicolás Maduro, recordó en el funeral de Estado del Comandante Chávez en la Academia Militar los avatares póstumos del Libertador y de Sucre. Cada época tuvo sus logros y sus avances, porque, en su saldo histórico, ninguna revolución verdadera es derrotada.
El largo camino ha brindado conocimientos y certezas, que ayudan a los que se han puesto en marcha en este continente a tener una conciencia superior. La primera región del Tercer Mundo que logró crear Estados independientes y mantenerlos aprendió que el capitalismo también podía desarrollarse y establecer sistemas de dominación nuevos, neocoloniales, más funcionales a su madurez que el bárbaro colonialismo, y así subordinarnos, dividirnos y perpetuar nuestra condición mísera e inerme, teniendo a las relaciones económicas capitalistas como centro de esa dominación. Pero no por eso los revolucionarios despreciaron a sus repúblicas. Al contrario, levantaron en una sola bandera la causa del verdadero patriotismo y la causa de las luchas de las clases explotadas y oprimidas.
Hemos tenido que ir más lejos que compañeros de otras regiones, que no lograron entender que esta mitad del mundo no podía considerarse «atrasada» y resignarse a vivir en supuestas etapas intermedias en espera de una providencia ajena. Que para poder ser nosotros, y para pelear por ser realmente libres, teníamos que pensar con cabeza propia.
Cuando la libertad y la justicia son planteadas de tal modo y con tanta hondura desde el inicio, la independencia tiene que tornarse liberación nacional, y la justicia social, socialismo. Experiencias y estudios, combates y debates, han sido el taller y la escuela. Un avance fundamental está en la comprensión de la relación que ha existido históricamente entre la independencia y el socialismo. No ha sido fácil ni rápido, una cultura entera universalizante ha estado en contra de que lo entendamos, sobre todo desde el imperialismo, que levantó promesas sucesivas, como el progreso, el panamericanismo y el desarrollo, siempre dirigidas a conducir a los emprendedores, confundir a todos y neutralizar y vencer a los rebeldes y a los que querían avances para sus países. El capitalismo actual ha perdido la posibilidad de ofrecer promesas, solo propone palabras como éxito y fracaso, imágenes e informaciones controladas en un sistema totalitario de formación de opinión pública y conversión de la gente en el público –el rostro de un mundo despiadado en que todo es mercancía–, y reparte algunos premios para los cómplices. Sin embargo, no podemos subestimar su poder, su agresividad y su criminal inmoralidad, ni los atractivos de su colosal capacidad de manipulación cultural.
Pero también hemos encontrado muchas dificultades y obstáculos en nosotros mismos. En la nación independiente que no sabe ser la nación para todos sus hijos, y el gobierno que ante las crisis no lleva su desafío frente a enemigos tan poderosos hasta cruzar la frontera de darle más poder al pueblo, que es al final su única fuerza, y convertirse en un poder popular. En la educación y la cultura que, en países formalmente independientes, siguen siendo escuela y agencia de colonización de las mentes y los sentimientos, sostén de desprecios y exclusiones de una parte del propio pueblo y refugio de la legitimación de las dominaciones de unas personas sobre otras. En los Estados que no logran liberarse de las marcas infamantes de la época de balcanización, y en los que levantan demasiado la ventaja particular en sus tratos con los países que su interés estatal bien entendido debiera considerar como hermanos.
Otra América nuestra es posible, porque hemos ido creando sus cimientos. Para que tomemos posesión de esa fuerza fue que el Presidente Chávez se lanzó a liberar el pasado. Una historia en la que Simón Rodríguez enseñó a Simón Bolívar que es necesaria una revolución social, cultural y económica junto a la revolución política. En la que Sandino dirigió una gran insurrección de campesinos pobres que pelearon durante seis años contra el invasor yanqui sin ser derrotados, y le pudo escribir a un dirigente comunista que su ejército era la vanguardia del proletariado de la América Latina. En la que el Che, entre tantas lecciones incomparables de pensamiento y de acción que dio, afirmó que en este continente se hará «revolución socialista o caricatura de revolución», y que para triunfar, habrá que instaurar gobiernos de corte socialista. Y el líder de la herejía cubana, Fidel, que es tan grande y es de todos, aclaró hace más de cuarenta años que el gran revolucionario Carlos Marx concibió el socialismo como consecuencia del desarrollo, pero en nuestro mundo, será el socialismo el que haga posible el desarrollo.
Ese socialismo, dice Chávez hace dos años, tiene que ser un poder, pero un poder del pueblo, una nueva concepción de poder y una nueva forma de crear poder y distribuir poder. Como reza la Constitución venezolana, en un Estado democrático y social de derecho y de justicia que propugna como valores superiores la vida, la libertad, la justicia, la igualdad, la solidaridad, la democracia y los derechos humanos. Y en su texto de junio de 2012: «Este es el tiempo, como nunca antes lo hubo, de darle rostro y sentido a la Patria Socialista por la que estamos luchando».
Ya sabemos que la bonanza económica por sí sola no trae ningún avance real para las mayorías, y las modernizaciones bajo un régimen de dominación traen consigo, en el mejor caso, la modernización de la dominación. La actividad liberadora es lo decisivo, ella es la que será capaz de darle un sentido a las fuerzas sociales económicas. El carácter de una revolución no está determinado por la medición de la estructura económica de la sociedad, sino por la práctica revolucionaria. En las condiciones desventajosas de la mayoría de los países del mundo, la transición socialista y la sociedad a crear están obligadas a ir mucho más allá de lo que su «etapa del desarrollo» supuestamente le permitiría, y ser superiores a la reproducción esperable de la vida social: consistir en simultáneas y sucesivas revoluciones culturales, que las vuelvan invencibles. Es preciso acometer la creación de una nueva cultura, que implica una nueva concepción de la vida y del mundo, al mismo tiempo que se cumplen las tareas imprescindibles, más inmediatas, urgentes e ineludibles.
Lo decisivo es que existe una gran acumulación cultural en este continente, de capacidades económicas, cultura política y social, identidades, experiencias e ideas, de poderes populares y procesos autónomos que buscan bienestar para sus pueblos y tienen voluntad de integración y unión. Esa acumulación cultural nos hace capaces de enfrentar en mejores condiciones que las otras regiones del mundo los males a los que ha sido sometido en las últimas décadas y la rapacidad y las guerras actuales del imperialismo, y de emprender en consecuencia transformaciones profundas que hagan posible y conviertan en realidad lo que impide el sistema capitalista.
Somos los herederos de una tradición maravillosa, que convirtió lo que en el Viejo Mundo y en las ideas colonizadas se consideraban luchas nacionales burguesas o rebeldías primitivas de grupos sociales arcaicos en unas formidables revoluciones de los humildes y sus guiadores y representantes, lanzados a conquistar la asunción de la plena soberanía sobre nuestras patrias y el pleno dominio sobre nuestros recursos, y desde ellos, como plantea el Plan de la Patria, asegurar la mayor suma de seguridad social, estabilidad política y felicidad.
Hay que llamar a las cosas por su nombre. El socialismo es la forma nuestra, latinoamericana, de ser independientes.
Fernando Martínez Heredia es investigador cubano, galardonado con el Premio Nacional de Ciencias Sociales 2006.
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