La delicada situación política que vive Ucrania, con violentos disturbios en varias ciudades, donde una tenaz multitud pide, entre otras cosas, la dimisión del presidente Yanukóvich, ha de analizarse en el marco y el juego de dos fuerzas potentes y contradictorias, presentes con desigual predominio en este país desde el momento de la desintegración de […]
La delicada situación política que vive Ucrania, con violentos disturbios en varias ciudades, donde una tenaz multitud pide, entre otras cosas, la dimisión del presidente Yanukóvich, ha de analizarse en el marco y el juego de dos fuerzas potentes y contradictorias, presentes con desigual predominio en este país desde el momento de la desintegración de la URSS (1991): una de ellas apunta hacia Occidente (Unión Europea y OTAN) y la otra hacia Rusia. La primera prolonga la estrategia occidental de inclusión en el dispositivo militar de la OTAN de los países del Este europeo que van integrándose en la UE, política de largo alcance que pretende sin disimulos cercar a Rusia y en la que se pretende incluir a Ucrania y las repúblicas del Cáucaso; la segunda constata la influencia creciente de una Rusia que va recuperando poco a poco el papel internacional de la extinta URSS, tras dos décadas de sustanciales (y humillantes) pérdidas en su hinterland histórico. El cuadro repite el panorama geoestratégico que por largos siglos ha ilustrado las tensiones de Europa oriental, con el simple objetivo de frenar y vigilar a Rusia en su flanco del Mar Negro (y, de paso, su presencia en el Mediterráneo).
Occidente no ceja en atraer a Ucrania a su órbita económica, política y militar. Como ya sucedió en la llamada «revolución naranja» de 2004 la presencia norteamericana trabaja en ello de forma insistente, ahora con menos escrúpulo u ocultación. Si entonces se hizo evidente la actuación de algunas de esas fundaciones que trabajan en numerosas partes del mundo «por la democracia» (aunque en realidad lo que hacen, sin gran misterio, es apoyar política y financieramente a los líderes o candidatos del gusto de Washington) ahora la injerencia norteamericana se ha superado a sí misma con la presencia, ostentosa y provocadora, de los senadores conservadores McCain y Murphy, que han acudido a arengar a las masas insurgentes que se supone anhelan la libertad que les prometen la UE y Occidente.
Quizás la novedad más significativa en este juego descarado de intromisiones sea la intervención alemana, de tipo político, diplomático y, se supone, financiero, que en esta ocasión se vuelca en Vitali Klitschko, ese boxeador ídolo de masas que lidera el partido UDAR (acrónimo que significa «puñetazo»), que consiguió su fama como púgil viviendo durante años en Alemania y que ya ha anunciado su candidatura a las elecciones presidenciales de 2015. Tanto la canciller Merkel como el ministro de Exteriores Westerwelle, la fundación Adenauer y el sensacionalista rotativo Bild apoyan a Klitschko y, es de esperar, su alternativa política para Ucrania. Digamos que Alemania protagoniza la injerencia euro-comunitaria pero en beneficio propio, comprometiendo a toda la UE con sus ambiciones. Berlín prosigue, con cada vez menos tiento (es decir, con más arrogancia) su política de fagocitar a todos -insistamos: todos- los países del Este forzando su integración en la UE, reúnan o no las condiciones que habitualmente Bruselas impone. Es el Drang nach Östen de otras veces, ese expansionismo hacia lo que la Alemania de siempre considera espacio vital; y también como siempre en pugna con el gigante ruso, aprovechando (o creyendo en) sus debilidades.
Ucrania ofrece, en esta coyuntura histórica, la posibilidad para la Alemania en auge de un Estado satélite de hecho, suministrador de materias primas sin cuento y de mano de obra barata y sumisa. Los norteamericanos también parecen proceder por su cuenta en su descarada ofensiva, aunque lo que pretenden es, desde luego, instalarles la OTAN a los rusos desde Ucrania, ese flanco sur-suroeste del Mar Negro, amenazando los movimientos de la flota basada en Sebastopol (Crimea); este objetivo de la inclusión en la OTAN se alcanzaría siguiendo el modelo observado en las ampliaciones europeo-orientales de los años 2004-2007, es decir, tras la etapa previa de la integración en la UE. Por supuesto que Alemania no plantará cara a una Rusia decidida a liberar sus fronteras de amenazas indeseables (es pronto para Berlín para enfrentarse a Moscú en el terreno estratégico, y cuando esto se produzca será con toda probabilidad en el Báltico). Pero lo lógico es pensar en la sintonía, básica y global, entre la Unión Europea y los Estados Unidos a la hora de frenar a Rusia.
Visible y comprensiblemente Rusia se incomoda, se impacienta y se apresta a decir que no. Ucrania es su reto más decisivo, una vez «perdidas» sus fronteras de los países bálticos, Rumanía y Bulgaria. Por eso, porque Moscú considera que ya ha sufrido demasiadas amenazas y cercos, se niega a ceder en Georgia y en Ucrania, y pretende ir recuperando cuotas de seguridad en las repúblicas centroasiáticas, donde ya existen bases militares norteamericanas procedentes de esos años de debilidad (aunque hubo cierta aquiescencia debido al problema de Afganistán, asunto también preocupante para Moscú). Para Rusia, Ucrania y también Bielorrusia constituyen territorios donde no puede consentir amenazas militares por numerosas razones en las que los elementos estratégicos son evidentes y quizás predominantes, pero no los únicos; han de añadirse los vínculos étnicos y religiosos (la gran «nación eslavo-ortodoxa», de funcionalidad histórica innegable), los lingüísticos (el 30 por 100 de la población, de las regiones orientales y meridionales, es rusófona, incluida Crimea), el carácter de territorio ineludible para el trasiego del gas siberiano hacia Europa…
La dramática crisis global en que ha vivido Rusia desde que se deshizo el sistema soviético y se alzaron con el poder el clan Yeltsin y sus neoliberales supuso en el ámbito de la política exterior una dolorosa pérdida de influencia y de control sobre territorios que hasta entonces pertenecían a la rígida órbita del poder soviético. La breve guerra de Georgia de agosto de 2008 -demoledora para ese país, cuyo gobierno osó desafiar a Moscú impelido, sin duda, por los Estados Unidos- marcó en el terreno de los hechos que la Rusia del momento ya no era la que hubo de encajar -con su protesta pero incapaz de oponerse al decidido oportunismo occidental de extender su ámbito de influencia global hasta sus fronteras- el menosprecio y la hostilidad de Occidente con la integración masiva y acelerada en la UE y la OTAN de países que constituyeron su espacio de seguridad durante 70 años. Y en relación con Georgia, donde la presencia militar norteamericana era y es un hecho, Moscú ya advirtió que «no consentirá su integración en la OTAN». Que no descarte Occidente que Rusia pueda asestar algún zarpazo más en semejantes coyunturas, si es que los cálculos erróneos de alguno de sus vecinos le da pie.
La Rusia de Putin -por más que carezca de los estándares occidentales aplicables a un sistema democrático, a la economía de libre mercado o a los derechos humanos- tiene previsto recuperar con contundencia su papel pasado y eso debiera de considerarse bueno para las relaciones internacionales globales. Las intervenciones de Moscú en crisis como la de Siria o la del Irán nuclear constatan ese avance y, de forma inevitable, el final de la superioridad norteamericana como potencia única universal, que tantos desmanes le ha permitido perpetrar en todo el planeta desde 1991. Esto conlleva, o así debiera ser, un avance desde Europa en la comprensión, al menos geoestratégica, del mundo eslavo y, muy especialmente, de Rusia (la actual y la de siempre).
(*) Pedro Costa Morata es ingeniero, sociólogo y periodista.