Sabido es que a principios de 2003 muchos artistas e intelectuales dieron la cara, entre nosotros, para repudiar el apoyo que el gobierno español de aquel momento dispensó a la agresión norteamericana en Iraq. Significativo es que el espasmo de contestación y de iconoclastia que entonces se hizo valer falte hoy, y de manera llamativa, […]
Sabido es que a principios de 2003 muchos artistas e intelectuales dieron la cara, entre nosotros, para repudiar el apoyo que el gobierno español de aquel momento dispensó a la agresión norteamericana en Iraq. Significativo es que el espasmo de contestación y de iconoclastia que entonces se hizo valer falte hoy, y de manera llamativa, al calor del tratado constitucional que –dicen– es objeto de debate en estas horas.
Para certificar lo anterior me va a permitir el lector que eche mano de algo que me ha tocado vivir. En noviembre remití a un buen puñado de amigos –y amigas– de la farándula y de las letras, por correo electrónico y de forma personalizada, un manifiesto que lleva por título «Para construir otra Europa, digamos no al tratado constitucional». Vaya por delante que se trataba de un texto –así lo entiendo yo– sesudo y bien redactado, que de manera educada llamaba la atención sobre las numerosas dobleces del tratado de marras. Las reglas de la cortesía más elemental sugieren que, cuando uno recibe un mensaje de alguien a quien conoce, está en la obligación, qué menos, de acusar recibo y darle la respuesta que estime conveniente. No fue esto, sin embargo, lo que ocurrió en la abrumadora mayoría –alguna excepción afortunada hubo– de los casos.
Curioso es que unas semanas después, casi todos los amigos y amigas cuya firma había recabado en noviembre se inclinasen por subscribir un anuncio que, promovido por la Sociedad General de Autores de España y publicado a plana entera por los principales periódicos una mañana de domingo, recogía el contenido –creo recordar– de un par de artículos del tratado constitucional que son de ésos que nadie en su sano juicio se atreverá a rechazar. En los últimos días, y sin ninguna intención aviesa, he telefoneado a algunas de las personas de las que hablo para pedirles que participasen en mesas redondas concebidas para debatir el contenido del tratado constitucional. No sé si al lector le sorprenderá la respuesta que he recogido en todos los casos: resulta que de entre los firmantes del manifiesto de la SGAE con los que me he puesto en contacto, todos se han inclinado por rechazar mi invitación con el argumento, a buen seguro que contundente, de que no han leído el tratado y no están en condiciones, claro, de opinar al respecto…
No pidamos, con todo, peras al olmo, y ello por mucho que el perfil de la campaña institucional que padecemos –asentada en la difusión de artículos del tratado constitucional que difícilmente llaman al rechazo–
se antoje un tanto lamentable siquiera sólo sea por una carencia elemental: no se barrunta ningún designio de alentar en paralelo un debate franco, hecho que por sí sólo invita a dudar de la textura democrática del proceso en que estamos embarcados. Contentémonos con lo que hay, porque las cosas siguen un derrotero llamado a convertir todo lo anterior en mera e irrelevante anécdota.
Estoy pensando, sin ir más lejos, en el esperpento del que daba cuenta el 13 de enero el diario ‘ABC’. El rotativo madrileño, con innegable sorna reflejada en una fotografía que recogía un patio de butacas completamente vacío, refería lo ocurrido en Sevilla con ocasión de un acto en el que intelectuales y artistas se pronunciaron en favor del tratado constitucional. No me resisto a reproducir las declaraciones que el periódico en cuestión recogió de labios de dos de los invitados: «Los del Río, que confesaron ‘no haber leído’ la Constitución, manifestaron que ‘votaremos sí porque lo hace la mayoría; nosotros siempre vamos con la corriente’. Señalaron ‘que la Constitución ha de defender nuestros productos, sobre todo el aceite de oliva y la música’, y subrayaron que ‘nuestra Macarena triunfó en todo el mundo, fue un producto que salió de nuestro país y, por todo esto, la Constitución tiene que luchar’. Sugirieron a la plataforma que ‘nos encarguen el tema que abandere el sí a la Constitución'».
Declaraciones tan contundentes no merecen mayor glosa. Invitan, por no decir que obligan, a reflexionar, eso sí, sobre lo que tenemos entre manos. Antes lo he dicho: si el tratado fuese objeto de una discusión abierta, pedagógica y plural, actos como el convocado en Sevilla por una plataforma que se autotitula ‘cívica’ configurarían una anécdota menor. Por desgracia no es así, y uno está obligado a concluir que, siendo legítimo que un famoso se incline por apoyar el tratado que nos ocupa –faltaría más–, a quienes han decidido hacerlo a viento y platillo, tras haber contestado una guerra ignominiosa dos años atrás –no recuerdo que fuese el caso, bien es cierto, de Los del Río–, y empleando recursos que a otros nos faltan, lo menos que cabe exigir es seriedad en el argumento y en el compromiso. Y un poco de desapego, por qué no, con respecto a las prebendas que algunos, sin duda los menos, esperan obtener como recompensa de su docilidad de estas horas.
Carlos Taibo es profesor de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid y colaborador de Bakeaz.