Sentenció para los siglos Bolívar, «Divididos seremos débiles, menos respetados… la unión hará nuestra fuerza y nos hará formidables a todos.» En este libro Nils Castro pone al servicio de esa gran verdad su amplio conocimiento de las diversas luchas nacionales en América Latina y el Caribe, su vasto dominio de la teoría política, su […]
Sentenció para los siglos Bolívar, «Divididos seremos débiles, menos respetados… la unión hará nuestra fuerza y nos hará formidables a todos.»
En este libro Nils Castro pone al servicio de esa gran verdad su amplio conocimiento de las diversas luchas nacionales en América Latina y el Caribe, su vasto dominio de la teoría política, su lucidez y la experiencia de su militancia inclaudicable.
Como puertorriqueño, desde esta nación latinoamericana y caribeña, desde esta frontera imperial de las Antillas, hago en este prólogo unas reflexiones sobre la nacionalidad y el nacionalismo y su relación con la profunda transformación económica, social y política que Nuestra América requiere, asunto crucial que tan certeramente Nils Castro analiza cuando aborda respecto a Puerto Rico lo «relativo a la dialéctica entre lo nacional y lo clasista» en su capítulo Puerto Rico: Tenacidad en medio del mar.
I
Nils Castro, como panameño de credenciales izquierdistas impecables es, también, heredero de un nacionalismo fraguado en la confrontación en su propia tierra con el poderío y la prepotencia de Estados Unidos. Como tal, es de los que saben que la izquierda no puede ni debe permitir que los conservadores y reaccionarios se apropien del nacionalismo: ese natural y espontáneo sentimiento y apego de los pueblos a su propia identidad y que constituye, a pesar de haber sido tantas veces utilizado perversamente, «una de las mayores fuerzas que impulsan la humanidad», en palabras de Isaiah Berlin, uno de sus más prominentes estudiosos.
Los progresistas latinoamericanos y caribeños no tenemos por qué escoger entre las delirantes teorías de Fitche, para quien la nación es el pasaporte del individuo a la eternidad, y el internacionalismo hueco de H.G. Wells quien desde «las cumbres solitarias de la preferencia abstracta donde nada conforta y nada consuela», según un crítico mordaz, postulaba que «Nuestra verdadera nacionalidad es la humanidad». ¿O es que acaso el nacionalismo no ha sido un arma decisiva para la revolución cubana poder enfrentar los embates del imperio?
En política, la devoción, el fervor, la solidaridad y la compasión encuentran en la nacionalidad un idóneo campo de acción. El antiguo aforismo, la caridad empieza por casa, es también una realidad insoslayable en la lucha de los pueblos. Como puertorriqueño, conozco el incalculable valor de nuestra nacionalidad que ha sido el más poderoso instrumento en la lucha desigual para perpetuarnos como pueblo frente al intento avasallador de los Estados Unidos. Diríase que fue un profeta refiriéndose a Puerto Rico aquel romano que hace milenios sentenció, «Parva Propia Magna; Magna Aliena Parva» («Lo pequeño, siendo propio, es grande; Lo grande, siendo ajeno, es pequeño»)
II
Nuestra nacionalidad latinoamericana y caribeña es una realidad histórica y cultural que se asienta geográficamente desde el Río Bravo hasta la Tierra del Fuego. Entre nuestros países y dentro de ellos existe una rica diversidad, pero por encima de las diferencias históricas y políticas que nos distinguen, están los lazos inquebrantables que nos unen desde la colonización y antes, hasta el presente.
Herederos de diversas culturas -ibéricas, africanas e indígenas- hemos adquirido, aunque con diferentes matices, y a través de un prolongado y doloroso proceso de criollización y mestizaje, un perfil fuerte, firme, coherente y claramente diferenciado entre los pueblos del mundo. Por eso decía el apóstol cubano, José Martí, que España no había podido hacer hijos españoles en Cuba; y Pedro Albizu Campos, padre del nacionalismo puertorriqueño contemporáneo, concebía nuestra nacionalidad asediada como «perpetuidad de virtudes e instituciones características». Nuestra común identidad es lo que nos hace lo que somos, latinoamericanos y caribeños. Las identidades de cada uno de nuestros pueblos son consustanciales y se refuerzan recíprocamente. Nuestra es la unidad dentro de la diversidad de la familia extendida.
Esa identidad común de «nosotros», fundamento de lo que con toda corrección debe llamarse nacionalismo continental latinoamericano y caribeño, viene consolidando sus perfiles actuales desde la primera mitad del siglo 19 al calor de la adversidad frente a «ellos», los Estados Unidos. Como bien señaló Berlin, «el nacionalismo brota no pocas veces de un sentido herido y ultrajado de la dignidad humana», de la aspiración «de ser tratado como un igual».
III
En el siglo 21, los que aspiramos al sueño de Bolívar, tenemos como objetivo algún tipo de confederación de nuestras naciones que, además de estar unidas por la identidad común y el nacionalismo continental, esté dotada de sus propias instituciones económicas y políticas.
En cuanto al desarrollo de instituciones supranacionales efectivas, aunque todavía en su infancia, a Nuestra América le sobra lo que le falta a Europa, pues además de disfrutar de los evidentes beneficios de su extensión y recursos, tendría las ventajas económicas y políticas de su común identidad. Sería ese el ámbito más adecuado para lograr el desarrollo económico en justicia y democracia al que aspiramos.
Para Montesquieu, en una república unida por su identidad y costumbres, «el bien común… se conoce mejor y está más cerca de cada ciudadano». Análogamente John Stuart Mill argumentaba que por norma general «las instituciones libres son prácticamente imposibles» en un país sin común identidad. De otra parte, para prominentes intelectuales modernos la solidaridad social y los requerimientos psicológicos básicos -como la lealtad común y la confianza mutua- que son necesarios para constituir una comunidad política verdaderamente viable, encuentran terreno fértil en la nacionalidad y son incapaces de ser generados exclusivamente por factores económicos -como ampliamente demuestra la experiencia reciente en Europa y otras partes del mundo.
La tesis es sencilla. Un proyecto común presupone lograr amplios consensos; pero mientras más débil la identidad común, más difícil el acuerdo respecto a la política pública a regir -desde la relativa a la justicia social y el desarrollo económico hasta la que determina los derechos políticos. Por el contrario, mientras más fuerte la identidad común, mayor posibilidad de armonía.
IV
Nada ejemplifica mejor la potencialidad y reciedumbre de nuestra nacionalidad latinoamericana y caribeña que la experiencia puertorriqueña.
Puerto Rico, la agenda inconclusa del proyecto independentista de Bolívar, por ser parte de América Latina y el Caribe y colonia de los Estados Unidos, ha sido laboratorio y preludio para la política hacia Nuestra América de ese país que no cesa en su intento de «puertorriqueñizar» la economía de nuestros pueblos, pretendiendo extender a dimensión continental el modelo puertorriqueño de control y dependencia extrema. Ya Martí había anticipado el papel crucial -favorable o contrario a los intereses de Nuestra América- que debido a su particular ubicación geográfica le tocaría cumplir a la Isla: En el fiel de América están las Antillas que serían, si esclavas,… mero fortín de la Roma americana y si libres… serían en el continente la garantía del equilibro, la de la independencia para la América Española. Es un mundo lo que estamos equilibrando: no son solo dos islas [Puerto Rico y Cuba] las que vamos a libertar.
No obstante, nuestro pueblo, en las condiciones más adversas imaginables -sometido al imperio más poderoso del siglo 20 y principios del 21, ante una abismal desproporción de fuerzas y sujeto a un proyecto centenario de transculturación intencional y metódico- sigue siendo latinoamericano y caribeño; y al filo del siglo 21, en la gesta sin precedente de Vieques, expulsó de su territorio, mediante la fuerza moral de la desobediencia civil, a la Marina de Guerra de los Estados Unidos. Fue un triunfo aleccionador para Nuestra América y un hito en la lucha por la independencia de Puerto Rico, que es, en palabras de Martí, «suceso histórico indispensable para salvar la independencia amenazada de la América libre» ante las pretensiones hegemónicas de los Estados Unidos.
Puede comprenderse por qué el destacado intelectual uruguayo, Angel Rama, escribió que fue en Puerto Rico, una nacionalidad de frontera y bajo asedio, donde pudo comprobar cabalmente la «irrefrenable potencia» de las «hondas apetencias nacionales, esas que vienen por la sangre impetuosamente». Al otro lado del mundo, y muchos años antes, Rabindranaz Tagore, a los que argumentaban que los ingleses habían traído a la India modernidad les contestó, como poeta e independentista, que cuando se exige el reconocimiento de la humanidad propia y de la igualdad, dicha alegación «…es como pedir pan y recibir una piedra. La piedra puede ser rara y preciosa, pero no sacia el hambre».
El hambre por el respeto propio y la dignificación colectiva constituye un poderoso recurso espiritual y moral de nuestra nacionalidad latinoamericana y caribeña. Nos enamoramos, lloramos y soñamos con las mismas canciones y poesías; y nuestros héroes, santos y mártires tienden puentes sobre los abismos del tiempo y de lo efímero. En las culturas y en los afectos se decide lo que somos y queremos ser. Por eso, es ineludible que nuestra Patria Grande advenga a su plena madurez política, se ponga de pie y se dé a respetar.
Cuanto hagamos, tiene que estar dirigido en todos los ámbitos posibles a estimular nuestro nacionalismo continental y a darle forma institucional a nuestra común identidad poniéndola al servicio de la radical transformación económica y política de Nuestra América. Este libro, que tengo el privilegio de prologar, constituye una extraordinaria e invaluable aportación al logro de ese objetivo.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.