El mismo personaje que en los años noventa expresó la soberanía popular se ha convertido en su impedimento
¿Perdió Aleksandr Lukashenko las elecciones presidenciales del 9 de agosto? Mi impresión es que incluso sin mediar amaños podría haberlas ganado, aunque desde luego no por un 80% del voto. Esa impresión es compartida hasta en el ministerio de exteriores alemán en Berlín, pero no cambia lo esencial: el resultado ha indignado en su país y desencadenado un potente movimiento popular. Parece que el vaso se ha colmado en Bielorrusia. Pero ¿cómo se ha llegado hasta aquí y qué horizonte se perfila tras una caída del caudillo?
Cuando la URSS fue desmantelada las repúblicas se rebelaban movidas por tres vectores: las ambiciones de sus dirigentes, que con las independencias ascendían a la soberanía y la propiedad, el descontento social y la conciencia nacional de la población. En unas repúblicas pesaba más lo nacional, en otras lo social y en otras lo elitario. En el caso de Bielorrusia los tres vectores eran muy débiles.
Recordemos que Bielorrusia era la más “soviética” de las repúblicas de la antigua URSS. Durante el antiguo régimen, y a diferencia de Rusia o Ucrania, no había allí disidentes. Su grupo dirigente estaba menos degenerado. Recordemos al frugal ex líder partisano, Piotr Masherov, su malogrado primer secretario en la época de Brezhnev. Su tremenda experiencia en la Segunda Guerra Mundial, la idiosincrasia de sus gentes y su propia biografía hicieron así a Bielorrusia.
Desde esa identidad particular la inmensa mayoría de los bielorrusos vivieron la disolución de la URSS como una afrentosa e impopular imposición. Por ello, a principios de los noventa, la elección a la presidencia del país por amplia mayoría de un outsider que encarnaba aquel malestar, fue el primer acto de soberanía popular de los bielorrusos: cuando en todas las repúblicas de la ex URSS se elegían a presidentes “occidentalistas” y a ex comunistas con traje nuevo anticomunista, los bielorrusos eligieron a Aleksandr Lukashenko, un muzhik sovietizante orgulloso de su identidad.
Ahora, cuando solo se destacan las miserias de líder autoritario, hay que recordar que en los años noventa Lukashenko hizo algo capital: mantener la industria y no privatizar. En un país que no tenía recursos naturales y que era, literalmente, el taller de la URSS, aquel mantenimiento era puro sentido común pero iba radicalmente en contra del “consenso de Washington”. De esa forma se preservaron en gran medida las ventajas sociales vinculadas al régimen soviético. En los peores años de la Rusia de los noventa, los años del gran saqueo y privatización de Yeltsin y del gran colapso social, cuando los ancianos veían sus pensiones reducidas a nada, los obreros dejaban de percibir sus salarios y un puñado de espabilados bien relacionados se hacían millonarios, Bielorrusia se mantuvo con mucha mayor estabilidad socioeconómica y una mayor continuidad en su identidad sovietizante. Todo eso compensó con creces la ausencia de pluralismo y el ejercicio autoritario del poder ante su población, pero, naturalmente, generó una gran hostilidad en Occidente.
Enseguida comenzó una intensa acción encubierta contra Bielorrusia. Era la época de la cruzada contra Milosevic en Yugoslavia y el Washington Post calificaba a Lukashenko como “el último dictador de Europa”. A través de la OSCE, del Departamento de Estado y de las embajadas en Minsk, Occidente apoyaba a la débil oposición bielorrusa. Se pensaba que con el tiempo y subvenciones similares a las que habían rodeado la caída de Milosevic se podría llegar en Minsk a una “revolución democrática”. En vísperas de las presidenciales de septiembre del 2001, el responsable de la política exterior europea, Chris Patten llamaba a la dividida oposición bielorrusa a “extraer lecciones de la experiencia yugoslava y unirse contra Lukashenko”.
Por Minsk empezaron a desfilar diplomáticos y jefes de misión de las mismas características de los destacados en los Balcanes o en Irak. Gente como Richard Butler, el australiano que dirigía la misión de la ONU en Bagdad por cuenta de la CIA, o con curriculum latinoamericano del estilo de William Walker. Ex jefe de la misión de la OSCE en los Balcanes, Walker había sido el propagandista de la fraudulenta “masacre de Racak” de enero de 1999, que preparó el clima para la “guerra humanitaria” en Yugoslavia. En Minsk el embajador americano era Michael Kozak, ex embajador en Cuba, funcionario en Nicaragua y El Salvador en la época dura, encargado de Panamá en el Departamento de Estado en vísperas de la invasión de 1988. “Nuestros objetivos y metodología en Bielorrusia son los mismos que utilizamos en Nicaragua” en los años setenta y ochenta, declaró Kozak a la prensa británica en vísperas de las presidenciales de septiembre del 2001. En ellas el principal adversario de Lukashenko era el sindicalista Vladimir Goncharik. La candidatura de Goncharik, un personaje sin carisma, había sido apadrinada por el jefe del grupo de asesores y observadores de la OSCE, Hans-Georg Wieck. Llegado a Bielorrusia en 1998, Wieck había sido director del Bundesnachrichtendienst (Bnd), los chapuceros servicios secretos alemanes. Cinco meses antes de las elecciones, Wieck instó a la dividida y maltratada oposición a Lukashenko a presentar a un candidato único.
Wieck y la embajada americana crearon en Bielorrusia 300 organizaciones no gubernamentales para promover la “sociedad abierta” en Bielorrusia y ayudaron con más de medio millón de euros (una cantidad considerable en un país en el que el sueldo medio era de cien euros) a la oposición, mientras desde Lituania y Polonia sostenían emisoras de radio que atacaban noche y día a Lukashenko y la OTAN realizaba maniobras militares junto a la frontera bielorrusa en Lituania.
Mientras sucedía todo eso, el índice de desarrollo humano, y la calidad de vida en general, iban en Bielorrusia bien por delante de países europeos como Bulgaria, Rumanía o Montenegro, el gasto militar era discreto y en la tabla de corrupción de Transparency International Bielorrusia aparecía en el puesto 79. Salía mucho mejor librada que Rusia y Ucrania que están en el 131.
En Rusia ocupar una posición de poder sirve para enriquecerse. En Ucrania al contrario: uno ocupa una posición de poder porque es rico. En Bielorrusia, cuyo PIB más que dobla al ucraniano, la relación entre poder y bienestar material no es tan fuerte. Todo eso otorgó -y otorga- un enorme atractivo a Lukashenko entre la población de Ucrania y de Rusia, donde su prestigio supera en muchos lugares al de las autoridades locales. Desde luego no en los medios de la inteligentsia y burguesía liberal de esos países, que son los interlocutores habituales de los periodistas occidentales, pero sí entre la gente común y en los medios nacionalistas, de la derecha eslavófila y de los comunistoides.
Con todo su primitivismo autoritario que lo coloca junto a otros personajes de los tiempos como Trump en América, Duterte en Filipinas y unos cuantos en la propia Europa, Lukashenko ha sido sumamente hábil desde su frágil posición geopolítica. Contrarrestó la agresiva injerencia occidental jugando con los altibajos de su crucial relación con Rusia. Entró en el programa “Asociación Oriental” destinado a aumentar la relación política y económica de Bruselas con seis países ex soviéticos, se negó a reconocer las independencias de Osetia del Sur y de Abjazia. Tampoco reconoció la anexión rusa de Crimea y se erigió en mediador del conflicto ruso-ucraniano. Todo eso fue inmediatamente recompensado por Occidente en forma de distensión.
En el orden interno, el cambio de régimen en Ucrania y su caótico resultado fueron observados con prevención por la sociedad bielorrusa, que no desea una revuelta que traiga el caos y menos aun una revuelta antirrusa que no tiene base social. Por todo ello las elecciones de 2015 en Bielorrusia fueron tranquilas: la gente estaba asustada por las consecuencias de caos con aspectos de guerra civil que el cambio de régimen tuvo en Ucrania.
Pero todo eso ya es pasado. Lukashenko lo jugó y explotó a fondo con gran habilidad, pero esos recursos se han agotado. Las manifestaciones multitudinarias indican claramente que han caducado. La gente, o por lo menos una gran parte de ella, está harta. Eso también es mérito de Lukashenko.
En los últimos quince o veinte años la gestión del caudillo bielorruso ha aportado otra cosa a su conservadora y responsable sociedad: la conciencia y el hartazgo por la falta de democracia formal. El mismo Presidente que en los años noventa expresó la soberanía popular bielorrusa ante la impuesta y no deseada disolución de la URSS, ha enseñado a la soberanía popular estos últimos veinte años –¡y bien a su pesar!- otra lección: la carencia de democracia y la ausencia de derechos políticos elementales en una sociedad europea moderna. Ha pasado una generación. Muchos bielorrusos están diciendo basta a todo eso.
La gran pregunta es cuál es la alternativa a la irreversible quiebra de un sistema político bonapartista-autoritario, con mucha economía estatalizada (un tercio del PIB y el 40% del empleo son de origen estatal), relativa equidad y “justicia” sin derechos. La respuesta no es optimista. De momento, pese a lo que han transmitido muchos informes periodísticos, no ha habido un movimiento huelguístico significativo, solo mítines, reuniones con la dirección y paros puntuales en una treintena de empresas, según fuentes sindicales rusas (legalmente, la posibilidad de hacer huelga apenas es viable en el régimen de Lukashenko). En las universidades las recetas neoliberales y empresariales a la americana están sólidamente presentes en manuales y concepciones. No hay en eso gran diferencia con las universidades europeas. Tampoco hay en el país una gran experiencia de autoorganización. La simple realidad es que no hay a la vista una alternativa más allá de lo que sugiere el programa publicado en vísperas de las elecciones por media docena de partidos y organizaciones de la oposición, entre ellos los “socialdemócratas” (Hramada), verdes, Frente Popular, cristiano-demócratas y otros: neoliberalismo con plena integración en el capitalismo transnacional.
Eso quiere decir que el conocido y contradictorio escenario de tantas sociedades del Este de Europa y la ex URSS de los últimos treinta años de un aparente “avance cívico-democrático” con retroceso en los derechos sociolaborales y en la soberanía nacional, podría estar servido. Podría pensarse que desde el actual sistema estatista-bonapartista de Lukashenko se podría pasar a una democracia keynesiana. Por desgracia, la experiencia sugiere que estas cuestiones la línea recta no es la distancia mas corta entre dos puntos.
Para el régimen de Putin la revuelta popular bielorrusa representa un doble desafío. Por un lado el de cómo conservar a un aliado geopolítico, aunque sea cada vez más díscolo, en su frontera con la OTAN y la UE. En los últimos años Rusia ha perdido su entorno de aliados no solo por el entrismo de sus competidores en la antigua zona soviética o de influencia de la URSS, sino también por su propia torpeza y porque la oligarquía rusa no es, lógicamente, internacionalista sino que pone su beneficio por delante de cualquier otra consideración. Sería el colmo de las torpezas perder ahora a la república mejor predispuesta hacia Moscú y los hermanos rusos de las antiguas de la URSS.
En segundo lugar, el régimen de Lukashenko tiene claros parentescos autocráticos con el ruso, que tampoco conoce la alternancia en el poder. El movimiento popular bielorruso podría inspirar e impulsar las protestas ya en curso en Rusia, de cara a la complicada cita electoral a nivel local y regional que el Kremlin tiene el 13 de septiembre. Una eventual caída de Lukashenko en Bielorrusia tendría fuerte repercusión simbólica para Putin y su posible “eternización” en el poder.
(Publicado en Ctxt)
Fuente: https://rafaelpoch.com/2020/08/31/jaque-mate-bielorruso/#more-515