Traducido para Rebelión y Tlaxcala por Juan Vivanco
El jueves 12 de octubre de 2006 la Asamblea Nacional francesa aprobó una ley que castiga con un año de cárcel y 45.000 euros de multa la negación del genocidio armenio. Lo menos que se puede decir es que esta ley plantea más problemas de los que resuelve.
1. Las grandes maniobras electorales
¿A qué viene una ley semejante? La primera explicación es que hemos entrado en un periodo electoral, pues próximamente se va a elegir presidente de la república. Francia ya tiene la Constitución más monárquica del mundo, pero hace poco nuestro país ha «mejorado» esta situación a propuesta de los socialistas, al transformar el septenio presidencial en quinquenio y situar las elecciones legislativas a continuación de la presidencial [1]. De modo que ahora, para tener un grupo en la Asamblea Nacional, la mejor solución es presentar un candidato a la presidencial (ya vamos por 35 candidatos oficiales), aunque luego se negocie la retirada con el partido dominante de izquierda o derecha a cambio de puestos de diputados. Estamos, pues, en plena fiebre electoral, cuyo ardor sólo es comparable al vacío abismal de los programas. Es el tiempo de la demagogia, en el que pueden prosperar las proposiciones de ley más incongruentes para halagar al electorado o a una parte de él. Esta proposición de ley, que castiga con cárcel y una fuerte multa a quien niegue el genocidio de los armenios, ha partido de un oscuro diputado socialista de Bouches du Rhône, de Marsella. En su circunscripción hay una importante población armenia y él intenta ganarse su favor. Podemos sentir una gran simpatía por la población armenia y no negar en absoluto el genocidio que padeció, sin dejar de alarmarnos por estas aberraciones electoralistas de la Asamblea Nacional.
Porque esta ley se sitúa en un contexto aún más preocupante, siempre marcado por la demagogia electoralista: no sólo pretende congraciar a los armenios de Francia con los diputados que la han votado deprisa y corriendo, sino que se sitúa en el marco de las negociaciones para la adhesión de Turquía a la Unión Europea, un asunto que divide a parte de la izquierda y sobre todo a la derecha. El ministro del Interior, Nicolas Sarkozy, que sostiene un pulso fratricida con el presidente Chirac, y el primer ministro Dominique de Villepin, han expresado su oposición a esta adhesión. La extrema derecha también se opone, lo mismo que, por otro lado, una parte de los socialistas. Nos topamos, pues, con los aspectos más desesperantes de esta contienda electoral, en la que se agudizan las rivalidades dentro de cada bando y se esgrimen como argumentos electorales la seguridad, el «choque de civilizaciones» y cierta islamofobia. Tras la votación de esta ley, Jacques Chirac ha tenido que pedir disculpas a Ankara; se rumorea que lo ha hecho por presiones de la patronal francesa, alarmada ante la posibilidad de un boicot turco a las empresas y los productos franceses, ya que en 2005 Francia exportó a Turquía bienes por un valor de 4.700 millones de euros [2].
La ley plantea una tercera cuestión: la sanción del negacionismo.
2. La negación del genocidio [3], el precedente de la ley Gayssot
La inmensa mayoría de la opinión pública francesa está de acuerdo con la necesidad de oponerse a la negación del genocidio de los armenios, como a la del resto de los genocidios [4]. Según la mayoría de los historiadores, las matanzas cometidas durante la primera guerra mundial por el ejército turco tuvieron un carácter genocida. En la propia Turquía hay intelectuales valientes que se apoyan en estas investigaciones para pedir que su país reconozca el genocidio. Uno de ellos es el reciente premio Nobel de literatura.
Pero lo que plantea esta ley aprobada por la Asamblea Nacional francesa es algo bien distinto, sobre todo si tenemos en cuenta que los diputados han rechazado una enmienda propuesta por Patrick Devedjian (UMP, derecha) que excluía la labor de los historiadores del campo de aplicación de la ley.
En realidad el debate francés no se refiere a la existencia de los genocidios, que no se discuten; impulsado por los historiadores, surgió a raíz de la aprobación de la ley Gayssot (1990) y se reavivó con el proyecto de ley, luego retirado, sobre el balance del colonialismo (2005): es el debate sobre la pretensión de legislar acerca de la «verdad histórica».
La ley Gayssot es un ajuste técnico del Código Penal. Su aportación principal es la inclusión, después del artículo 24 de la ley de 29 de julio de 1881 sobre la libertad de prensa, de un artículo 24 bis cuya redación es hoy la iguiente:
«Art. 24 bis (L. n.º 90-615, 13 jul., 1990, art. 9).- Se castigará con las penas previstas en el apartado sexto del artículo 24 a quienes nieguen, por los medios enunciados en el artículo 23, la existencia de uno o varios crímenes contra la humanidad tal como los define el artículo 6 del estatuto del tribunal militar internacional anexo al acuerdo de Londres de 8 de agosto de 1945 y que hayan sido cometidos bien por miembros de una organización declarada criminal en aplicación del artículo 9 del citado estatuto, bien por una persona declarada culpable de tales crímenes por una jurisdicción francesa o internacional (…)»
Este artículo es el que se suele denominar «ley Gayssot». No hay la menor ambigüedad sobre a qué se refiere: a la negación de los crímenes contra la humanidad «tal como los define el artículo 6 del estatuto del tribunal militar internacional [de Nuremberg] anexo al acuerdo de Londres de 8 de agosto de 1945». Los crímenes contra la humanidad están definidos en el apartado c (el b define los crímenes de guerra) del artículo 6. Dice así:
«c) Los crímenes contra la Humanidad: es decir, el asesinato, el exterminio, la reducción a esclavitud, la deportación y cualquier otro acto inhumano cometido contra las poblaciones civiles antes de la guerra o durante la misma, o bien la persecución por motivos políticos, raciales o religiosos cuando estos hechos o persecuciones se hayan cometido en conexión o en relación con un crimen que sea competencia del Tribunal, con independencia de que vulneren o no la legislación interna del país donde se hayan perpetrado.»
Lo que comúnmente se entiende por «negacionismo», es decir, la negación de la amplitud o la realidad del genocidio de los judíos, cae claramente bajo el peso de esta ley. En cambio la ley Gayssot no prohíbe en ningún caso el estudio de la historia del genocidio, ni la reflexión. Lo que sanciona es la expresión pública de un planteamiento que niegue la realidad del genocidio [5].
Queda claro, además, que la difamación o la incitación al odio racial no son competencia de este artículo. Si son delito, es en virtud de la ley Pleven (1981) y no de la ley Gayssot. Por eso son falsas las afirmaciones de que los planteamientos racistas están prohibidos por la ley Gayssot. Sólo lo están los planteamientos negacionistas.
De modo que la ley Gayssot está muy circunscrita, se ocupa del negacionismo. Propuesta por un diputado comunista, ha merecido acusaciones de totalitarismo, pero conviene recordar que frente al avance de la extrema derecha y la aparición de tesis denunciadas por la comunidad científica, ya existía el proyecto de esta ley incluso en las filas de la derecha [6]. En efecto, las circunstancias políticas eran las de una doble ofensiva de la extrema derecha en Francia. Le Pen hacía declaraciones provocadoras y calificaba de «detalle» las cámaras de gas. Al mismo tiempo Faurisson y otros militantes de extrema derecha próximos a Roger Garaudy, que se declaraban amigos de los palestinos, hacían campaña para negar el Holocausto y se centraban en la cuestión de las cámaras de gas. La emoción era fuerte y explica que la mayoría de los grupos políticos promovieran una ley para condenar el negacionismo.
Pero enseguida varios historiadores franceses, nada sospechosos de simpatizar con las tesis neonazis y negacionistas, cuestionaron la idea misma de legislar en materia de historia y denunciaron los efectos perversos de aplicar sanciones en este ámbito. Afirmaron, como Madeleine Rebeiroux -una de las historiadoras más respetadas de Francia y además representante de la Ligue des Droits de l’homme, bien conocida por su participación en los combates por la laicidad- que hay otras maneras de promover el debate de ideas.
«Recordemos, de entrada, que los tribunales no esperaron a la ley de 1990 para juzgar casos que implicaban a los seudorrevisionistas y condenarles. La justicia no estaba desarmada. Pero no juzgaba en nombre de la «verdad histórica». Dos ejemplos lo ilustran:
» El 25 de junio de 1981, a petición del abogado Roland Rappaport, comparecí como testigo en el proceso entablado contra Robert Faurisson por el Mouvement contre le racisme, l’antisémitisme et pour la paix (MRAP), la Ligue internationale contre le racisme et l’antisémitisme (LICRA) y la Asociación de Deportados de Auschwitz. Robert Faurisson había declarado el 16 de diciembre de 1980 en Europe 1: «Las supuestas cámaras de gas y el supuesto genocidio judío no son más que una misma mentira histórica que ha dado pie a un gigantesco timo político y económico del que se han beneficiado sobre todo Israel y el sionismo internacional». Sin ser judía ni formar parte de los admiradores incondicionales de la política de Israel, fui allí a decir que conocía la existencia de las cámaras de gas y del genocidio, estaba allí como historiadora.
» Pero -esto es lo importante- los denunciantes no le pedían al juez que se pronunciase sobre la existencia de las cámaras de gas. Lo que querían que se reconociese era el ataque al recuerdo, los daños irreversibles causados a la memoria de toda una colectividad. Tal fue el sentido de la condena por difamación pública dictada el 3 de julio de 1981 por la sala 17 del Tribunal de Primera Instancia de París: «El Tribunal quiere precisar que no le corresponde confirmar la historia». Faurisson apeló y el Tribunal de Apelación añadió que «las aserciones de orden general» del encausado no tenían «ningún carácter científico» y entraban en el ámbito de la «pura polémica».
» Nueve años después, el 14 de febrero de 1990, el Tribunal de Primera Instancia de París, esta vez por lo civil, desestimó «el conjunto de las demandas» del mismo Robert Faurisson en la causa que había entablado contra el historiador Georges Wellers y el Centre de documentation juive contemporaine (CDJC) por haberle llamado «falsificador de la historia de los judíos durante el periodo nazi» en Le Monde juif. También en este caso el tribunal tuvo a bien precisar lo siguiente: «No corresponde a los tribunales juzgar la veracidad de los trabajos históricos o zanjar las controversias suscitadas por ellos». Para desestimar a Robert Faurisson adujo el recelo legítimo del CDJC ante «unos juicios que resultan no tanto de la investigación histórica cuando de una posición política, susceptible de incitar al antisemitismo».
» ¿De qué nos sirve entonces un texto nuevo con implicaciones temibles?» [7]
Como vemos -y es la posición de muchos historiadores franceses-, no es que se desista de denunciar a quienes, so capa de falsas polémicas «científicas», en realidad sólo pretenden difundir tesis racistas, sino que se recela de la ley cuando interviene de manera normativa en el establecimiento de la verdad histórica. La ley Gayssot no es el origen de todos los males, pues forma parte de una tendencia más generalizada del legislador francés a dictar una norma ideológica y difundirla e imponerla tanto en la investigación como en la enseñanza. Con el riesgo de caer en una postura inquisitorial que, combinada con cierta demagogia, puede tener resultados funestos.
Por lo tanto, como señala Madeleine Rebeiroux en este texto y confirma la reciente ley sobre la negación del genocidio de los armenios, estamos ante un nuevo rumbo de la sociedad francesa, fomentado por los grupos políticos, que pretende sancionar, sustituir el debate de ideas por la sanción y, sobre todo, pretende prohibir el trabajo del historiador, que es por definición un trabajo de revisión constante a la luz de nuevos elementos de conocimiento [8].
3. El 17 de diciembre de 2005, llamamiento a «liberar la historia»
Un grupo numeroso de historiadores franceses publicaron este llamamiento contra la pretensión de sustituir la búsqueda de la verdad histórica por la sanción de los tribunales.
«Movidos por las intervenciones políticas cada vez más frecuentes en la apreciación de los acontecimientos del pasado y por los procedimientos judiciales que afectan a historiadores y pensadores, creemos oportuno recordar los principios siguientes. La historia no es una religión. El historiador no acepta ningún dogma, no respeta ninguna prohibición, no conoce tabúes. Puede ser perturbador. La historia no es la moral. La función del historiador no es exaltar ni condenar, el historiador explica. La historia no es esclava de la actualidad. El historiador no aplica en el pasado esquemas ideológicos contemporáneos, ni introduce en los acontecimientos de otros tiempos la sensibilidad de hoy. (…) La historia no es la memoria. El historiador, con proceder científico, recoge los recuerdos de los hombres, los compara entre sí, los confronta con los documentos, los objetos, las huellas, y establece los hechos. La historia tiene en cuenta la memoria pero no se reduce a ella. La historia no es un objeto jurídico. En un estado libre no corresponde al parlamento ni a la autoridad judicial definir la verdad histórica. La política del estado, aun cuando esté animada por las mejores intenciones, no es la política de la historia».
La ley impone prohibiciones, dicta prescripciones, puede definir libertades. Es del orden de lo normativo. No puede decir la verdad. No hay nada tan difícil de convertir en delito como una mentira histórica, pero es que además el propio concepto de verdad histórica recusa la autoridad estatal. «¿Qué pasaría si la derrota de los falsificadores de la historia -o por lo menos su retroceso- dependiera de que las tesis que defienden se proclamasen ilegales? ¿Y si, en estas condiciones, ellos declarasen que «se ven obligados a pasar a la clandestinidad» por haber enunciado lo que presentan y seguirán presentando como una expresión de la «libertad de opinión»? ¿Nos imaginamos la comparación de los «detalles»? Las jóvenes generaciones -para quienes todo eso «es historia»- ¿no se sorprenderían al ver que se sustrae del espíritu crítico una de esas «cuestiones de detalle» a las que con un poco de maquiavelismo, mucha mala fe y una firme voluntad política se pueden reducir los problemas más graves?» [9]
El historiador no debe razonar, como le invita Elie Wiesel, en términos de un holocausto que tendría un carácter de alguna manera ahistórico… Debe hacer un trabajo de hormiga, de revisionismo constante, sin tabúes. Imaginemos que descubre una prueba que desmiente una afirmación: ¿debe silenciarla para evitar el peso de la ley? Por supuesto que no, y en este sentido sólo cabe aplaudir los términos del llamamiento del 17 de diciembre de 2005, tanto si concierne al negacionismo sobre los judíos o los armenios como a la rehabilitación de la colonización. Es el principio mismo del trabajo de la historia, del rechazo del dogma, del carácter sagrado de ciertos hechos.
Pero incluso si, más allá del establecimiento de la verdad histórica, pensamos en la educación y en impedir que se trivialice el crimen contra la humanidad, podemos considerar que la sanción prevista por la ley no cumple este cometido e incluso puede ser contraproducente. Como cuando se aíslan dos genocidios de los demás: el de los judíos y, desde el 12 de octubre de 2006, el de los armenios. En ambos casos, estas dos designaciones que nadie discute pueden utilizarse para intrigar contra los pueblos musulmanes y justificar el blindaje del continente europeo o de Occidente… Pueden servir para toda suerte de manipulaciones, de justificaciones y, por eso mismo, surtir el efecto contrario al deseado con una parte de la población.
http://www.rougemidi.org/article.php3?id_article=930
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[1] Antes de que Jospin metiera baza, las dos elecciones estaban separadas, pero al crearse el «quinquenato», es decir, un mandato de igual duración para el presidente y los diputados, las legislativas se celebran aproximadamente un mes después de la segunda vuelta de las presidenciales. A este calendario hay que añadir todas las demás, porque en 2007 habrá elecciones locales. De modo que a partir de las presidenciales habrá una verdadera avalancha en beneficio del partido del presidente. Dado que la supervivencia de los partidos políticos, sus medios económicos, están subordinados al número de escaños, esto se presta a toda clase de chanchullos. Porque en Francia, además, hay un sistema mayoritario de dos vueltas que obliga a concertar alianzas alrededor de una fuerza hegemónica, tanto a la derecha como a la izquierda. Los partidos políticos ya sólo son grupúsculos que pactan alianzas para repartirse los cargos, sobre todo a escala local. Se ha pasado insensiblemente del partido de militantes al partido de «hinchas». Cabe añadir que aunque haya 35 candidatos a la presidencia de la república, para que se confirme la candidatura tiene que estar apadrinada por 500 cargos elegidos. El resultado es que los cargos de izquierda tienden a apadrinar a los pequeños candidatos de derecha para dispersar las fuerzas de la derecha, y los cargos de derecha hacen lo mismo con los pequeños candidatos de izquierda. Para frenar esta tendencia se obliga a hacer públicos los apadrinamientos. Es una caricatura de democracia, lo que no impide a los franceses dar lecciones en este ámbito a todo el planeta…
[2] El sábado 14 de octubre el presidente francés telefoneó al primer ministro turco Tayyip Erdogan para expresarle lo mucho que lamentaba el voto en el parlamento francés de una proposición de ley socialista que penalizaba la negación del genocidio cometido por los otomanos contra los armenios. «Chirac me ha llamado para decirme que lo lamenta, que está atento a nuestras declaraciones, piensa que tenemos razón y hará lo que esté en su mano en lo sucesivo» declaró el jefe del gobierno turco Erdogan en una reunión de su partido ese mismo sábado por la noche. En París, la presidencia francesa no hizo ningún comentario el domingo. Después de la votación del jueves en el parlamento, el ministerio francés de Asuntos Exteriores comunicó que el gobierno «aprovechará cada etapa para dar a conocer su postura sobre esta proposición de ley que no le parece necesaria y cuya oportunidad es discutible». En septiembre, durante su viaje a Armenia, Jacques Chirac había declarado que el reconocimiento del genocidio turco contra los armenios era una condición para el ingreso de Ankara en la Unión Europea.
[3] El genocidio ha quedado definido por un convenio internacional aprobado por unanimidad por las Naciones Unidas el 9 de diciembre de 1951; se caracteriza por el exterminio de grupos nacionales, étnicos, raciales y religiosos.
[4] Entre 1915 y 1917, durante la primera Guerra Mundial, las matanzas y deportaciones de armenios causaron millón y medio de muertos, según Erevan, y entre 300.000 y medio millón según Ankara, que refuta el término de genocidio y sitúa este episodio en el marco del combate contra el ejército ruso en la región.
[5] Michel Troper escribió: «Conviene aclarar que la ley Gayssot castiga la opinión negacionista o incluso cualquier expresión de esta opinión. Dicha expresión sólo es un delito si se hace por los medios enumerados por la ley, es decir, en el espacio público. En otras palabras, sólo se castiga la difusión de esta opinión, porque entonces, más que una opinión, es un hecho que puede producir efectos indeseables» (Michel Troper, «La loi Gayssot et la constitution», Annales, Histoire, Sciences Sociales, 54 (6), noviembre-diciembre de 1999, p. 1.253). Esta aclaración es una réplica a la objeción «spinozista» de que sólo el hecho puede ser sancionado, mientras que el dicho debe ser totalmente libre, en democracia.
[6] El 21 de septiembre de 1987 Yves Jouffa, presidente de la Ligue des droits de l’homme, le escribía a Charles Pasqua (derecha), ministro del Interior: «No creemos que la modificación del artículo 24 apartado 3 de la ley de 29 de julio de 1881, para crear el delito de negación de los crímenes contra la humanidad, facilite la lucha contra ciertos escritos racistas» y añadía: «Por el contrario, puede plantear problemas muy serios tanto en el ámbito de la libertad de prensa como en el ámbito de la libre investigación universitaria o histórica».
[7] Artículo publicado en L’Histoire n.º 138, noviembre de 1990, pp. 92-94.
[8] E. Kogon, H. Langbein, A. Rückerl, Les Chambres à gaz, secret d’État, París, Éd. de Minuit, 1984 (Le Seuil, 1987);
École des hautes études en sciences sociales, L’Allemagne nazie et le génocide juif, París, Gallimard-Le Seuil, 1985;
P. Vidal-Naquet, Les Assassins de la mémoire, París, La Découverte, 1987;
La Politique nazie d’extermination, s.d., F. Bédarida, París, Albin Michel, 1989;
R. Hilberg, La Destruction des Juifs d’Europe, París, Fayard, 1988;
Le Nazisme et le génocide, histoire et enjeux, s.d., F. Bédarida, París, Nathan, 1989;
A.-J. Mayer, La Solution finale dans l’histoire, Pariís, La Découverte, 1990;
J.-Cl. Pressac, Auschwitz, Technique and Operation of the Gaz Chambers, Nueva York, The Beate Klarsfeld Foundation, 1989.
[9] Madeleine Rebeiroux, art. cit., L’Histoire: «Los genocidios se pueden y deben «pensar», comparar y, hasta donde sea posible, explicar. Hay que sopesar las palabras y rectificar los errores de la memoria. Explicar el crimen, darle su dimensión histórica, comparar el genocidio nazi con otros crímenes contra la humanidad, es combatirlo. Es así como se forman espíritus libres, y no con la represión. Corresponde a los fiscales perseguir sistemáticamente, a los tribunales juzgar cuando las asociaciones denuncian escritos que hacen apología de los crímenes nazis: basta con aplicar la ley. Más fácil será aplicarla si los historiadores hacen su labor y ayudan al conjunto de los ciudadanos a ver claro».
Juan Vivanco es miembro de Rebelión y Tlaxcala, la red de traductores por la diversidad lingüística. Esta traducción se puede reproducir con fines no lucrativos, a condición de respetar su integridad y de mencionar a los autores y la fuente. URL de esta noticia: http://www.rebelion.org/noticia.php?id=40295