Traducido para Rebelión por Juan Vivanco
En el debate sobre el Tratado constitucional no estaría de más que quienes se interesan por las relaciones Europa/Mundo tomasen en consideración la parte del documento dedicado a los acuerdos internacionales. En el artículo I-3 el documento presenta «el comercio libre y justo» como un valor de la Unión que quiere promover sin dejar de defender «sus intereses». El artículo III-314, en nombre del «interés común», defiende «la supresión progresiva de las restricciones a los intercambios internacionales y a las inversiones extranjeras directas», así como «la reducción de las barreras arancelarias y de otro tipo». Vemos aquí una orientación de la Unión Europea, acorde con la Organización Mundial del Comercio, que también encontramos en los acuerdos de asociación económica, concertación política y cooperación («acuerdos globales») como los que se han firmado con América Latina.
La experiencia latinoamericana de estos acuerdos, presentados a los pueblos de dichos países como un gran avance democrático y alternativo a la política de Estados Unidos, es muy reveladora de lo que nos espera a los europeos con este tratado. Pues América Latina se puede considerar el laboratorio de la globalización capitalista, un continente donde los estragos del liberalismo saltan a la vista y anticipan la situación que podría crearse en Europa si la resistencia y los movimientos sociales no consiguen invertir la tendencia dominante.
Desde que se aplicaron en América Latina, estos acuerdos han impuesto, en nombre de la Libertad, unas «reformas económicas» que los gobiernos han acatado con mucha disciplina, esperanza y obstinación. Pero tanto en Argentina como en otros países este modelo ha sido un fracaso. La privatización de empresas públicas, a las que siguieron los servicios públicos, las inversiones europeas directas (en su gran mayoría), la reducción del gasto social, la exención del control de cambios, la supresión de medidas dirigidas a repatriar los beneficios de las empresas transnacionales, el pillaje de los recursos naturales, la «desprotección» de los asalariados… este paquete de medidas sólo ha servido para empobrecer a los pueblos y fortalecer la dominación económica de las multinacionales europeas, sin mejorar las condiciones de vida de la población en los países afectados. Como en Europa durante los últimos quince años, el desempleo ha aumentado, y también el carácter precario e informal del empleo. En una época de enormes avances tecnológicos el 13% de la población latinoamericana es analfabeta; la deuda, que en 1985 rondaba los 300.000 millones de dólares, supera hoy los 725.000 millones; la destrucción del medio ambiente se agrava, y una fuerte reducción de los gastos sociales ha disparado los niveles de pobreza, que afecta al 43% de la población, unos 220 millones de personas. Al mismo tiempo en Europa se desmantelan las conquistas sociales, los servicios públicos se privatizan uno tras otro, peligra la igualdad de derechos, aumentan el desempleo y la precariedad…
Más allá del ámbito económico y social, esta orientación social-liberal de la constitución está en sintonía con las resoluciones adoptadas por el Consejo Hemisférico de Defensa de la Organización de Estados Americanos (OEA) el 28 de octubre de 2003, cuando se estaba preparando el tratado. La OEA definía el «concepto de seguridad hemisférica», inspirado en la doctrina de seguridad nacional estadounidense y ampliado para hacer frente a «las nuevas amenazas» políticas, económicas y sociales. Volvía a calificar las «amenazas internas», relacionándolas con las migraciones y el terrorismo. Reafirmaba el vínculo entre la economía de mercado, los acuerdos de libre comercio y la seguridad nacional. Rechazaba la democracia participativa y experiencias como la de Venezuela, dando pábulo al intento de golpe de estado que se produjo en este país.
Volvemos a encontrar estos planteamientos, como era de esperar, en los artículos del tratado, desde el que proclama el liberalismo como único valor constitucional hasta el artículo I-41 sobre el desarrollo de las capacidades militares de los países de la Unión. Luego, en el artículo III-309, se detallan las misiones para las que puede emplearse esta «capacidad operativa». Además de las que tengan carácter humanitario o de mantenimiento de la paz, se dice que la Unión podrá recurrir a misiones en las que intervengan «fuerzas de combate para la gestión de crisis», una noción lo bastante ambigua como para justificar cualquier intervención fuera de las fronteras de la Unión, y se vuelve a mencionar la «lucha contra el terrorismo» sin llegar a concretar esta noción.
Si repasamos la historia de América Latina comprobamos que Europa no puede contrarrestar el dominio mundial de Estados Unidos, pues se suma a él, aunque eso sí, defendiendo «los intereses» de sus multinacionales (que de todos modos están financiadas en parte con los fondos de pensiones norteamericanos). De un modo perverso, la Unión Europea recurre a la política de cooperación como instrumento de penetración de sus empresas y fomenta la militarización del continente con acuerdos de cooperación en materia de seguridad.
Vemos, pues, que los criterios y fundamentos de los acuerdos comerciales de la Unión Europea (UE) con países de América Latina, recogidos y remachados por el tratado constitucional, no se diferencian de los de Estados Unidos salvo en la cláusula del respeto a los derechos democráticos, estipulada en su artículo 1 pero condicionada por el artículo 51, que anula estos derechos en el caso de que sean contrarios a la «competencia libre y no falseada»… Todo el tratado se rige por este criterio.
Hoy en día, como muestran tanto las reuniones del G-8 como la Convención Europea, que en 2004 convocó a los países más poderosos de la Unión, se está produciendo una profunda confrontación no antagónica, pero a veces contradictoria, para repartirse el mundo. Es la forma de gestión para el futuro del planeta lo que está en juego, no la búsqueda de ninguna «tercera vía». Por un lado, Estados Unidos y sus socios, como Gran Bretaña, proyectan un capitalismo unipolar sometido a su hegemonía y administrado por las instituciones financieras conexas; por otro, un capitalismo multipolar administrado políticamente desde las Naciones Unidas con la participación de sus propias instituciones financieras y multinacionales. Dado el recrudecimiento de la competencia económica y la ofensiva militarista de EEUU, la UE ha tenido que acelerar la construcción de un aparato supraestatal capaz de articular y defender «sus intereses».
En este sentido, el análisis de la política de la UE en el mundo arroja luz sobre sus verdaderas intenciones en Europa. Esta es la razón de que insista tanto en imponer la directiva Bolkestein, porque a la Unión Europea lo que le interesa es defender «los intereses» de las multinacionales y nada más. A la luz de la experiencia de los pueblos latinoamericanos resulta evidente que la Europa del Capital no es un factor de progreso y promoción de los derechos humanos. En una época de acumulación de riquezas y conocimientos que harían posibles grandes avances para la humanidad, las políticas liberales aceleradas por Maastricht y, mañana, por el tratado constitucional, agravan las desigualdades, el desempleo, la precariedad, las deslocalizaciones y la explotación tanto en Europa como en el resto del mundo.
La adopción del proyecto de constitución liberal europea, pues no es otro el modelo de «cohesión social» que la UE está promoviendo en América Latina y el Caribe, nos da la medida del trabajo que debemos hacer las asociaciones europeas en nuestro propio terreno, por nosotros, pero también por una verdadera solidaridad internacional con los pueblos de América Latina y el Caribe.
En los últimos Foros Sociales el movimiento social europeo, a través de la Red Bicontinental con América Latina, de París a Porto Alegre pasando por Londres, ha procurado crear condiciones para un acercamiento que permita trabajar por una verdadera alternativa. Para la Red Europa/América Latina la mejora de las relaciones entre la Unión Europea y América Latina pasa por reducir las asimetrías estructurales y financieras del comercio desigual, y también por reconocer el saqueo histórico del «nuevo mundo» y las ventajas derivadas de un fortalecimiento del legado cultural común. Europa, concretamente, podría hacer una gran labor a escala internacional en favor de los derechos y la cultura de los indígenas, facilitando los instrumentos jurídicos para ello.
Es preciso incrementar y transformar cualitativa y cuantitativamente la cooperación con vistas a un desarrollo verdaderamente solidario. Un primer paso sería lograr que Europa honrara los compromisos contraídos con la OMC sobre la política agrícola común; en el Foro de Monterrey sobre la financiación exterior; en la cumbre de Kyoto sobre el medio ambiente y ante los ciudadanos europeos sobre la paz y el equilibrio en el mundo. Porque hoy dista mucho de hacerlo (baste ver el caso de Colombia). También es necesario que cancele la deuda de los países del Sur, pues ya ha sido reembolsada varias veces con el pago de los intereses. Fundamentalmente, debemos trabajar por una nueva relación entre los pueblos del planeta basada en el reparto de los recursos y el saber, así como en el derecho inalienable a la autodeterminación.
Hay que construir otra Europa, social, democrática y solidaria, y el proyecto de tratado constitucional, con su orientación neoliberal, no va en esa dirección. Por consiguiente, si decimos NO a este TRATADO CONSTITUCIONAL el próximo 29 de mayo, beneficiaremos no sólo a los europeos, sino también a los latinoamericanos, los caribeños y los pueblos del mundo.
Es la invitación que hace France Amérique Latine (FAL), aprobada en su última asamblea general.
Fabien Cohen es Secretario General de FAL (consultar : www.franceameriquelatine.fr)