En cualquier país democrático existen leyes cuyo propósito es equilibrar el uso del poder. De ahí la existencia de instituciones destinadas a fiscalizar el desempeño de los gobernantes y sus funcionarios clave, así como instrumentos legales para que la ciudadanía tenga acceso a un ejercicio ciudadano capaz de abrirle un cierto acceso a esa fiscalización. […]
En cualquier país democrático existen leyes cuyo propósito es equilibrar el uso del poder. De ahí la existencia de instituciones destinadas a fiscalizar el desempeño de los gobernantes y sus funcionarios clave, así como instrumentos legales para que la ciudadanía tenga acceso a un ejercicio ciudadano capaz de abrirle un cierto acceso a esa fiscalización.
Pero ese es el escenario ideal. Lo que ha sucedido con los modelos democráticos en países como los nuestros, es un abierto intervencionismo de países extranjeros -muy particularmente de Estados Unidos de América- cuyos intereses corporativos son de tal envergadura que han condicionado el tono de las relaciones entre países y abierto fisuras en la institucionalidad, con el propósito de beneficiar proyectos específicos de explotación de recursos y alianzas diplomáticas con objetivos geopolíticos.
Por supuesto, no toda la culpa es del eje del poder económico mundial. Este ha contado con la complicidad entusiasta de autoridades locales venales y dispuestas a vender todo lo que no les pertenece con tal de asegurarse un futuro de abundante riqueza personal. Es la historia de América Latina; de ese estilo de administración vienen las enormes desigualdades entre la población con su cauda de violencia, corrupción en todos sus ámbitos, manipulación de la información, pérdida de libertades civiles y, como corolario, el aparente fracaso de un modelo en el cual se han fundado todas las esperanzas.
Los repentinos brotes de indignación surgidos en el mundo entero, sin embargo, parecen haber coincidido y quizá los más exitosos en términos de resultados, han alimentado la ola cuya reventazón nos está tocando de cerca. Ha sido un «hasta aquí» universal y la población inunda las plazas exigiendo cambios y transparencia. La pregunta que flota es ¿por qué ahora, si la corrupción ha sido abierta y descarada desde siempre? ¿O es que existe una especie de cupo máximo de enriquecimiento ilícito y mal desempeño?
Es probable que la ciudadanía se sienta responsable en parte por no haber reaccionado antes, por haber permitido tanto abuso y haber votado por esa calaña de individuos cuyo único fin era apoderarse de los fondos públicos. En ese pesar íntimo ha de existir mucha rabia acumulada y la frustración de haber visto la danza de los millones en sus mismas narices, sin haber tenido el impulso suficiente para reaccionar a tiempo.
Lo que se ha perdido en estos tantos años de latrocinio, jamás se va a recuperar. Y en esa cuenta están la desnutrición crónica infantil, las muertes maternas por causas prevenibles, el colapso de las redes hospitalarias, la escasez de escuelas e institutos vocacionales, la pérdida de la juventud -cuyo único futuro posible es convertirse en carne de cañón para las organizaciones criminales- la violencia rampante y una democracia amenazada de muerte.
La carga moral es abrumadora, pero aun existe la oportunidad de cambiar el rumbo de la historia y consolidar las estructuras debilitadas del Estado con la participación decidida de lo mejor de la sociedad: su gente honesta, que la hay y en abundancia. Una ciudadanía preparada, trabajadora y con una clara visión de nación.
Fuente de información. Prensa Libre.