Ponencia en Cátedra de Realidad Nacional, sobre Militarización, Crimen Organizado y Pandillas, 13 de noviembre de 2012
Buenas noches a todas y todos, a mí me corresponde exponer sobre la coyuntura actual de las pandillas. Debo decir que muchas de las ideas que voy a compartir con ustedes esta noche, son parte de las reflexiones colectivas que estamos haciendo con un grupo de colegas, en torno a la coyuntura de la seguridad en el país.
Y en ese sentido, esta postura está estrechamente ligada al trabajo académico que desde el IUDOP y la UCA se ha venido haciendo y que ha tenido como único propósito contribuir a mejorar la situación de la juventud salvadoreña, especialmente la de aquellas juventudes en situación de exclusión social.
En este contexto, una primera idea que quiero plantear es que tanto para entender mejor el fenómeno de las pandillas, como el de la llamada tregua, hay que situarse en términos de la respuesta institucional que históricamente el Estado Salvadoreño le ha dado a este fenómeno. Y es que la expresión tan compleja y aguda de pandillas que tenemos hoy día, es en buena medida el resultado de la sistemática desatención estatal frente a las necesidades y demandas de los jóvenes en riesgo.
Aunque las pandillas han estado presentes a lo largo de dos décadas, su profesionalización y proliferación solo ha podido ocurrir en un Estado que por acción o por omisión, ha sido incapaz de articular una oferta de inclusión real a este segmento de la población salvadoreña.
Hasta hoy, todos los gobiernos de la postguerra, sin excepción, han respondido al fenómeno de las pandillas fundamentalmente con represión policial y penal, que cobró su máxima expresión durante las Manos Duras y Súper Duras implementadas por las administraciones de Flores y Saca.
Durante el período de las manos duras, el Estado convirtió a los pandilleros en los emblemas de la violencia, en las principales amenazas a la seguridad, y focalizó la política de seguridad en función de su persecución selectiva. Y tal cual lo señalan las teorías del etiquetamiento, los pandilleros terminaron asumiendo el rol que el Estado y la sociedad les otorgó. Hay abundante evidencia empírica que da cuenta de los fenómenos de criminalización que produjeron las medidas de mano dura, al socializar a los jóvenes con el sistema penal y propiciar las condiciones para que estos grupos mutaran con mayor rapidez a estructuras armadas organizadas.
Pero además de que no ha existido una propuesta estatal de atención integral a estos grupos, para el análisis de lo que está pasando ahora, es importante tener en cuenta los antecedentes de instrumentalización político-partidaria de que han sido objeto estos grupos, en la última década. De hecho, el combate de las pandillas fue utilizado en el pasado como plataforma política por un par de ex directores de policía, mientras que en la coyuntura electoral de 2004, se convirtió en el eje central de los ofrecimientos de la campaña de Antonio Saca.
Pero la utilización del tema con fines populistas ha ido mucho más allá: en el marco de las elecciones de 2009, se tuvo conocimiento de las negociaciones de un partido político con líderes de la MS, a cambio de captar sus votos. A excepción de un acercamiento que se dio al inicio de este gobierno, en el que tenemos conocimiento que había voluntad y compromiso de establecer un puente con estos grupos para buscar una solución conjunta al problema, en el resto de los casos, han sido utilizarlos para favorecer intereses sectoriales o incluso, ponerlos al servicio coyuntural de redes criminales.
Además de poner en común estos antecedentes, para comprender mejor lo que está pasando es importante examinar algunos mitos y representaciones sociales que se han construido desde el discurso oficial y a los que se está apelando nuevamente en el marco de la llamada tregua.
En primer lugar, es bastante discutible que las pandillas sean las responsables de la mayor parte de los delitos que ocurren en el país; al igual que durante las manos duras, hoy día con mucha ligereza y sin mayor sustento empírico, se les ha atribuido el 90 por ciento de los delitos, discurso que también ha servido para justificar las respuestas de mano dura militar.
Los que hemos venido trabajando el tema, sabemos que en los últimos años ha aumentado de forma importante la participación de las pandillas en hechos delictivos, sobre todo en los homicidios y las extorsiones, pero aún con todo, están lejos de alcanzar esos niveles de responsabilidad criminal que se les atribuye. Datos de la Unidad de Análisis y Tratamiento de la Información (UCATI), de la Subdirección de Investigaciones, de la PNC, que consigna información del curso de las investigaciones muestra que de un total de 4,360 homicidios registrados en 2011, 1,149 fueron atribuidos a las pandillas, lo que corresponde al 26.35 por ciento. En general, la tendencia de años anteriores provista por esta misma fuente, muestra proporciones mucho menores. Más allá de que estos porcentajes, puedan o no ser del todo confiables, pues sabemos de las dificultades que nuestro sistema de justicia tiene para probar la responsabilidad penal, el escenario de violencia que tenemos en el país va más allá de las pandillas. Se trata de un entramado de actores ilegales que confluyen en el territorio nacional y regional. Estamos hablando de una fuerte presencia del crimen organizado local y transnacional, que mantiene un amplio control territorial, a partir de sus vínculos con otros actores legales e ilegales; de pandillas cada vez más organizadas, pero también de grupos armados ilegales que operan al servicio de ciertos sectores, sin dejar de mencionar la tradicional delincuencia común, que siempre ha operado en el país.
En este contexto, como lo hemos venido diciendo desde el IUDOP, las pandillas son uno de los tantos actores que irrumpen en el escenario de violencia que tenemos en el país. Sin embargo, llama la atención que el discurso de atribuir la gran mayoría de delitos a las pandillas, aparezca nuevamente con fuerza en el contexto previo a la tregua. A la vez, hay una retórica de las autoridades de seguridad, dirigida a minimizar la presencia y el impacto de la criminalidad organizada en el país, lo que resulta verdaderamente sospechoso, sobre todo a la luz de un contexto regional caracterizado por una fuerte presencia de redes de criminalidad organizada transnacional.
Tomando en cuenta lo anterior, atribuir a la tregua entre las pandillas la reducción de alrededor del 54 por ciento de homicidios que reportan las autoridades, carece de base empírica. Es cierto que los datos muestran reducciones, pero falta comprobar de forma científica a qué obedece tal reducción. Informes policiales muestran que treguas decretadas por las pandillas con anterioridad, solo habían logrado reducir un pequeño porcentaje de homicidios. Entonces, la pregunta obligada es si paralelamente a esta tregua ¿Ha habido treguas con o entre otros actores de la violencia?
Una segunda idea que se nos está difundiendo en el contexto de la tregua, es que las pandillas son homogéneas, son grupos obedientes a su línea de mando. En realidad, ni las pandillas son monolíticas, ni los pandilleros son soldados no deliberantes. Las dinámicas internas de las pandillas han variado mucho en los últimos años. Desde hace algún tiempo, venimos advirtiendo una fragmentación interna de las dos principales pandillas hegemónicas; quizá el caso más conocido sea el de la división al interior de la pandilla 18, situación de la que no ha estado exenta tampoco la Mara Salvatrucha, lo que ha generado un aumento de pugnas y ajustes de cuentas al interior de las mismas pandillas.
Muchas de estas divisiones obedecen a disputas y desacuerdos por el control de los negocios ilícitos. A su vez, no hay que perder de vista que estamos frente a tres generaciones de pandilleros. Los veteranos, muchos de los cuales están ahora en la cárcel purgando elevadas condenas, tienen un perfil y una visión muy distinta de la que tienen los más jóvenes, que están viviendo con intensidad «la etapa de la vida loca». Y esta mayor diversidad de visiones, marcada por la brecha generacional ha provocado fuertes fracturas internas, además de haber emergido nuevas generaciones de liderazgos. Tomando en cuenta este contexto, un acuerdo entre las pandillas o entre las pandillas y otros actores, es un proceso bastante más complejo que supone el entendimiento con diversos interlocutores.
Un tercer mito al que me quiero referir, que se está difundiendo desde el discurso oficial, y del cual han hecho eco los medios de comunicación, es que esta sea «La Tregua», refiriéndose a ella como un fenómeno inédito, cuando en realidad, treguas entre las principales pandillas ha habido varias a lo largo de los años. De hecho, lo que ellos llaman «Correr el sur», es un mecanismo de auto regulación de la violencia que las pandillas centroamericanas han utilizado en diversos momentos.
En realidad, más que una tregua entre pandillas, lo que algunos pandilleros andaban buscando desde hace algún tiempo, sobre todo las generaciones de veteranos que están presos, es una «tregua con el gobierno, una tregua con la policía, decían ellos». De hecho, hubo varios intentos de acercamiento con diferentes gobiernos, para solicitar que les otorgaron muchos de los beneficios penitenciarios que por años se les habían negado y que la Ley Penitenciaria ya establece. Entre las demandas más importantes que solicitaban eran parar el acoso y la persecución policial a sus familias en los barrios; parar las vejaciones contra sus familiares durante las visitas a los centros penales, especialmente las que se cometen durante los registros de ingreso y, eliminar los tratos crueles y degradantes a que han sido sometidos muchos de ellos al interior de los centros penales, como las torturas en el penal de máxima seguridad y en otros penales del país.
En tal sentido, se sabe que ciertamente hay una acuerdo de tregua entre las principales pandillas hegemónicas para calmarse en la violencia, que se inscribe en el marco de un proceso de agotamiento, de cansancio al interior de las propias pandillas, sobre todo de los que están presos, respecto a una situación que los estaba llevando al límite y frente a la cual «no tienen muchas opciones». En este contexto, la reducción de homicidios se está utilizando como moneda de canje para que el gobierno les otorgue ciertos beneficios penitenciarios; mientras que este último se aprovecha de la situación para cumplir con el ofrecimiento de bajar los homicidios que no había logrado mediante las vías convencionales y mejorar así su imagen ante la opinión pública. Tomando en cuenta todos esos elementos, quisiera plantear algunos argumentos que me hacen dudar que la llamada tregua se trate de un proceso sostenible y confiable, a la vez de señalar algunas de las condiciones que deberían reunirse para que esto se encauce como un proceso verdaderamente institucional.
Antes de señalar estas preocupaciones, quiero aclarar que al igual que muchos de ustedes, celebramos que se estén perdiendo menos vidas en un país donde la muerte y la violencia se han normalizado; es claro que este país no es viable con los niveles de violencia endémica que hemos tenido. Sin embargo, como académica, no puedo abstraer este proceso de los retrocesos y las distorsiones institucionales que se están produciendo en el país, por lo que también es válido preguntarse no solo si se ha reducido el crimen, sino ¿Cómo se ha reducido?, ¿A qué precio se están reduciendo los homicidios? o ¿Qué estamos comprometiendo a futuro con esta baja de muertes?
Por otra parte, la violencia en este país no solo es un tema de homicidios; su reducción es muy importante, pero no es suficiente, si no se atienden otras graves expresiones como las desapariciones, las extorsiones, la violencia sexual o la narcoactividad. Hay que ver qué tanto ha cambiado la situación de seguridad en los barrios, qué está pasando con los cementerios clandestinos o con las prácticas de enterramiento que han proliferado en los últimos años.
De igual manera, debo aclarar que no rechazamos las oportunidades que la llamada tregua entre las pandillas pueda ofrecer a la reducción de la violencia; todo lo contrario, estamos a favor de estos procesos de diálogo, e incluso de acercamientos entre las pandillas y el Estado, pero bajo principios de transparencia, legalidad y responsabilidad. De hecho, desde el trabajo institucional se ha venido pujando para que la violencia juvenil sea entendida como un conflicto social, a partir del cual los actores estatales y otros actores sociales instauren acercamientos con estos grupos, en el marco de la búsqueda de soluciones institucionalmente sostenibles a la violencia.
Y en ese sentido, una primera condición que en nuestra opinión estos procesos deben reunir para que tengan visos de ser sostenibles y confiables, es que se manejen con la mayor transparencia y responsabilidad, a fin de generar esos mínimos de confianza entre la población y por supuesto, entre los propios interlocutores. Todo diálogo implica cierto nivel de confianza en la transparencia y autenticidad de las decisiones de las partes, e incluso si aceptamos la hipótesis de que el gobierno ha sido solo un facilitador, un tercero mediador, este debe tener la suficiente legitimidad para que el diálogo fructifique y avance hacia la consecución de soluciones sostenibles.
Sin embargo, la tregua se ha manejado hasta hoy bajo una enorme opacidad; las múltiples contradicciones que están presentes en la retórica del Ministro de Justicia y Seguridad, quien ofrece constantemente diversas versiones en torno al asunto, al tiempo que asegura contar con el monopolio de la verdad, le han restado credibilidad al proceso. Pasaron de ofrecer la musculatura para eliminar la gran amenaza a la seguridad, al discurso de la conversión religiosa de las pandillas. Han pasado de negar la entrega de privilegios a varios de los líderes y la flexibilización de los controles en la cárcel, a mediatizarlo abriendo las puertas de los penales a los medios de comunicación, sin que hasta ahora esto haya transcendido en una respuesta institucional sostenible.
Frente a esta nebulosa, algunas de las preguntas que muchos nos hacemos son: ¿Cuál fue el papel del gobierno en todo esto?, ¿Qué otros privilegios, además de los traslados y los televisores plasma han recibido los pandilleros en las cárceles?, ¿Hasta dónde los beneficios penitenciarios se están distorsionando en el marco de este acuerdo?, ¿Cuál es el verdadero rol de los llamados facilitadores?, ¿Existen otras treguas que no nos han contado? Mientras estas interrogantes no sean clarificadas ante la población salvadoreña y esto siga manejándose de forma poco transparente, como un asunto de pocas personas y no como un asunto de Estado, se dará cabida a que surjan más dudas, incluso entre los mismos pandilleros sobre los diversos intereses que podrían están mediando en todo esto. Una manera de darle mayor credibilidad al proceso, es que se cree un mecanismo de verificación y seguimiento de los acuerdos, con participación de la sociedad civil, las iglesias y la comunidad internacional.
Sin embargo, el reparo más importante que tenemos respecto a este proceso es que han transcurrido ocho meses, sin que el gobierno haya sido capaz de articular una respuesta interinstitucional a las demandas de rehabilitación y reinserción de los pandilleros. Hasta hoy, a pesar del sentido de urgencia que el Ministro parece tener para bajar los homicidios, esto no ha transcendido a una propuesta de política pública. Es claro que la atención de la violencia no puede circunscribirse a la tregua, la cual en todo caso, es el primer paso de un proceso más amplio. Estamos hablando entonces de la necesidad de iniciar un proceso serio y sostenible que rinda sus frutos en el mediano y largo plazo, que no es compatible con la perspectiva coyuntural que por hoy, parecen tener las autoridades. Por ejemplo, no se ha avanzado en la aprobación de la propuesta de la Ley de Rehabilitación, ni hemos conocido una propuesta de política de atención integral a la violencia juvenil, que involucre a las diferentes agencias del Estado.
Tampoco se sabe de dónde se van a obtener los fondos para implementar los programas de prevención o rehabilitación. Ni siquiera en lo inmediato vemos una respuesta articulada del gobierno en los territorios. Por ejemplo, la tregua ofrece algunas condiciones para impulsar esfuerzos territoriales de recuperación de barrios, de restauración del tejido social, de atención a las víctimas, que el gobierno debería haber retomado; sin embargo, este gobierno se ha sentado a publicitar la reducción de los homicidios. Entonces, a la luz de los desafíos que este proceso nos demanda y de la respuesta estatal que se ha tenido cabe nuevamente preguntarse, ¿De qué Estado estamos hablando?, ¿Desde qué Estado estamos respondiendo?
Finalmente, un último cuestionamiento que quiero señalar, tiene que ver con el enfoque jerárquico con que se ha manejado la tregua. Hasta hoy, todo parece indicar que estos entendimientos se han circunscrito a los líderes, o a los que dicen ser líderes, sin considerar a toda la estructura de la pandilla. A ocho meses del acuerdo, ya deberían haber involucrado a los distintos niveles de la pandilla. Se sabe que no todos están de acuerdo con el pacto, y eso constituye una falla de origen para la sostenibilidad del mismo. Son estos mismos que se sienten inconformes o marginados del proceso, los que podrían boicotear cualquier iniciativa de pacificación.
Dicho esto y a la luz de todas estas preocupaciones, quisiera cerrar mi intervención señalando algunos riesgos y consecuencias futuras que se pueden derivar para el país. Un primer peligro que se advierte tomando en cuenta la fragilidad que esto parece tener, es que si los pandilleros no ven pronto resueltas sus demandas, ni una oferta de reinserción social por parte del Estado, se rompa pronto el pacto entre ellos o, entre ellos y el gobierno, que termine desencadenando una escalada de violencia mayor. Una reacción extremadamente violenta de las pandillas, podría ser utilizada por el Estado para justificar una represión masiva que legitime nuevas regresiones autoritarias.
Por otra parte, dadas las condiciones bajo las cuales se ha manejado este asunto, la otra posibilidad es que al tratarse de un acuerdo entre las élites de las pandillas, una parte de la estructura de la pandilla que no está a favor de las negociaciones y que se siente excluida de los beneficios, reaccione con violencia. Esto podría conllevar a nuevas pautas de confrontación entre las pandillas, y a una nueva guerra entre estos grupos en el que ya no medien aspectos de orden identitario.
El otro gran riesgo, y quizá el principal es que si en efecto el crimen organizado también ha tomado parte en este proceso y la tregua entre las pandillas es solo un distractor para facilitar un corredor logístico para el paso de la droga en el país, en el corto plazo, la violencia se institucionalice y las mafias se infiltren en el Estado. Experiencias de países como Italia, México y Colombia han demostrado que cuando las mafias se institucionalizan, la violencia se reduce, tal y como sucedió en el caso de Medellín, en el que los homicidios bajaron en el marco de un pacto con algunos de los principales jefes paramilitares, pero otras actividades criminales como el tráfico de drogas y la extorsión se masificaron. Tal y como lo señaló el congresista James McGobern, en una conferencia dictada recientemente, al referirse a la tregua, «La ganancia a corto plazo puede resultar en un mayor dolor a largo plazo»; en este sentido la pregunta obligada es ¿Qué tanto estos acuerdos podrían estar hipotecando la seguridad futura de nuestros hijos, la seguridad futura del país?, son cuestionamientos que todos deberíamos estarnos haciendo.
Esperamos que estas preocupaciones, por supuesto no lleguen a convertirse en realidad, pero en todo caso, son riesgos que le tocan prevenir al gobierno, sobre quien recae la principal responsabilidad de las consecuencias futuras que de esto se deriven para el país. Para terminar, no quiero dejar de subrayar que toda solución sostenible al fenómeno de las pandillas y la de la violencia en general, pasa necesariamente por la adopción de políticas integrales de atención al fenómeno de la violencia juvenil, la generación de oportunidades de inclusión social a los jóvenes, el fortalecimiento de la institucionalidad democrática y la lucha contra la impunidad. Muchísimas gracias!!
Link de las ponencias en audio: http://www.uca.edu.sv/XXIIIaniversario/texto.php?Id=29
Fuente: http://www.contrapunto.com.sv/violencia/la-coyuntura-actual-de-las-pandillas