La toma de postura de Laurent Fabius, exprimer ministro francés, a favor de un no condicional a la Constitución europea, que de hecho es un no seguro; la actual composición de la Comisión Europea, resultado de la masiva victoria de las fuerzas liberales en Europa; el estado de ánimo de una parte importante de la […]
La toma de postura de Laurent Fabius, exprimer ministro francés, a favor de un no condicional a la Constitución europea, que de hecho es un no seguro; la actual composición de la Comisión Europea, resultado de la masiva victoria de las fuerzas liberales en Europa; el estado de ánimo de una parte importante de la izquierda, claramente orientada hacia el no; el estancamiento de la economía europea; el retorno a los viejos complejos nacionalistas entre las capas socialmente excluidas del bienestar en la propia Europa, todos estos hechos, sumados a decenas de otros, indican que Europa está en crisis. Negarlo no sirve de nada: la época lírica europea ha llegado a su fin. Todo hace pensar que de los 25 países de la Unión, habrá al menos uno que rechazará esta Constitución. Es decir, que no será aprobada. ¿Por qué?
PORQUE EUROPA, en parte, ha defraudado. En la actualidad, los países ricos pierden socialmente más de lo que han ganado económicamente en el concierto europeo; además, sus posiciones se ven socavadas por la coalición de los países pequeños y medianos. Éstos se benefician de la Unión, pero están, a su vez, sujetados económicamente y no pueden, a pesar de los enormes fondos estructurales que les concede la Unión, escapar a la especialización que les impone la Comisión desde Bruselas. De ahí su voluntad de defender rabiosamente sus intereses. En cuanto a los nuevos miembros procedentes de los países del Este, su entrada está condicionada por restricciones humillantes tanto para la obtención de los fondos de ayuda como para la libre circulación de sus ciudadanos. Sin contar, por último, con que la política exterior divide más que nunca a los europeos, a pesar del talento diplomático de Javier Solana.
De hecho, el europeísmo, que en la práctica ha reducido, a lo largo de estos últimos 20 años, la tradicional oposición entre la cultura política de derechas y de izquierdas, está agonizando. Este europeísmo tenía históricamente un fin positivo: sacar a Europa del atolladero del nacionalismo pusilánime y convertirla en una auténtica potencia mundial. En la actualidad, los ciudadanos europeos tienen la impresión de que Europa es una conjunción abigarrada de intereses contradictorios y un enano político. De hecho, las opiniones públicas no perdonan a sus élites que no hayan construido una Europa unida, sino un complicado patchwork institucional, alejado de su vida cotidiana. No se identifican con una Constitución abstracta, formada por hábiles equilibrios institucionales potencialmente explosivos. Y, sobre todo, no perciben que este texto represente una garantía para la mejora de su vida presente y futura. Éste es el verdadero problema.
Por más que los partidarios de la Constitución expliquen que con su aprobación las cosas irán mejor, los ciudadanos escépticos se muestran fríos como el mármol. Esta crisis de confianza es lo que ha captado Laurent Fabius, que a pesar de todo es un declarado partidario del social-liberalismo, o en cualquier caso no es sospechoso de mantener una postura hostil hacia Europa. Y en consecuencia, plantea sus condiciones, de hecho todas ellas centradas en la cuestión del empleo y del mantenimiento de un alto nivel de prestaciones sociales. Lo cierto es que ahí reside la gran debilidad de la Europa liberal. Es extremadamente difícil que un asalariado francés admita que debe renunciar a la excepcional calidad de sus servicios públicos en beneficio de los servicios de interés general a la americana que Europa está instaurando; es inconcebible que un ciudadano alemán comprenda que la reforma a la baja del modelo social alemán es ineluctable para modernizar la economía del país, etcétera. Europa, es necesario repetirlo bajo cualquier circunstancia, no es un asunto del corazón, sino de intereses compartidos. Debe representar una mejora y no una regresión social para los ciudadanos.
Ahora bien, los últimos comicios europeos demuestran la gravedad de la situación: mas del 60% del electorado europeo se abstuvo. El auge de los partidos ultranacionalistas es hoy en día general en toda Europa. Eso sí que es una reacción nacionalista provocada por el temor generado por las políticas económicas de Bruselas. El pacto de estabilidad, cuyo precio fue pagado con millones de parados estos últimos años, aparece hoy como una arma destructora entre manos de las élites financieras europeas. Ni Francia ni Alemania pueden adaptarse a sus normas sin destrozar sectores enteros de sus políticas públicas.
ESTO OCURRE en un contexto en el que Europa no hace nada para asegurar el porvenir: no hay inversión en una política industrial común, no hay verdadera estrategia a largo plazo en los sectores de la investigación y desarrollo, incluso no hay nada para asegurar la identidad militar de la Unión Europea (entregada a la OTAN). La política del Banco Central Europeo está estrictamente basada en la defensa del euro fuerte, lo que impide competir con el dólar y, sobre todo, obstaculiza una verdadera política de creación de empleo.
Lo grave es que el proyecto de Constitución constitucionaliza esta situación. Eso es porque hay crisis y rechazo. Sería un terrible error percibir esta crisis de confianza como un retorno al nacionalismo, una oposición a otros pueblos.
Se trata de otra cosa: una parte cada vez más importante de los ciudadanos europeos tiene simplemente la impresión de que en esta empresa pierde más de lo que gana. Pues la gobernabilidad, la adhesión política y el consenso democrático no están, en las grandes democracias modernas, vinculados a un idealismo del sacrificio, sino al mantenimiento del nivel de vida y de las conquistas sociales.
Nada, y sobre todo no el bello ideal europeo, debe justificar el aumento de la precariedad, el paro estructural, la privatización de los servicios públicos (educación, sanidad, investigación) y la impotencia política. Europa necesita defensores lúcidos, que comprendan que también debe servir a los intereses de los más débiles, de los más pobres, y no sólo apostar por las finanzas. No integrar la dimensión social en la construcción europea, hacer del liberalismo integral el único ideal posible del futuro de Europa, es elegir el posible fracaso de la Unión Europea. La Constitución europea corre el riesgo de ser su primera manifestación.
Sami Naïr es profesor de Ciencias Políticas de la Universidad de París-VII