Traducido por Antoni Jesús Aguiló y revisado por Àlex Tarradellas
Si no hacemos nada para corregir el curso de las cosas, dentro de algunos años se dirá que la sociedad portuguesa vivió, entre finales del siglo XX y comienzos del XXI, un luminoso aunque breve interregno democrático. Duró menos de cuarenta años: entre 1974 y 2010. En los cuarenta y ocho años que precedieron a la revolución del 25 de abril de 1974, la sociedad portuguesa vivió bajo una dictadura civil nacionalista, personificada en la figura de Oliveira Salazar. A partir de 2010, entró en un nuevo período de dictadura civil, esta vez internacionalista y despersonalizada, dirigido por una entidad abstracta llamada «mercado». Las dos dictaduras comenzaron por razones financieras y luego crearon sus propias razones para mantenerse. Ambas conllevaron el empobrecimiento del pueblo portugués, al que dejaron en la cola de los pueblos europeos. Pero mientras que la primera eliminó el juego democrático, destruyó las libertades e instauró un régimen de fascismo político, la segunda mantuvo el juego democrático pero redujo al mínimo las opciones ideológicas, mantuvo las libertades pero destruyó las posibilidades de ejercerlas efectivamente e instauró un régimen de democracia política combinado con fascismo social. Por esta razón, la segunda dictadura puede llamarse «dictablanda».
Las señales más preocupantes de la actual coyuntura son las siguientes. En primer lugar, está aumentando la desigualdad social en una sociedad que ya es la más desigual de Europa. Entre 2006 y 2009 aumentó en un 38,5% el número de trabajadores por cuenta ajena que sólo percibía el salario mínimo (450 euros): ahora son 804.000, es decir, aproximadamente el 15% de la población activa; en 2008, un pequeño grupo de ciudadanos ricos (4.051 contribuyentes) tenía un rendimiento similar al de un vastísimo número de ciudadanos pobres (634.836 contribuyentes). Si es cierto que las democracias europeas valen lo que valen sus clases medias, la democracia portuguesa podría estar cometiendo un suicidio.
En segundo lugar, el Estado del bienestar, que permite corregir en parte los efectos sociales de la desigualdad, en Portugal es muy débil y, a pesar de ello, es atacado constantemente. La opinión pública portuguesa está siendo intoxicada por comentaristas políticos y económicos conservadores -dominan los medios de comunicación como en ningún otro país europeo- para quienes el Estado del bienestar se reduce a impuestos: sus hijos son educados en colegios privados, tienen buenos seguros médicos, se sentirían en peligro de muerte si tuviesen que recorrer al «caos de los hospitales públicos», no usan transportes públicos, perciben opulentos salarios o sustanciosas pensiones. El Estado del bienestar debe ser abatido. Con un sadismo indignante y un monolitismo ensordecedor, van insultando a los portugueses empobrecidos con las letanías (neo)liberales de que están viviendo por encima de sus posibilidades y que se acabó la fiesta. Como si aspirar a una vida digna y decente y comer tres veces al día fuese un lujo reprensible.
En tercer lugar, Portugal se ha convertido en una pequeña isla de lujo para los especuladores internacionales. ¿Tienen otro sentido los actuales intereses de la deuda soberana en un país del euro y miembro de la UE? ¿Dónde está el principio de la cohesión del proyecto europeo? Para el disfrute de los beneficiarios de la desgracia nacional, el Fondo Monetario Internacional ya está aquí dentro y anunciará en breve, tras el Plan de estabilización Económica número 4 ó 5, lo que los gobernantes no quieren anunciar: que este proyecto europeo ha terminado.
Invertir este orden de las cosas es difícil, pero posible. Hay mucho que hacer a escala europea y a medio plazo. A corto plazo, los ciudadanos tienen que decir basta al fascismo difuso instalado en sus vidas y volver a aprender a defender la democracia y la solidaridad tanto en las calles como en los parlamentos. La huelga general del próximo 24 de noviembre será más efectiva cuanta más gente salga a las calles para expresar su protesta. El crecimiento ecológicamente sostenible, la promoción del empleo, la inversión pública, la justicia fiscal y la defensa del Estado del bienestar tendrán que volver al léxico político a través entendimientos eficaces entre el Bloco de Esquerda, el Partido Comunista y los socialistas que apoyan con convicción el proyecto alternativo de Manuel Alegre.
Boaventura de Sousa Santos es sociólogo y profesor catedrático de la Facultad de Economía de la Universidad de Coimbra (Portugal).
Fuente:http://www.cartamaior.com.br/templates/colunaMostrar.cfm?coluna_id=4842
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