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La difícil lucha contra la impunidad en Perú

Fuentes: Rebelión

El último día de febrero, fue negro para la justicia peruana. Un así llamado «tribunal anticorrupción» salvó de la cárcel a una de las más despreciables figuras del fujimorato, el ex ministro de economía Carlos Boloña Berh, al que condenó a sólo 4 años de prisión «no efectiva» por haberle proporcionado 15 millones de dólares […]

El último día de febrero, fue negro para la justicia peruana. Un así llamado «tribunal anticorrupción» salvó de la cárcel a una de las más despreciables figuras del fujimorato, el ex ministro de economía Carlos Boloña Berh, al que condenó a sólo 4 años de prisión «no efectiva» por haberle proporcionado 15 millones de dólares -dinero del Estado- al entonces Asesor de Inteligencia del Presidente depuesto, para que huya del país. Boloña, hombre de confianza del Fondo Monetario y caracterizado vocero del neo liberalismo estuvo involucrado también en un intento de «Golpe», en el año 2000, para evitar la quiebra el régimen dictatorial de Fujimori, pero también fracasó.

Ese mismo tribunal que encontró liviana la responsabilidad de Boloña, una semana antes, había absuelto a Martha Chávez, connotada figura parlamentaria del régimen depuesto, arguyendo que «no había encontrado pruebas» para condenarla.

Estos dos ejemplos sirven por cierto para graficar cómo es difícil en el Perú la lucha contra la impunidad. Pero no son los únicos. Decenas de mafiosos han abandonado ya las cárceles en unos casos por haber sido sancionados con penas insignificantes; y en otros por no haber sido juzgado. A estos últimos se les aplicó la figura del «exceso de carcelería», porque transcurrió un tiempo que la justicia consideró «razonables» sin que se haya expedido sentencia en el caso.

Y es que, por donde se les mire, los tribunales de justicia están corroídos por los viejos sistemas de dominación, que simplemente se inclinan ante los poderosos. Y la mafia Fujimorista no solo que fue poderosa, sino que lo sigue siendo y puede darse el lujo -incluso- de retomar el poder en nuestro país. Es de temerle, entonces.

Hace algunas semanas, uno de los órganos de expresión más reaccionarios que se editan aquí -el diario Expreso- se quejaba de la situación creada más o menos en los siguientes términos: cuando ocurre algo como lo que está pasando hoy en el Perú y nuevos tramposos capturan el control del Estado, aparece -decía- una colección de videos como la que dejó pasar a la historia la Mafia de Montesinos, y como resultado de ello, la ética, la moral y la honra de las personas quedan hechas escarnio.

Una lógica sugerente, claro porque le ética, la moral y la honra que quedaron en escombros, fueron las de los mafiosos que compraban voluntades, y las de los que vendían las suyas a cambio del dinero público.

No estaba, en efecto, la honra ni la dignidad del pueblo en juego, porque no fueron «los de abajo» los que se vendieron; sino «los de arriba» los que buscaron acumular fortuna a manos llenas en una extraña capacidad de combinar lo agradable con lo productivo: multiplicaban sus ingresos, en efecto, al tiempo que servían obsecuentemente los intereses del Gran Capital. Hoy buscan que nadie los juzgue por ello y que no les impongan sanciones. Después de todo «sirvieron a la patria», pero sus servicios no tenían por qué ser gratuitos. Nunca lo dijeron.

El tema es más complicado porque no sólo se refiere a gente que robó a manos llenas, sino también a asesinos que segaron vidas humanas, que mataron a inocentes, que privaron del más elemental de los derechos -el derecho a la vida- a mujeres, ancianos y niños.

Alan García estuvo complicado en numerosos crímenes que hoy toman forma: Accomarca, Llocllapampa, Cayara, los Penales; pero también en matanzas como la de Los Molinos, lugar en el que fueron simplemente fusilados decenas de combatientes rendidos del MRTA; o ejecuciones extrajudiciales como las que llevó a la práctica el conocido Comando Rodrigo Franco, que usurpó el nombre de un mártir haciendo escarnio de su vida. Pero Alan García se niega a comparecer ante los tribunales de justicia que lo requieren apenas para «declarar», ya que temen abrirle procesos en la materia.

Los militares que asesinaron en Accomarca, entre agosto y septiembre de 1985, hicieron uso de procedimientos horrendos: tomaron a los niños de las aldeas y los confinaron en chozas de paja con sus madres. Allí dispararon después bombas de gasolina y metralla, con la que mataron a muchos y quemaron sus cuerpos. La autopsias dirían más tarde que allí los niños fueron quemados vivos. Pero hoy, quienes tuvieron la iniciativa de actuar así, u ordenaron ese crimen, dicen que nadie puede juzgarlos. En unos casos no tuvieron participación directa en los hechos, y en otros, tales delitos «ya prescribieron». Por una u otra razón, la impunidad asume la función de norma.

Gracias a ella, en efecto, ya están libres dos connotados asesinos del Grupo Paramilitar Colina, pero probablemente en abril estarán en la calle otros, a los que se les concederá la misma licencia benigna: no hubo juicio, pasó el tiempo, y ya.

Bien podría decirse que en nuestros países, la justicia es una parodia. Porque lo que ocurre hoy en el Perú sucede también en Chile, en Argentina, En Paraguay o en Brasil ¿O es que algún castigo recibieron, por ejemplo, los que secuestraron y desaparecieron en una calle de Buenos Aires, en 1979, a Antonio Maidana, el valeroso Secretario General del Partido Comunista del Paraguay?. Como en muchos otros casos, en todos los rincones del continente se ha afirmado la impunidad y los asesinos tenido la habilidad necesaria para librarse de culpas.

No siempre les fue fácil. En el Perú, por ejemplo, algunos de los más caracterizados asesinos, tuvieron asistencia del Estado para cambiar de identidad, de imagen y de documentos; y la ayuda necesaria para salir del país y radicarse en algún del mundo en el que hasta hoy, no fueron ubicados. Fue el caso de Alvaro Artaza, el tristemente célebre «Comandante Camión», uno de los primeros asesinos que operó en la zona de emergencia precisamente al amparo del general Clemente Noel Moral y sus cómplices.

Esos elementos hoy son libres, sí; pero con seguridad no se han librado nunca de sus culpas ni de su conciencia, que les atormentará hasta el fin de sus días.

La impunidad no es, entonces, carta de garantía. Es, apenas, una mueca de desprecio por la justicia y por la vida.

Gustavo Espinoza M. es miembro Del Colectivo de Dirección de Nuestra Bandera.