Recomiendo:
0

De la visualización a la sospecha en Francia

La fabricación republicana de una politización

Fuentes: Les Figures de la Domination / Boltxe Kolektiboa

Los levantamientos de los jóvenes de los barrios populares son reveladores porque asistimos al mismo intento de negar la realidad social no igualitaria por medio de presentar explicaciones en términos de «dejación de los padres», de «patologización» de estos jóvenes «sin referencias», de «derivas islamistas», de «zonas de no derechos» controladas por los mafiosos, de «rechazo a integrarse», etc. Sin embargo, la magnitud de la revuelta es tal que ya no se puede negar completamente el escándalo no igualitario vivido por estos jóvenes y estos territorios populares. Y sin embargo, de nuevo hay una vuelta a la represión en la ilusión de obtener una paz social sin justicia ni igualdad.

Los levantamientos de los jóvenes de los barrios populares[1] que se desarrollaron durante el año 2005 no son sorprendentes aunque, a la vez, son reveladores. No son sorprendentes porque se desarrollan tras casi tres décadas de gritos de cólera, de análisis de quienes eran los primeros concernidos alertando sobre la situación de estos barrios, de reuniones públicas, de intentos de organización y de estructuración, de marchas pacíficas, etc.

Tampoco son sorprendentes porque estuvieron precedidos de explosiones limitadas territorialmente: Les Minguettes (1981), Vaulx-en-Velin (1990), Mantes-la-Jolie (1991), Sartrouville (1991), Dammarie-les-Lys (1997), Toulouse (1998), Lille (2000).

Son reveladores porque asistimos al mismo intento de negar la realidad social no igualitaria por medio de presentar explicaciones en términos de «dejación de los padres», de «patologización» de estos jóvenes «sin referencias», de «derivas islamistas», de «zonas de no derechos» controladas por los mafiosos, de «rechazo a integrarse», etc. Sin embargo, la magnitud de la revuelta es tal que ya no se puede negar completamente el escándalo no igualitario vivido por estos jóvenes y estos territorios populares. Y sin embargo, de nuevo hay una vuelta a la represión en la ilusión de obtener una paz social sin justicia ni igualdad.

Se ha vuelto banal y consensual denunciar la «politización» o la «sobrepolitización» de las cuestiones relacionadas con la inmigración y sus hijos. Los unos apelan a la vigilancia y a la movilización «ciudadana» y «republicana» ante los peligros que amenazarían a las instituciones republicanas. Se invocan entonces conceptos «elevados» con el fin de señalar el peligro para la «República», el «laicismo», la «democracia». Los otros responden en eco mencionando la necesidad de despolitizar el debate ya que, según ellos, estas cuestiones son de naturaleza técnica, educativa, y/o se limitan a una dimensión particular de la vida social (política de la ciudad, devenir del sistema escolar, etc). A pesar del vigor de las oposiciones, se revela la base común de una posible y necesaria despolitización. A pesar de las discrepancias, es frecuente la idea común de una «inmigración que plantea nuevos problemas».

Creemos que es necesario cuestionar esta evidencia y este consenso al menos por dos razones. Por una parte, porque «inmigración» y «política» son indisociables. Por otra, porque de lo que se trata es de las paradojas y de las contradicciones de la República, y no de una «nueva esencia» cualquiera de los inmigrantes poscoloniales y de sus hijos que les convertiría en «inintegrables» y/o en «personas que plantean problemas».

La «primera edad» de la politización de la inmigración: la invisibilidad y la cortesía

Desde 1945 a la década de 1970 la inmigración y las poblaciones surgidas de ella no son globalmente un «objeto político» ni son sujeto de «politización»[2]. Habrá que esperar por una parte a la «crisis económica» y por otra a las exigencias de derechos de los inmigrantes (en particular, el derecho a una residencia estable) para que nazca una primera versión de esta «politización»: la exigencia de una vuelta a la «condición de inmigrante» como fuerza de trabajo pura, invisible, no sujeto de derecho y con una presencia transitoria en el territorio.

La ilusión de la «neutralidad política» de la inmigración es una de las tres reveladas por Abdelmalek Sayad como constitutiva del fenómeno:

«Ilusión de una presencia necesariamente provisional (…); ilusión, esta gobernada por aquella, de que esta presencia es totalmente juzgable por la razón o la coartada que hay en su principio y que aquí es el trabajo al que, en buena lógica, está o debería estar totalmente subordinada; y, por último, ilusión de la neutralidad política, no solo la neutralidad exigida al inmigrante, sino tal como esta se impone al propio fenómeno de la inmigración (y de la emigración) cuya naturaleza intrínsecamente política se oculta e incluso se niega a beneficio únicamente de la función económica»[3].

Las mutaciones vividas por la inmigración poscolonial hacen saltar en pedazos estas tres reducciones: ellos y ellas se quedan, ellos y ellas superan el marco de la empresa, ellos y ellas se expresan políticamente bajo formas diversas. Ahora bien, estas tres ilusiones son fundamentales para comprender los contornos de la «presencia legítima» que sintetizaremos en una conminación de invisibilidad y en una exigencia de cortesía.

La invisibilidad

La presencia legítima de la inmigración (y hoy de sus hijos franceses) supone en el famoso «modelo francés de integración» una invisibilidad social y una no existencia política. Ambas características tienen relación con una percepción-construcción del inmigrante como fuerza de trabajo transitoria. Ambos ejes son constitutivos de una «política de inmigración» que se ha impuesto durante largas décadas. Esta ha guiado a la vez las opciones en materia de vivienda y de derechos sociales y políticos, las concepciones de la nación y de la naturalización, las relaciones de «benevolencia» tejidas por las fuerzas políticas, sociales y asociativas, etc.

La conminación de invisibilidad se construye a su vez sobre un doble nivel inscrito en una cronología: el inmigrante propiamente dicho, que, por medio de las opciones de vivienda (opciones sociales debido a las orientaciones gubernamentales y patronales, pero también opciones de los propios inmigrantes determinados por los imperativos objetivos de sus recursos), por medio de la ausencia de derechos políticos, por medio del sentimiento de provisionalidad que marca la condición de inmigrante, etc, se ve obligado a vivir en el territorio volviéndose lo más discreto posible, lo menos visible posible y lo menos ostentoso posible.

En un segundo momento, el inmigrante antiguo (o antiguo inmigrante) y sus hijos son invitados a resolver su situación de «provisionalidad que dura» convirtiéndose en franceses. Ahora bien, en el modelo francés de integración convertirse en francés es fundirse en el «crisol francés», es «cambiar de naturaleza» naturalizándose, es volverse definitivamente invisible. Por razones vinculadas al carácter poscolonial de una parte de la inmigración, en el curso de la década de 1980 esta conminación de invisibilidad vuela en pedazos y suscita una nueva «politización» de la inmigración. Volveremos sobre ello.

La cortesía

La exigencia de cortesía se desprende del mismo modelo y en particular de la negación de la dimensión de sujeto político del inmigrante. La negación de lo político suscita una exigencia de cortesía. Como él mismo se encuentra en una percepción transitoria de su estancia en Francia, al menos en un primer momento, el inmigrante interioriza este lugar «apolítico» que induce esta postura «cortés». Fuera se sabe cuánto marca la cortesía las formas de la urbanidad, que son la expresión de una ciudadanía: a partir de entonces, este servilismo forzado es un marcador de la ausencia de la ciudadanía conferida. Por medio de este sesgo se legitima la dominación y la desigualdad de trato.

Abdelmalek Sayad habla con toda razón de la «artimaña social» engendrada por la exclusión de lo político de lo «no nacional»:

«El inmigrante(…) no solo es un alógeno sino, más que eso, es un «no nacional» que a ese título solo puede ser excluido de lo político. Política y cortesía, y sin duda la cortesía más que la política, exigen esta neutralidad, que también se denomina «obligación de reserva»: la forma de cortesía a la que se debe el extranjero y a la que él se cree obligado (y, en última instancia, él solo se debe a esta cortesía porque se cree obligado a observarla) constituye una de estas artimañas sociales (o artimañas de lo social) por medio de las cuales se imponen unos imperativos políticos y se obtiene la sumisión a estos imperativos»[4].

A su vez, esta discriminación legal (que se plantea como vinculada inevitablemente al «orden nacional») suscita y legitima las discriminaciones ilegales. Esta exigencia de cortesía es a la vez la causa y la consecuencia de la invisibilidad. También tiene como consecuencia «poner» en situación «de obligado» al inmigrante. Las conquistas de las luchas de los inmigrantes (conquistas obtenidas contra su condición de inmigrantes) aparecen entonces (se presentan) como «regalos» o el resultado de la «integración».

Algunas consecuencias

Hemos insistido en dos aspectos de la «condición de inmigrante» durante esta «primera edad» en la medida en que lo que la hace entrar en una «segunda edad de la politización», por parafrasear a Sayad, es su estallido debido a mutaciones sociológicas y luchas sociales llevadas a cabo por los primeros concernidos. Así, no es casual que se reproche a los jóvenes surgidos de la inmigración su visibilidad ostentosa y su no cortesía.

Esta «primera edad» de la politización se puede resumir en una construcción permanente estatal, jurídica, legal, de una precariedad de la residencia. Así, habrá que esperar a la «Marcha por la Igualdad» de 1983 para que se satisfaga la vieja reivindicación de un «documento de identidad único para diez años». Paradójicamente, un movimiento social de los niños es lo que desemboca en una estabilización que concierne a los padres. Las múltiples relaciones en el discurso político y mediático entre «paro e inmigración», por una parte, y las ilusiones gubernamentales (tanto de la izquierda como de la derecha) sobre la posibilidad de una «vuelta» no son simplemente el signo de una ceguera sociopolítica, sino que también son lo que revela el antiguo consenso basado en la construcción permanente de la precariedad de la residencia.

Por consiguiente, la primera edad de la politización aparece precisamente en el momento en el que los primeros concernidos se niegan a ser confinados a un estatuto de no ciudadanos, en el momento en el que se niegan a ser reducidos al simple estatuto de fuerza de trabajo transitorio, no político y cortés.

La segunda edad de la politización: el integracionismo

La especificidad de la inmigración poscolonial, las mutaciones sociológicas y políticas, y las luchas sociales se van a combinar en el curso de las décadas de 1970 y 1980 para hacer caduca la «primera edad». Las reacciones, primero de la extrema derecha y después de una gran parte de la clase política, suscitarán la nueva politización actual.

Especificidad de la inmigración poscolonial

Para todas las inmigraciones, la duración de la estancia, el dominio del medio social pero también, a la larga, la experiencia social, obrera y sindical, modifican la relación con uno mismo, con el país de origen, con el país de estancia, con los derechos considerados legítimos, etc. Unas exigencias consideradas «normales» y «legítimas» se vuelven insoportables, unas reivindicaciones consideradas «impensables» y, por lo tanto, no formulables (y no formuladas) se transforman en indicadores de un combate por la dignidad[5]. Debido a ello, la ampliación de las exigencias y de las reivindicaciones, primero en el seno de la empresa y después fuera de ella (que revela, por ejemplo, las luchas por la vivienda) son inevitables a mayor o menor largo plazo para el conjunto de las inmigraciones pasadas, presentes y futuras. A este nivel la inmigración poscolonial no se distingue de otras inmigraciones.

Paradójicamente, estas mutaciones son más rápidas para la inmigración poscolonial. Por supuesto, la paradoja solo es aparente. Debido a la colonización (y a sus consecuencias sobre los nuevos Estados después de las independencias), los inmigrantes tienen un conocimiento más exhaustivo de la sociedad francesa y de su organización política, administrativa y jurídica, de los principios de legitimación de esta[6].

A causa de ello, estos inmigrantes poscoloniales se sienten autorizados, más rápidamente y más fácilmente[7], a cuestionar su «condición de inmigrantes»[8]. Testimonio de ello es la precocidad de la reivindicación de estabilidad de residencia y las múltiples luchas que la acompañaron. A este nivel la inmigración poscolonial se diferencia de las demás inmigraciones.

La especificidad de la inmigración poscolonial es también la de la relación que la sociedad global teje con ella. En el propio centro de la larga experiencia colonial es donde se han construido y se han difundido las representaciones sociales de estas poblaciones, las lógicas culturalistas de percepciones de comportamientos, las imágenes sociales de la religión musulmana o de las culturas de origen. A menos que se considere que estas construcciones históricas de larga duración desaparecen ellas mismas con las descolonizaciones, hay que cuestionarse sobre la existencia de un imaginario colonial que da origen a unos procesos de reproducción.

Si entonces sobreviene una crisis estructural como la que conocemos y una instrumentalización de esta por parte de la extrema derecha, tendremos el cuadro actual: el de la vuelta forzada de una visión colonial de estos ciudadanos.

Las mutaciones sociológicas

Tanto causa como consecuencia de los aspectos anteriores, empiezan las mutaciones familiares ampliamente estudiadas en sociología (feminización y rejuvenecimiento). Nacen niños y/o se socializan aquí, y debido a ello heredan una relación con el derecho, la igualdad y la sociedad global diferente de la de sus padres (a pesar de que siguen siendo percibidos y construidos como inmigrantes, aunque no han inmigrado de ninguna parte).

Para que la Marcha por la Igualdad tuviera lugar era necesario que estos hijos se consideraran (en el sentido literal del término) indígenas de las sociedad francesa aunque estuvieran construidos como indígenas (en el sentido político del término, el derivado de la colonización, es decir, ni completamente francés ni completamente extranjero). Las desigualdades, el racismo y las discriminaciones percibidas como «inevitables» por los padres (e incluso a veces «legítimas») y más o menos pacientemente soportadas, se vuelven más rápidamente y más radicalmente insoportables para los hijos. Los muchos testimonios y relatos de estos jóvenes en el curso de la década de 1980 describen unos padres «inquietos» por la implicación política y reivindicativa de sus hijos. También dan testimonio de un rechazo por parte de estos hijos de la invisibilidad social y política por una parte y de la postura de cortesía por otra.

Las mutaciones sociológicas de la sociedad de arraigo

A estas mutaciones sociales referentes a la inmigración se añaden las referentes a la sociedad global, que no son menores. A través de la crisis económica que se inició en la década de 1970 y de las reestructuraciones que le acompañaron, lo que se deshace es el conjunto de un mundo social y de una contrasociedad. En otros escritos[9] hemos tratado de describir este proceso de desestructuración de la cultura y de la sociedad obrera, de sus instancias y de sus estructuras de socialización, de sus canales de esperanzas sociales y de contestaciones, etc. Estas mutaciones de la sociedad global en general y de la clase obrera en particular tendrán una serie de consecuencias importantes que hay que tener en cuenta para entender las nuevas «politizaciones» de las cuestiones vinculadas a la inmigración.

En primer lugar, el desarrollo de la «competencia por los bienes raros» (al igual que en otros periodos históricos, como la crisis de 1929 para otras inmigraciones) va a hacer posible la utilización del proceso de producción del «chivo expiatorio» en el mercado político. Los éxitos electorales del Frente Nacional empiezan en este periodo, lo mismo que la utilización de la inmigración como tema central del enfrentamiento político por parte de este partido. En segundo lugar, estos jóvenes surgidos de la inmigración no reciben ningún eco de sus reivindicaciones en el seno de las organizaciones clásicas del movimiento obrero y más generalmente de la izquierda. Así pues, las tomas de conciencia se inician fuera de esta. Como puso de relieve Olivier Masclet[10] de manera eufemística, a lo que estamos asistiendo es a una cita fallida.

Las luchas de los jóvenes surgidos de la colonización[11]

En la primera mitad de la década de 1980 no asistimos a una «Marcha de los beurs[12]» como todavía afirman con frecuencia muchos discursos políticos y mediáticos. Lo que se desarrolla es todo un ciclo de «Marcha por Ia igualdad» que va desde la primera Marcha en 1983 a Divergencia 85 pasando por Convergencia 84. Aquí no se trata de una simple discusión de términos, a menos que se considere que la manera que tiene un grupo social de nombrarse y de posicionarse no dice nada de su situación real. La diferencia es doble: el término «beur» no es el que se utiliza de manera dominante para autodenominarse en el curso de la Marcha. Será una producción ulterior significativa de una «nueva politización» producida en gran parte por el Partido Socialista entonces en el gobierno. Tampoco se trata de una sola Marcha sin precedentes y sin sucesión. La Marcha por la Igualdad fue preparada por una multitud de experiencias políticas y militantes más modestas y más locales. Se inscribe en una larga dinámica que comporta las «tres Marchas», pero también nuevos intentos de estructuración, como «Memoria Fértil», «El MIB» [Movimiento de los indígenas de la República] y hoy los «Indígenas de la República».

Tanto el ciclo de las Marchas como los intentos ulteriores de dar una salida organizativa son incomprensibles si no se tienen en cuenta las reacciones de la izquierda en el gobierno y de sus intermediarios asociativos. En nuestra opinión, lo que explica las mutaciones de los discursos y de las posturas de los jóvenes surgidos de la colonización es, por una parte, el sistema de acciones-reacciones de un estado de concienciación y, por otra, el discurso y las prácticas políticas gubernamentales. De una marcha de visibilización de una generación (que significa su voluntad de que se le tenga en cuenta como sujeto político) y de rechazo de la desigualdad última (la desigualdad ante el derecho a la vida debido a la multiplicación de los crímenes racistas y de seguridad pública) pasamos con Convergencia 84 a una reivindicación de ciudadanía plena y entera que plantea la temática de la igualdad y de la diversidad cultural y con Divergencia 95 a la afirmación de una autonomía percibida como necesaria para imponer los deseados cambios igualitarios. Mientras tanto, desde arriba se crearon la llamada «moda beur» y «SOS Racismo».

El contexto de una «cita fallida»

En nuestra opinión, para entender la «cita fallida» entre el nuevo actor social y político que se visibiliza con las Marchas y la izquierda en el gobierno conviene tener en cuenta los contextos políticos y económicos de la década de 1980. En el plano económico esta década está marcada por los primeros efectos generalizados de las reestructuraciones económicas que desestabilizaron profundamente los medios populares. A la realidad de una creciente precarización se añade para el conjunto del mundo laboral una relación pesimista con el futuro. Esto no deja de tener consecuencias en los procesos de afirmación identitaria y en los equilibrios de clase/identidad étnica en la manera de percibirse uno mismo.

R. Gallissot[13] insiste en el hecho de que el nacionalismo y la identidad nacional funcionan como ideologías de los dominados en las sociedades postindustriales. Según él, la identidad nacional se convierte en la identidad primera y en lo que les queda a los desposeídos de las formaciones económicas y sociales avanzadas. «Lo que les queda», es decir, las políticas sociales y los derechos sociales que se basan en el principio de solidaridad nacional. «En la propia condición proletaria, el nacionalismo confiere una superioridad; en efecto, la identidad nacional es la propiedad de aquellas personas que no tienen propiedad o cuya propiedad más pobre está amenazada», escribe R. Gallissot[14]. Esta función de la identidad nacional y del nacionalismo adquiere un lugar particular en el curso de la década de 1980 debido al aumento de la «competencia por los bienes raros» (trabajo, vivienda, escolaridad, etc.).

La estrategia del Frente Nacional ha sido precisamente dar una expresión política a este «repliegue identitario» del grupo mayoritario sobre la identidad nacional. Este partido cosecha sus éxitos electorales imponiendo un cambio de paradigma de pensamiento político y, en consecuencia, de temas y de prioridades, de términos y de plantillas explicativas de la realidad social. El paradigma «culturalista» en su versión radical sustituye a los paradigmas de dominación, portadores de la división izquierda/derecha. Los temas y vocabularios étnicos sustituyen a los temas sociales como parte central del enfrentamiento político. Así, este partido pasa del 0,8 % en 1981 al 14,5 % en 1988. Por su parte, la izquierda, y en particular el Partido Socialista, acepta ampliamente esta mutación del campo político impuesta por el Frente Nacional. También desarrolla cada vez más la plantilla culturalista de lectura por una parte y la presentación de la inmigración (o de la integración) como problema por otra. Desde entonces estamos en lo que algunos autores han denominado la «lepenización de los espíritus»[15]. ¿Cómo tener en cuenta en este contexto la afirmación de un nuevo actor colectivo como el que se expresó en el curso de la Marcha por la Igualdad?

«SOS Racismo» y la moda «beur«

La creación de SOS Racismo es la respuesta institucional y política aportada por la izquierda en el gobierno a la emergencia de un nuevo actor colectivo. El objetivo esencial de esta nueva organización es conocido[16]: impedir la emergencia y el arraigo de un movimiento autónomo portador de unas potencialidades reivindicativas. Tras este objetivo se revelan las preocupaciones del Partido Socialista en este momento: contrarrestar la desilusión generalizada producida por la política económica del gobierno imponiendo como única división «demócratas contra Frente Nacional»; evitar así la alianza entre derecha y extrema derecha que se mostró claramente durante las elecciones en Dreux; tratar así de recuperar una audiencia electoral que su política social y económica le había hecho perder. Por todas estas razones se consideraba peligroso un movimiento autónomo. Las consignas y las reivindicaciones de igualdad de los jóvenes surgidos de la colonización se sustituyen por un «antirracismo abstracto» del tipo «touche pas à mon pote» [No toques a mi amigo], «j’aime qui je veux» [Quiero a quien yo quiero], etc.

Más allá de estos factores vinculados al contexto de la época, SOS Racismo comporta unas mutaciones ideológicas importantes: el discurso sobre las generaciones. En un contexto de reestructuraciones que afectan a los padres debido a los despidos masivos en algunos sectores industriales y a la llegada de nuevos inmigrantes bajo la forma de una inmigración sin papeles, se trata, ni más ni menos, de enfrentar los unos a los otros.

Así es como Abdelmalek Sayad describe este proceso:

«Todo el discurso actualmente dominante sobre la inmigración atestigua esto. Y la voluntad de ruptura que comporta este discurso no es solo entre generaciones sucesivas consideradas en sus relaciones mutuas de continuidad y de discontinuidad, sino también y sin duda más en las relaciones recíprocas entre ellas y la sociedad francesa: tanto se «excluye» a una generación, se la mantiene a distancia de todo, confinada a una vida casi instrumental, como la siguiente es objeto de una intención de recuperación, de una voluntad comúnmente compartida de anexión en tanto de subproducto endógeno (más que indígena)(…). La invención de la denominación «beur» llega en el momento oportuno. Y es necesaria toda la atención bienintencionada y condescendiente de los pensadores de la «generación» (y de esta generación) para querer conferir una manera de autenticidad local y para firmar esta expresión de la marca de producción del «verlan«[17]«[18].

El poder de nominación no es secundario. Tienen unos efectos de producción de la realidad social, impone una manera de plantear las cuestiones. Los efectos performativos del discurso generalizado sobre los «beurs» (discurso político, discursos mediáticos, pero también discursos con pretensión de erudito) esbozan unos contornos ideológicos que siguen funcionando hoy en día. Así, el final de la década de 1980 está marcado por un nuevo consenso entre la derecha y la izquierda caracterizado por dos afirmaciones esenciales: por una parte, el cierre de las fronteras y el discurso sobre los «clandestinos», y, por otra, el discurso integracionista (es decir, no social y que elude las cuestiones planteadas por los jóvenes: la igualdad y el rechazo de las discriminaciones).

Por consiguiente, la segunda edad de la politización es la de la «moda beur» y de la división voluntaria entre padres e hijos por una parte, y regulares y clandestinos por otra. El objetivo del culto a la «integración» es enfrentar a unos con otros y al mismo tiempo desvitalizar el aspecto reivindicativo de dichos «beurs«. Por supuesto, la falta de resolución de estas cuestiones sociales y económicas constitutivas del destino social específicas de estos jóvenes franceses surgidos de la colonización solo podía llevar a un rechazo generalizado y multiforme del integracionismo. La respuesta a esta negativa y a este rechazo es el origen de la tercera edad de la politización.

La tercera edad de la politización: las cuotas de inmigración, los «guetos» y el enemigo interno

De inmigración cero a inmigración escogida

El mito de un cierre completo de las fronteras inauguró esta tercera edad de la inmigración en el preciso momento en que sectores enteros de la economía (construcción, confección, restauración, etc.) incluían la existencia de una mano de obra «sin papeles» en sus cálculos de rentabilidad. Con la figura del «sin papeles» el inmigrante vuelve a su condición inicial: una pura fuerza de trabajo. Pero los efectos del mito del «cierre de fronteras» se extienden al conjunto de los «inmigrantes» y de sus hijos franceses. Se instala para todos la lógica de la sospecha, independientemente de su situación jurídica y de su nacionalidad:

«Aquí surge una primera dificultad: el desfase entre el Estado de derecho (el cierre de las fronteras) y el Estado de hecho (la permeabilidad de estas fronteras). Esto significa que en uno u otro momento el Estado deja necesariamente de ser creíble puesto que es incapaz de hacer respetar sus propias reglas. Y que su ley siempre presentará algunas brechas residuales por las que no dejarán de introducirse los candidatos a la inmigración. Estas posibilidades legales, que siempre que sea posible el Estado tratará de calificar de «desvío de los procedimientos» o de obligarle a hacer unas acrobacias ya sean represivas, ya sean (cada vez más raramente) benévolas. Pero esta arbitrariedad quizá es más maquiavélica (y, por lo tanto, inteligente) de lo que se cree: es un modo de gestión que convierte el desorden en un principio político de fragilización de los extranjeros, de todas las categorías jurídicas. Consciente o no, la estrategia consiste en retirar sus referencias a los inmigrantes»[19].

Además del confinamiento en la «clandestinidad», es decir, en la invisibilidad, el consenso sobre el «cierre de fronteras» volvió a introducir otra característica de la clásica «condición de inmigrante»: la desestabilización y la precarización de la residencia. El final del documento de identidad único por diez años tiene valor de símbolo en este aspecto. Es obra de un ministro de un gobierno de izquierda. La nueva politización consensual significa, para los inmigrantes regulares o no, la vuelta al estatuto de fuerza de trabajo pura, precaria y sin estabilidad. El discurso rival de las «cuotas y de inmigración escogida» que aparece más recientemente no rompe con esta lógica de sospecha. La idea ya no es que tenemos demasiados inmigrantes, sino que no tenemos los buenos. De nuevo aparece el consenso derecha-izquierda, y va, por ejemplo, de Nicolas Sarkozy a Malek Boutih[20]. Como en el discurso sobre el cierre de fronteras, aquí solo se considera al inmigrante como «fuerza de trabajo» y/o «variable de ajuste» económico. Persiste la sospecha en esta nueva versión de una misma lógica: los nuevos candidatos deberán demostrar su «integración» antes de pretender aspirar a una estabilidad de residencia. La visión caricaturesca de Malek Boutih proponiendo tres documentos de identidad (azul, blanco y rojo) pone de relieve las dimensiones de lo imaginario movilizadas en esta nueva politización. Las mismas dimensiones se convocan igualmente para hablar esta vez de los franceses surgidos de la colonización.

Un nuevo enemigo interno: el francés surgido de la colonización

El periodo en el que se construye el consenso sobre los «sin papeles» también es el periodo en el que se desarrolla un nuevo discurso sobre el islam como «problema» o como «obstáculo a la integración». Desde finales de la década de 1980 cada acontecimiento internacional o nacional (Primera Guerra del Golfo, primer «caso del pañuelo», conflicto israelo-palestino, atentados del 11 de septiembre y después el de Madrid, segundo «caso del pañuelo», etc.), es objeto de intervenciones políticas y mediáticas que cuestionan la compatibilidad entre la «República» y el «islam». La simple repetición recurrente produce así un efecto performativo que ancla en la opinión pública, en los medios de comunicación y en el seno del paisaje político la idea de la existencia de un problema real entre el islam construido como «sustancia eterna» y la República igualmente planteada como «sustancia eterna». Tras el cuestionamiento sobre la «adaptabilidad del islam» se oculta otro concerniente a los portadores de esta religión: los jóvenes surgidos de la colonización. Una vez planteada como evidente e indiscutible, esta lógica está disponible y es eficaz para producir distracciones para ocultar las cuestiones sociales y políticas molestas: distracciones que permiten ocultar la crisis del sistema escolar y las reivindicaciones de los profesores con el llamado caso del «pañuelo», distracción para ocultar la pauperización y la precarización de los barrios populares presentándolos como «guetos» controlados por mafias e «integristas», etc. Al hacer esto lo que se difunde en las maneras de pensar las cuestiones sociales es una idea de un «enemigo interno». Se pueden localizar tres componentes en esta «nueva politización» en lo que concierne a los jóvenes franceses surgidos de la colonización: un discursos sobre el islam, un discurso sobre los territorios y un discurso sobre la mujer.

El discurso sobre el islam se construye a partir de una negación de la historicidad de esta religión. Contrariamente a las demás religiones monoteístas, se tiende a homogeneizar esta religión[21]. Esta homogeneización y la plantilla de lectura culturalista que la ha producido (pero también que la refuerza en cada uso) tiene por efecto una tendencia a hacer pasar a los jóvenes surgidos de la colonización de un lugar «endógeno» respecto a la sociedad francesa a un lugar «exógeno». Aunque son franceses, se tiende a construir a estos jóvenes como «extranjeros». La negación del aspecto «endógeno» tiende así a producir al «indígena» en el sentido político del término[22]. Las consecuencias de esta politización son graves, Subrayemos solo dos: en primer lugar, produce una «lógica de sospecha» construyendo en el seno mismo de la nación un «enemigo interno» (tanto más peligroso cuanto que es interno). En segundo lugar, legitima un «racismo respetable» a base de una conminación a la deslealtad: romper con lo que se supone que les une a este «enemigo interno» (la religión, la cultura, la lengua, el aspecto de la vestimenta, la familia, etc.) e integrarse o negar esta «ruptura» y ser excluidos, discriminados, estigmatizado con toda legitimidad respetable.

El discurso sobre los territorios, es decir, sobre los barrios populares, acompañó al anterior. De nuevo encontramos a SOS Racismo (aunque esta asociación no ha sido la única) como actor importante de la construcción social que transforma unos «barrios populares» en «guetos», verdaderos «territorios perdidos de la República»[23]. La representación de los barrios populares como desiertos humanos, bajo la copa de un «lumpen proletariado» que dirige una economía mafiosa, relacionado con unas masas de predicadores integristas y caracterizados étnicamente, está presente en el conjunto de los acontecimientos y discursos de la asociación desde finales de la década de 1980[24]. El aparato de presión de esta asociación contribuirá a imponer esta percepción social de los barrios populares en los medios de comunicación y en el seno de la clase política. También aquí las consecuencias son graves: se establece un vocabulario eufemístico donde «jóvenes de las banlieues» significa jóvenes «árabes y negros», el carácter mixto social significa la presencia que se considera demasiado importante de estos mismos «indígenas», la causa (la desigualdad) tiende a ser presentada como consecuencia, las consecuencias (la visibilidad o las reapropiaciones de los estigmas o las nuevas diferencias «culturales» producidas socialmente) se plantean como causas. Así, los barrios populares se construyen como «exógenos» a la nación, como «territorio» que hay que reconquistar.

No insistiremos en el tercer discurso referente a las mujeres surgidas de la colonización en la medida en que se analiza en otro capítulo de esta obra. Con todo, subrayemos que, en nuestra opinión, posee las mismas características que los dos anteriores: procesos de globalización y de relectura culturalista de lo real, lógica de sospecha, conminación a la deslealtad y escisión binaria que se desprende de ello (entre las que «se integran» y las que «no se integran»); exogenización de las recalcitrantes y su estigmatización, etc.

Por consiguiente, la tercera edad de la politización es la del «racismo respetable» y del «enemigo interno». Surge del rechazo de un lugar asignado por parte de los jóvenes franceses surgidos de la colonización. Este rechazo adoptó las formas de la visibilidad social fuerte, de la que «el caso del pañuelo» solo fue el aspecto más mediatizado, antes de orientarse a la agitación en los barrios populares. Por ello, esta tercera edad de la politización marca alegremente su carácter culturalista, las palabras, las lógicas y las medidas en la «guerra de civilizaciones» por una parte y en las ideologías de justificaciones coloniales por otra parte.

De la dualidad republicana a la duplicidad del discurso sobre la igualdad

El proceso de «politización» de las cuestiones relacionadas con las poblaciones surgidas de la inmigración (y a sus diferentes etapas) que hemos tratado de describir son muestra de importantes debates concernientes a la «nación» y la «República» . Dos de ellos nos parecen esenciales: el concepto de la nación y los paradigmas de pensamientos y de acciones que se desprenden de ello.

La dualidad de las concepciones de la nación

La tensión entre dos concepciones opuestas de la «nación» marca la historia de la construcción nacional francesa. A merced de las relaciones de fuerzas y de sus mutaciones se ha instalado una dualidad de concepto con unos polos dominantes, diferentes según los periodos.

El primer concepto es una definición política de la «nación», es decir, la reunión en un mismo territorio de «ciudadanos» que se rigen por la «igualdad» según las mismas leyes sean cuales sean las características culturales, religiosas, etc.

El segundo es un concepto cultural y «étnica» de la nación que plantea como necesaria la homogeneidad cultural de los ciudadanos. En su versión dura este segundo concepto lleva a la idea de poblaciones «inintegrables» debido a una «distancia cultural» demasiado grande. En su versión suave lleva a la idea de una «integrabilidad» de todos de la que deben ocuparse los poderes públicos, además de promoverla. Efectivamente, bajo el efecto de múltiples factores que hemos mencionado más arriba parece que asistimos desde hace varias décadas a un doble movimiento de fondo: por una parte, el movimiento de refuerzo del concepto cultural y étnica de la nación y, por otra, otro movimiento en el seno de este concepto que va de la versión suave a la dura. Los retos aquí también son importantes y llevan a una duplicidad respecto a los discursos sobre la igualdad.

La duplicidad del tema de la igualdad

Cada una de las concepciones de la «nación» lleva a un análisis preciso de «lo que es un problema» y, por lo tanto, orienta las políticas públicas. El concepto político de la nación plantea la posibilidad de cuestionar las distancias entre el discurso republicano igualitario (que se desprende del carácter político de la nación) y la realidad de las desigualdades sociales constatadas. En consecuencia, lleva a unas dinámicas reivindicativas que exigen la reducción de las diferencias entre el derecho real y el derecho formal, y en función de las relaciones de fuerzas en una reactivación progresiva de estas reivindicaciones por parte de los poderes populares. Se busca en la realidad social y en las desigualdades que la caracterizan la causa de «lo que es un problema». La denuncia de la regla aplicable y aplicada que funciona en nuestra sociedad (las producciones de las desigualdades) se realiza sobre la base de la regla formal proclamada (el trato igualitario de todos los ciudadanos). Es el camino que han tomado las luchas obreras y las luchas feministas en unos periodos en los que estaba muy presente el concepto político de la nación. Tratándose de las poblaciones surgidas de la inmigración, se orienta en dirección a una lucha contra las discriminaciones percibidas como producción sistémica de nuestra sociedad.

El concepto cultural de la nación busca las causas de «lo que es un problema» en la naturaleza, la esencia, la cultura, la religión, etc. de una población dada. Las desigualdades sociales ya no son causas sino consecuencias. Como en todos los mecanismos de dominación, la inversión de las causas y de las consecuencias permite legitimar las dominaciones remitiéndolas a quienes las padecen. En términos de lógica de acción, este concepto orienta hacia las políticas «de integración» que llevan inevitablemente a una lógica de sospecha cuyo objetivo es disponer en serie a los «integrables» y los «no integrables» o, peor, quienes «rechazan la integración». Los lugares asignados y las desigualdades sociales, jurídicas y políticas ya no se analizan como productoras de comportamientos y de las relaciones en el mundo. Al contrario, lo que se plantea como productoras de los lugares asignados y de las desigualdades son estas «culturas» esencializadas. La desigualdad se vuelve aceptable.

Para concluir, en nuestra opinión estamos en presencia de dos paradigmas de pensamiento determinantes de los modelos de acciones públicas[25]. Al primero lo calificamos de paradigma «integracionista». Es consustancial a un concepto cultural de la nación y es el origen, en nuestra opinión, de varios hechos políticos recientes: discurso sobre la inmigración escogida, reforma de la naturalización, Contrato de acogida y de integración, el informe Benisti[26], la ley sobre los signos religiosos, etc. Llamamos al segundo «paradigma igualitario». Es consustancial a un concepto político de la nación y lleva a unos modelos de acciones públicas que luchan contra los procesos estructurales de producción de desigualdades.

Saïd Bouamama
24 de marzo de 2012

URL:

La république mise à nue par son immigration, París, éditions La Fabrique, 2006.

[Traducido del francés para Boltxe kolektiboa por Beatriz Morales Bastos.]


[1] Hablamos voluntariamente de «barrios populares» y no de «banlieues» [suburbios] en la medida en que este último término (como el de gueto) que se usa de forma generalizada participa de la construcción de una mirada que elude las causas sociales de la situación. Según los razonamientos en términos de banlieu, no estaríamos ante una producción del conjunto de nuestro sistema social, sino ante simples errores de «poblamientos», de «políticas urbanas», de «opciones arquitectónicas», de «repliegue sobre uno mismo», etc.

[2] Por supuesto, esta ausencia de «politización» es ella misma una «politización», es fundamentalmente política. Expresa el modelo de una inmigración «invisible y cortés», sin derecho y sin reivindicaciones, simple fuerza de trabajo sin olor ni sabor, sin hijos y sin existencia fuera del trabajo.

[3] Abdelmalek Sayad, Introduction, L’immigration ou les paradoxes de l’altérité, De Boeck Université, Paris Bruxelles, 1997, Introducción, p. 18.

[4] Abdelmalek Sayad, Qu’est ce qu’un immigré, idem, pp. 63 y 64.

[5] En nuestra opinión, no se ha dedicado suficiente atención a este sentimiento «subjetivo» que es la dignidad. Lo que se vive como elemento constitutivo de la «dignidad» (o lo que equivale a lo mismo, al sentimiento de ser tratado indignamente) tiene una dinámica histórica que corresponde a las mutaciones de la relación con uno mismo y con la sociedad de arraigo. Es uno de los indicadores del equilibrio entre sentimiento de extranjería y sentimiento de intranjería.

[6] El hecho de que estos principios se volvieran contra el colonizador es lo que, entre otras cosas, caracterizó la aceleración de las reivindicaciones de independencia, que fueron una de las fuentes importantes de identidad política de las nuevas elites nacionales y una de las fuentes de inspiración de las jurisdicciones y de los paradigmas de pensamiento de los sistemas políticos.

[7] En nuestra opinión, la no percepción de esta precocidad y de esta facilidad hay que achacarla a la hegemonía de una visión culturalista de la inmigración primero bajo la forma caricaturesca de la teoría de la «distancia cultural» y, después, bajo unas formas más refinadas. Este dominio culturalista que elude lo esencial de los factores sociales, políticos e históricos por una parte y que refuerza el paradigma integracionista por otra es significativo de un cierto concepto cultural de la nación que en la historia de la construcción nacional francesa se ha impuesto al concepto político de la nación.

[8] Hoy se puede hacer la misma constatación en el seno de los comités de sin papeles en los que se observan unas posturas diferentes de las reivindicaciones en función del origen de la inmigración. El acuerdo común sobre la exigencia de regularización se realiza tendenciosamente sobre el modo de la demanda para unos y sobre el de la «reivindicación legítima» para otros. Así no es raro oír argumentos sobre «la colonización y sus efectos», sobre la «participación en las dos guerras mundiales». Más significativo aún es el razonamiento que plantea que «los inmigrantes han contribuido a la construcción económica de Francia». Es como si se percibiera a los nuevos inmigrantes como continuadores de sus predecesores.

[9] Saïd Bouamama, De la galère à la citoyenneté. Les jeunes, la cité, la société, Desclée de Brouwer, París, 1993.

[10] Olivier Masclet, La gauche et des cités – enquête sur un rendez-vous manqué, la dispute, 2003.

[11] A partir de este momento histórico que es la Marcha utilizaremos el término jóvenes surgidos de la colonización (que tomamos de Sayad) en vez de «jóvenes surgidos de la inmigración», que utilizábamos antes. En efecto, fue a partir de esta Marcha cuando se aceleraron unos procesos significativos de designación y de autodesignación: beurs, ciudadanos, indígenas, etc. Estos términos no son neutros sino que expresan a la vez unos factores objetivos (vinculados al lugar social real, a los campos de esperanzas sociales «realistas» en vista de las tomas de postura de los grandes partidos políticos) y subjetivos (la mirada sobre uno mismo, la disponibilidad de herramientas conceptuales para pensarse a uno mismo, el estado de concienciación, etc.).

[12] Los beurs son los hijos de los inmigrantes magrebíes nacidos en Francia. La palabra también se refiere a todo aquello que sea de origen magrebí. (N. de la T.)

[13] René Gallissot, «Dépasser le nationalisme sinon les nationalismes nous dépassent», en L’homme et la société, n. 103, año XXVI, L’Harmattan, 1992, pp.1-13.

[14] René Gallissot, «Dépasser le nationalisme sinon les nationalismes nous dépassent», op. cit., p. 12.

[15] Pierre Tévanian et Sylvie Tissot, Dictionnaire de la lepénisation des esprits, Esprit Frappeur, París 2002.

[16] Serge Malik, Histoire secrète de SOS-Racisme, Albin Michel, París, 1990.

[17] El verlan es el argot que consiste en invertir las sílabas de las palabras. (N. de la T.)

[18] Abdelmalek Sayad, «Le mode de génération des générations immigrées», Migrants- formation, n° 98, septiembre de 94, pp. 11 y 12.

[19] Alain Morice, Régularisation des sans-papiers ou libre circulation, publicado en internet el 10 de noviembre de 2005, http://biblioweb.samizdat.net/article33.html

[20] Malek Boutih, político francés que fue presidente de SOS Racismo de 1999 a 2003. Actualmente es diputado del Partido Socialista y miembro de su Comité Ejecutivo. (N. de la T.)

[21] Los «musulmanes» se construyen entonces como población «homogénea», como «comunidad» compacta sin divisiones en clases sociales, de lugar de residencia, de pertenencia política, etc. A partir de entonces el conjunto de sus comportamientos solo es explicable a partir del referente «cultural» o del «referente religioso» excluyendo todos los demás determinantes sociales o religiosos. Ya vivan en Sarcelles, en Bagdad, ya sean obreros o empresarios, de «derecha» o de «izquierda», los sistemas de comportamientos y las relaciones con el mundo se explican solo a partir únicamente del referente religioso.

[22] Así, en nuestra opinión, la pareja endógeno/exógeno está relacionada con la pareja indígena/extranjero. Las construcciones de una población como «exógena» a la nación, las explicaciones de los comportamientos a partir de una «cultura» o de una «religión» percibida como «extranjera» o «exterior» a «Francia», a sus «valores», a su «genio», a su «laicismo» expulsan del cuerpo nacional a uno de sus componentes, lo vuelven «extranjero», es decir, hace emerger una nueva figura del «indígena» francés y extranjero a la vez.

[23] Emmanuel Brenner, Arlette Corvarola, Sophie Ferhadjian, Elise Jacquard, Barbara Lefebvre, Iannis Roder, Marie Zeitgeber y otros profesores del primer y segundo ciclo de secundaria, los territorios perdidos de la República: Milieu scolaire, antisémitisme, sexisme, Mille et Une Nuits, Paris, 2002.

[24] erémy Robine, «SOS Racisme et les «ghettos des banlieues» – construction et utilisations d’une représentation», Hérodote, n° 113, París, 2004.

[25] Adoptamos una terminología que diferencia paradigma y modelo. El paradigma se entiende como una plantilla de lectura de la realidad social, de la nación, de las cuestiones sociales, de la inmigración, etc.; el modelo define unos sistemas concretos de políticas públicas. Los paradigmas pueden ser explícitos, estar teorizados y formalizados en el saber erudito o implícitos y no formalizados en el discurso y material político y mediático. Por su parte, los modelos expresan en términos de acción el equilibrio en un momento dado de las relaciones de fuerza de varios paradigmas.

[26] El Contrato de acogida y de integración, que gestiona la Oficina Francesa de Inmigración y de Integración, es un contrato obligatorio desde 2007 entre los inmigrantes legales recién llegados y las autoridades francesas. El hecho de no respetar el contrato por parte del inmigrante puede comportar la no renovación del permiso de residencia. Por su parte, el Informe Benisti sobre la prevención de la delincuencia, 2004, fue objeto de muchas críticas, sobre todo porque establecía un paralelismo entre el bilingüismo de los hijos de los inmigrantes y el riesgo de delincuencia. En una versión posterior del informe publicada en 2005 los autores reconocían su error y precisaban que el bilingüismo era una suerte para los niños. (N. de la T.)