Pasará algún tiempo antes de apreciar en su justa dimensión la potencia de los movimientos ciudadanos y los efectos de ese despertar de dimensiones planetarias. La incidencia de la tecnología en las comunicaciones -un elemento que hace apenas 10 años era incipiente- ha revolucionado el escenario político en muchos países, no solo a nivel de […]
Pasará algún tiempo antes de apreciar en su justa dimensión la potencia de los movimientos ciudadanos y los efectos de ese despertar de dimensiones planetarias. La incidencia de la tecnología en las comunicaciones -un elemento que hace apenas 10 años era incipiente- ha revolucionado el escenario político en muchos países, no solo a nivel de inmediatez, sino también en cuanto a la manera de definir acciones, compartir posiciones y trazar estrategias con resultados masivos nunca antes vistos.
En Guatemala, por ahora, solo es posible observar cómo, a partir de la primera convocatoria para la manifestación del 25 de abril en la Plaza de la Constitución, los distintos actores involucrados en actos de corrupción se han ido decantando -cada uno en su propio espacio de influencia- hacia la defensa abierta de sus intereses, sin reparar en cómo se perciben desde otros ámbitos. Es decir, la guerra está declarada y la reputación es lo de menos cuando de proteger los privilegios se trata.
De ahí los movimientos arteros de quienes todavía sostienen, a duras penas, las riendas del poder. Mientras tanto, las figuras protagónicas se desgastan, pierden toda autoridad y parecen haber optado por la salida menos deshonrosa posible, haciendo esfuerzos titánicos para no caer con toda su humanidad en las garras de la justicia. Sin embargo, para la población esta no es una opción aceptable, desde el momento en que se acumulan las investigaciones, las demandas, las solicitudes de antejuicio y, como corolario, publicaciones de prensa cuyo impacto mantiene a la ciudadanía como espectadora de primera fila a la espera del desenlace.
Algo digno de rescatar de esta saga de revelaciones de corrupción, lavado de activos, defraudaciones al fisco, asociaciones ilícitas, narcotráfico y financiamiento ilícito de campañas, entre otras, es la potencia inesperada del rechazo ciudadano. Hay un no rotundo y definitivo. Es un no a los excesos de quienes han manejado la cosa pública a su sabor y antojo, pero también un no contra su propia complicidad en ese juego que ha llevado al país a una de las peores crisis de su historia reciente.
El poder del no es algo para tomar en cuenta, pero ese rechazo que se inició como un acto simbólico, tiene ahora la oportunidad de volverse un instrumento capaz de dar sentido a un cambio de reglas destinado a establecer un saludable equilibrio de poderes, limpiar a las estructuras actuales de toda la lacra que las ha invadido y, muy especialmente, garantizar un control estricto de los procesos de los cuales depende la institucionalidad.
Las iniciativas ciudadanas, sus propuestas de reformas -bien fundamentadas- así como el esfuerzo dedicado a mantener viva la llama de las manifestaciones, demuestran la existencia de una voluntad real de impulsar los cambios que el país necesita para recuperar su dignidad política. El potente llamado a rechazar las componendas de quienes aspiran a conservar sus cuotas de poder es señal de agotamiento de un modelo mantenido gracias al tráfico de influencias de grupos que, literalmente, se han apoderado tanto de las herramientas políticas como de los recursos económicos de la nación.
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Fuente de información: Prensa Libre.