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La «Guerra contra las Drogas» de EE.UU. sobre Nuestra América como modo de intervención imperialista

Fuentes: Rebelión

Este artículo forma parte de una investigación desarrollada en el marco del Instituto Tricontinental de Investigación Social. Fue publicado en el Cuaderrno N° 2 de la Colección Adictos del Imperialismo titulado “La arquitectura imperialista y el ataque a la soberanía. La dimensión geopolítica de la guerra contra las drogas” elaborado por dicho instituto. Puede descargarse el cuaderno completo en https://thetricontinental.org/es/argentina/adictos2-geopolitica/

Imperialismo, guerra y drogas: una relación con historia

Cualquier reflexión sobre las características y consecuencias de la política estadounidense respecto de la producción y consumo de drogas en Nuestra América no puede obviar su relación con el imperialismo. En esta dirección, como lo desarrollaremos a continuación, el monroísmo -es decir, la pro­longación actual de la trágicamente conocida Doctrina Monroe que cum­plió en 2023 su bicentenario- tiene una dimensión específica en el llamado combate contra el narcotráfico. Y esta dimensión cobró la forma particular de una guerra, la pretendida “Guerra contra las Drogas”.

Esta guerra estadounidense contra las drogas resulta un capítulo relati­vamente reciente, abierto en los años 70; pero la relación entre el imperia­lismo y las drogas tiene una larga historia que se remonta al siglo XIX con las llamadas guerras del opio -la primera desplegada entre 1839 y 1842 y la segunda entre 1856 y 1860- promovidas por el imperio inglés -junto a otras potencias europeas- contra la China imperial de ese entonces para asegurar libertad para el comercio del opio en ese país -que los británi­cos producían y comercializaban desde la India colonial para compensar el déficit comercial que tenían con China-. El fin de esas guerras, con la firma de los Tratados Desiguales impuso la subordinación de China, con la liberalización comercial, la apertura de varios puertos al comercio exterior, la anexión de Hong Kong y la ampliación de Macao bajo dominio portugués.

Ya Karl Marx en el conocido Capítulo XXIV de El Capital hace refe­rencia a estas guerras -junto a la conquista y colonización de América y la esclavización de las poblaciones africanas- cuando examina las formas glo­bales que asume la acumulación originaria del capital. No es casualidad que estas “guerras por las drogas” retornen hoy como una dimensión central de la intervención imperialista en esta fase neoliberal del capitalismo en la que se exasperan estas formas de acumulación basadas en el despojo, el saqueo y la desposesión.

Anunciada en 1971 por el presidente Nixon, han pasado más de cin­cuenta años del relanzamiento de esta “Guerra contra las Drogas”, ahora bajo el patrocinio estadounidense, y, sin embargo, el consumo de drogas -particularmente por la sociedad estadounidense y el Norte Global, donde se concentra mayoritariamente el consumo mundial de estas sustancias- no ha dejado de crecer año tras año. ¿Se trata simplemente de un fracaso reite­rado? ¿Cinco décadas de frustraciones y reveses continuados que constitu­yen la mayor bancarrota de una política exterior de toda la historia mundial? ¿O será que el verdadero objetivo de esta guerra no reside en el combate al narcotráfico? ¿No será que en vez de poner nuestra atención en el consumo, la producción y el tráfico de las drogas deberíamos concentrarnos en las for­mas de la guerra y la intervención que adopta el combate a estas prácticas? Una guerra permanente que ya lleva cinco décadas, para un país, Estados Unidos, que de sus casi 250 años de existencia sólo en 15 ha estado sin in­tervenir, de forma declarada o encubierta, en una guerra.

La historia de esta guerra estadounidense contra las drogas en Nuestra América puede así dividirse en seis momentos claves. Repasemos breve­mente esta periodización cuyos principales acontecimientos pueden consul­tarse en la cronología que disponemos en estas páginas.

I. De la guerra contra el pueblo de Vietnam a la guerra (interna) contra las drogas

Ciertamente, el comienzo se remonta a la iniciativa presentada por el presidente Richard Nixon en junio de 1971 cuando declaró al abuso de drogas como el enemigo público número 1 de los Estados Unidos y, bajo una retórica militar, planteó una serie de iniciativas para combatirlo. En esos años, el gobierno estadounidense estaba embarcado en una verdadera gue­rra, llevada a cabo contra el pueblo de Vietnam. Cada vez más complicados en ese conflicto, tras la ofensiva del Tet de 1968, y bajo un creciente e inten­so cuestionamiento social interno, el gobierno estadounidense finalmente terminará firmando dos años después el fin de la guerra en los Acuerdos de París de 1973. Pero mientras tanto, en 1971, uno de los sectores que encabezaban el cuestionamiento a la guerra eran los jóvenes -particular­mente universitarios- que en su configuración contracultural resultaban los principales consumidores de las drogas recreativas del momento. La guerra nixoniana contra las drogas los perseguía centralmente a ellos. Así también, esos años serán el comienzo de la introducción de la droga en los barrios populares afroamericanos -tras el asesinato de sus principales líderes en los años 60- donde se desplegaba el otro movimiento social -el llamado movimiento por los derechos civiles- que cuestionaba la matriz societal racista de las elites estadounidenses. Así, más allá de plantearse el combate a la producción y comercio externo de narcóticos, la guerra declarada por Nixon tenía un énfasis fundamentalmente interno, un verdadero laboratorio que sería exportado y aplicado luego en la región.

No se trata de una interpretación malintencionada o extremista. Así lo reconoció uno de los principales asesores en política interna del Presidente Nixon, esa “guerra” tenía otro objetivo.

La Casa Blanca de Nixon […] tenía dos enemigos: la izquierda antiguerra y la población afroestadounidense […]. Sabíamos que no podíamos convertir en algo ilegal estar en contra de la guerra o ser negro, pero lograr que el público asociara a los hippies con la mariguana y a los negros con la heroína, y después criminalizarlos severamente, podríamos irrumpir en esas comu­nidades […], arrestar a sus líderes, catear sus casas, disolver sus reuniones y vilipendiarlos noche tras noche en los noticieros. ¿Sabíamos que estábamos mintiendo sobre las drogas? Por supuesto que sí.

Declaró John Ehrlichman en entrevista con la revista Harper’s en 1994 (Brooks, 18 de junio de 2021).

En este contexto se crea la DEA (Drug Enforcement Administration), que centraliza las relativamente pequeñas instituciones anteriores y cuyo crecimiento es ilustrativo del recorrido del tema en la política interna y ex­terior de EE. UU.

Actualmente, se trata de una fuerza que declara poseer casi diez mil em­pleados (DEA, s/f a). Según declara en su sitio web, la agencia se organiza en 23 Divisiones de campo dentro de EE. UU. pero además tiene un gran desarrollo transnacional: opera en 69 países, en los que tiene 93 oficinas (DEA, s/f c). Para graficar la magnitud que ha adquirido la DEA en estos cincuenta años, basta decir que incluso tiene una División de Aviación, que cuenta con 135 “agentes especiales/pilotos” en su staff y 100 aeronaves pro­pias (DEA, s/f b).

Su sede central está en la ciudad de Arlington, Virginia, muy próxima al Pentágono, otra dependencia con despliegue global a través de sus Co­mandos —el Comando Sur en el caso de América Latina y el Caribe—, que articulan cientos de bases militares en decenas de países de los cinco continentes.

De acuerdo a su definición oficial, se trata de “la entidad federal que se encarga de combatir el tráfico y el consumo de drogas en Estados Unidos, así como de coordinar investigaciones estadounidenses relacionadas a las drogas en el exterior” (USAGov en español, s/f).

II. De Reagan a Bush: las drogas como una amenaza a la seguridad nacional

Un segundo momento de esta cronología se sitúa una década después, en los años ochenta, con el lanzamiento por Ronald Reagan de su propia “Gue­rra contra las Drogas”. Así, en 1986, Reagan declaró a las drogas como una amenaza a la seguridad nacional transformando la cuestión en uno de los centro de la política de seguridad y exterior en el marco del relanzamiento de la Guerra Fría y el intervencionismo estadounidense en la región, parti­cularmente frente a la Revolución Nicaragüense.

En similar dirección, el documento de Santa Fe II —documentos de la CIA elaborados en la ciudad estadounidense de Santa Fe y que orientaban la política estadounidense para América Latina— también mencionó por primera vez al narcotráfico y las drogas —en asociación con el terrorismo— como uno de los problemas a afrontar en la región. Bajo el título “La crisis de los narcóticos” la propuesta Nº 7 de dicho documento señalaba que “me­diante el apoyo a un poder judicial independiente, EE. UU. puede ayudar a los países latinoamericanos a hacer frente a los delitos relacionados con los narcóticos y el terrorismo”.

La efectiva articulación entre ambas dimensiones quedaría públicamente expuesta con el llamado escándalo Irán-Contras y las investigaciones par­lamentarias que se impulsaron a partir de 1986. En dichas investigaciones quedó demostrado que el gobierno estadounidense le había vendido armas a Irán -lo que tenía legalmente prohibido-, financiando con ello a la lla­mada Contra nicaragüense, grupo armado de extrema derecha que llevaba adelante una guerra irregular y de desgaste sobre el gobierno sandinista. La investigación, liderada por el senador John Kerry en el Comité de Relacio­nes Exteriores del Senado, también señaló los vínculos entre la Contra y el narcotráfico, así como sobre el uso de financiamiento proveniente del narco­tráfico para sostener las actividades de estas fuerzas contrarrevolucionarias. El informe respaldó las acusaciones respecto a que la CIA había facilitado, al menos indirectamente, el tráfico de drogas e incluso su introducción a los Estados Unidos bajo la contrapartida de que parte de sus ganancias sos­tuvieran esas actividades. Los carteles colombianos y mexicanos apoyaban económicamente a la Contra a cambio de facilidades para introducir drogas en Estados Unidos. Estas relaciones quedaron también de manifiesto en las declaraciones de Ernest Jacobsen, agente de la DEA, en la investigación que abrió la Cámara de Representantes sobre el escándalo Irán-Contras.

En la misma dirección, el reconocido periodista Gary Webb reseñó, en una serie de artículos de investigación, esta complicidad de la CIA en el contrabando de cocaína hacia EE.UU. cuyas ganancias servían al financia­miento ilegal de la Contra, denunciando además la complicidad del gobier­no de Reagan en la protección judicial de estas actividades y el papel que este narcotráfico tuvo en la epidemia de crack que asoló a muchas de las grandes ciudades estadounidenses, particularmente a sus barriadas pobres entre 1984 y 1990. Así, en la década de 1980 se experimentó un veloz crecimiento del consu­mo de cocaína y de su derivado “crack” en Estados Unidos, con sus gravosas consecuencias, en especial sobre los sectores populares. En su faz externa, la denominada “Guerra contra las Drogas” resultó una dimensión significativa del ataque del imperialismo estadounidense a la revolución centroamericana que se desplegaba en Mesoamérica en esos años.

Este segundo momento es continuado y profundizado por la adminis­tración Bush, que en septiembre de 1989 anunció su propio impulso a la “Guerra contra las Drogas”, reforzando su intervención interior y exterior. Respecto a esta declaración, es significativa la respuesta del Partido Demó­crata, a través del discurso del senador Joe Biden, quien planteó “ir más allá” de las políticas de Bush, a perseguir narcotraficantes “allí donde viven, con una fuerza de ataque internacional”.

La decidida vocación bélica de Bush quedó demostrada en diciembre de 1989 con la invasión de Panamá -en la llamada Operation Just Cause-, que produjo la muerte de miles de personas. El objetivo declarado fue el derro­camiento y la captura del desprestigiado General Manuel Antonio Noriega, acusado de garantizar el lavado de dinero del narcotráfico en vinculación con el cartel de Medellín y Pablo Escobar. Noriega había llegado al poder en 1983, luego de décadas de colaboración con la CIA, particularmente en el tránsito de armas, equipo militar y dinero destinado a las organizaciones de contrainsurgencia respaldadas por EE.UU. en América Central y del Sur, como parte del combate al comunismo en las postrimerías de la Guerra Fría.

La intervención en Panamá motivó además que el entonces “zar contra las drogas” estadounidense, el General Barry McCaffrey, amenazara incluso con enviar tropas al valle del Huallaga en Perú para combatir la producción cocalera y que el General Thurman, jefe del Comando Sur en Panamá, in­formara que sus tropas estaban preparadas para realizar ataques relámpagos contra los centros de elaboración de drogas de los países andinos; mientras que oficiales norteamericanos apoyaban las operaciones militares contra los productores de coca en el Chapare boliviano, lo que acarreó movilizaciones y protestas sociales en este país.

Iniciada ya la década de 1990, se profundizó esta política intervencionis­ta y militarista en los países de la región andina. Así, en 1991, el presidente de Perú Alberto Fujimori firmó finalmente el convenio antidrogas con los EE.UU., cuya suscripción era condición para el apoyo estadounidense a las negociaciones con el FMI y el Banco Mundial en la renegociación de la deuda externa y la reintegración del Perú a la globalización neoliberal. Di­cho convenio, similar al suscripto en similares fechas con Bolivia, suponía el financiamiento y asesoramiento para la formación de varios miles de tropas peruanas para el combate al narcotráfico incorporando a las FF.AA. a esta tarea. Suspendido temporalmente tras el autogolpe de Estado promovido por Fujimori, el convenio fue restablecido en 1992 alrededor de la política de asistencia en la lucha contra la guerrilla de Sendero Luminoso y sus de­nunciados vínculos con el narcotráfico.

III. La nueva iniciativa estadounidense para las Américas y el Plan Colombia

Un tercer momento de clivaje de esta guerra estadounidense de las dro­gas emerge a fines de los años 90, ya con una nueva hegemonía demócrata en el gobierno estadounidense. Una década signada por la adopción de las recetas neoliberales en toda la región -con excepción de Cuba- con el lla­mado “Consenso de Washington” y el proyecto estadounidense de integra­ción subordinada impulsado particularmente bajo la presidencia de Clinton (1993-2001) y que tuvo en las Cumbres de las Américas su pretendida ins­titucionalidad y en la Iniciativa para las Américas, el ALCA y los tratados de libre comercio su entramado de colonización económica. Estas políticas fueron acompañadas por un nuevo despliegue de fuerzas militares, bases, acuerdos de capacitación y equipamiento de las fuerzas armadas nacionales y tratados de seguridad entre los cuales el llamado Plan Colombia ofició como una de sus primeras experiencias. Oficialmente llamado Plan para la paz y el fortalecimiento del Estado, fue el resultado del acuerdo bilateral signado en 1999 entre el presidente colombiano Andrés Pastrana y el esta­dounidense Clinton y supuso a la par de una moderada ayuda económica para el desarrollo un significativo financiamiento para los cuerpos militares orientado al combate a las organizaciones guerrilleras y el narcotráfico. En esta dirección, en la historia de la “Guerra contra las Drogas”, el Plan Colombia supuso una serie de novedades. Por una parte, implicó la identifi­cación del “narcoterrorismo”, término que sirvió para identificar el creciente poder político-militar territorial de los narcotraficantes, así como para de­nunciar vínculos entre las organizaciones guerrilleras y la producción y co­mercio de drogas. De esta manera, los fundamentos políticos de esas luchas fueron resignificados como un problema de delincuencia y de seguridad.

Por otra parte, el Plan Colombia trajo o intensificó otra novedad. Ya no se trataba de fortalecer a las fuerzas policiales para el combate al narco­tráfico, ahora el actor estatal que venía a ocupar ese lugar eran las fuerzas armadas iniciando así una nueva doctrina de seguridad nacional que, bajo la pretensión de la lucha contra el narcoterrorismo, legitimaba la intervención de los militares en el orden doméstico.

Dirigidas desde Washington por el General Barry Mc Caffery, ex co­mandante en jefe de las fuerzas militares estadounidenses en América del Sur y nombrado jefe de la lucha antidroga por Bill Clinton en 1996, las operaciones militares del Plan Colombia supusieron un creciente involucra­miento estadounidense que fue del financiamiento y asesoramiento inicial a la presencia de efectivos y bases militares. Hemos examinado las caracterís­ticas y consecuencias de este plan intervencionista en una de las contribu­ciones que integran este dossier; baste decir aquí que dejó un reguero trágico de poblaciones desplazadas, desaparecidos y asesinados en un camino que sería replicado años después en México y otros países de la región.

Pero esta doctrina estuvo lejos de limitarse a Colombia. Por ejemplo, en 1994 el gobierno de Fujimori, en el marco del llamado Plan Nacional de Prevención y Control de Drogas 1994-2000, suscribió un nuevo conve­nio antidrogas con EE. UU. que contemplaba, además de asistencia técnica y económica, un programa de interceptación aérea. Y pocos años después, cuando el tristemente célebre Vladimiro Montesinos, a cargo de la Oficina del Servicio de Inteligencia Nacional, asumió la coordinación de la política antidrogas financiada en parte con fondos de la CIA y de la Sección de Narcóticos de la Embajada de Estados Unidos, se incorporó la estrategia de erradicación de cocales con el Plan Nacional de Erradicación de Cultivos. Este señalamiento ya nos lleva al cuarto acontecimiento que queremos des­tacar en esta propuesta de periodización de la guerra estadounidense contra las drogas. Se trata de la política estadounidense adoptada por el gobierno de George W. Bush tras los atentados del 11 de septiembre de 2001.

IV. La guerra infinita (contra las drogas) y la continuidad del neoliberalismo por otros medios

En el plano global, el lanzamiento de la guerra infinita supuso la adop­ción de un paradigma de guerra de amplio espectro, más allá de los Estados y las fuerzas regulares, y de modo híbrido; contando en el plano interno con la promoción de un capitalismo de vigilancia y de restricción de libertades y derechos; y en Nuestra América, una respuesta particular a la crisis de hegemonía que cuestionaba al neoliberalismo en la región y al proceso de cambios sociopolíticos que había abierto el triunfo de Chávez en 1998.

En esta dirección, la doctrina de las “nuevas amenazas” dió lugar a una militarización de la seguridad interior, a una securitización de agendas so­ciales, a la ampliación de las capacidades de los estados para realizar ta­reas de inteligencia y represión. Así, estas “nuevas amenazas”, en especial el narcotráfico en vinculación con el terrorismo, fueron presentadas como justificación de un reforzamiento de la capacidad punitiva del Estado, de promoción de procesos de militarización social, de un ordenamiento repre­sivo que bajo un pacto de seguridad intentó contener los cuestionamientos sociales y recuperar parte de la legitimidad perdida para proseguir con las transformaciones neoliberales. De este modo, este neoliberalismo de guerra, como lo llamó Pablo González Casanova, se constituyó en la forma particu­lar que adoptó la continuidad de las políticas neoliberales en aquellos países de la región donde la protesta y el malestar popular no pudieron traducirse en cambios político – gubernamentales. Resultó así la opción del neolibera­lismo salvaje en oposición a los proyectos neodesarrollistas y neosocialistas que transformaron los escenarios de muchos de los países del sur de Amé­rica Latina y el Caribe.

Así, para los países andinos la profundización de la política contra el así denominado “narcoterrorismo” adoptó la forma de la estrategia de “coca cero” y las erradicaciones masivas de cultivos con la contrapartida de las resistencias activas de las comunidades cuya subsistencia dependía de esas actividades y la emergencia de los llamados “movimientos cocaleros”. En el caso del Perú post-Fujimori dicha política fue convalidada con la firma de un nuevo convenio antidrogas con los EE. UU. en septiembre de 2002 bajo el gobierno de Alejandro Toledo que imponía la meta de erradicación completa de los cultivos en cinco años y estuvo marcado por una dinámica de conflicto y negociación con las comunidades. Pero sin duda la confron­tación contra esta política y la radicalización más significativa de un mo­vimiento cocalero en la región se desplegó en la experiencia boliviana con su participación en la llamada Guerra del Agua de Cochabamba primero (2000) y en la “Guerra del Gas” después (2003) que habría de culminar con la elección de Evo Morales, dirigente proveniente de dicho movimiento, como nuevo presidente en 2005. Pero una de las experiencias más dramáti­ca del “neoliberalismo de guerra” en este período aconteció en México, tras el fraude que le birló la presidencia a López Obrador en 2006, cuando el gobierno ilegal e ilegítimo de Felipe Calderón anunció la guerra contra el narcotráfico comprometiendo en ella a las fuerzas armadas. De esta manera Calderón abrió uno de los más sangrientos períodos en el país. En poco más de una década, decenas de miles de personas fueron asesinadas, des­aparecidas y desplazadas, imponiendo el patrón de la guerra como matriz de las relaciones sociales. Así, la “Guerra contra las Drogas” se transformó plenamente en una guerra contra los pueblos de Nuestra América y sirvió para asegurar, en tantos territorios nuestroamericanos, las condiciones del despojo que exigía el capitalismo e imperialismo de ese tiempo. Como se­ñaló Marx, se instrumentalizó la violencia como potencia económica para hacer de la deuda, la usura, el robo y el saqueo las formas predominantes de la acumulación del capital.

V. Los “narcoestados” y el ataque a los procesos de transformación social en Nuestra América

En esta dirección, puede identificarse un quinto momento en esta gue­rra estadounidense de las drogas con el ataque a los gobiernos populares que encabezaron los procesos de transformación más radicales en la región. Caratulados como narcoestados, el término comenzó a utilizarse en los años 80 en relación con la creciente proyección política ganada por los carteles colombianos sobre la política y el Estado -particularmente, en relación con el cartel de Medellín y Pablo Escobar- pero su uso se difundió pasada la mitad de la década de los 2000, por ejemplo en la calificación por primera vez de un narco estado referido a Guinea-Bissau. Así, en 2009, un informe del Congreso de los Estados Unidos calificó al Estado venezolano como narcoestado por convertirse, según la investigación, en el principal centro de distribución de la cocaína producida en Colombia y en el mayor puerto de embarque de ese producto con destino, especialmente, a los Estados Unidos, con la complicidad de altos funcionarios civiles y militares del gobierno. De esta manera, los gobiernos bolivarianos no han dejado de ser permanen­temente calificados y atacados como cómplices, promotores, protectores u organizadores del narcotráfico, en asociación con las organizaciones guerri­lleras colombianas, justificando en esas acusaciones todas una serie intermi­nable de sanciones, amenazas y persecuciones.

Entre ellas, en 2015, se acusó en la justicia estadounidense a Diosdado Cabello como jefe del bautizado cartel de los Soles, una supuesta organi­zación criminal encabezada por miembros del Gobierno de Venezuela y de las Fuerzas Armadas de ese país cuyo objetivo es el narcotráfico, con­trabando de combustible, control de la actividad minera ilegal, etc. Y, en mayo de 2018, Cabello y su familia fueron sancionados por el Departamen­to del Tesoro congelando sus activos en suelo estadounidense, acusándolos de lavado de activos, corrupción y narcotráfico. Un año antes, el Comité de Relaciones Exteriores del Senado de Estados Unidos confirmó las cone­xiones venezolanas con la industria del narcotráfico mundial y desde 2020, el Departamento de Justicia de los Estados Unidos emitió un comunicado formal en donde sitúa como líderes del cartel de los Soles a Nicolás Maduro y Diosdado Cabello, ofreciendo recompensa por información que permita su captura y judicialización.

En similar dirección, el gobierno de Evo Morales en Bolivia fue también acusado de sus supuestas complicidades con el narcotráfico. Proveniente de los sindicatos cocaleros de las Seis Federaciones del Trópico de Cochabam­ba, del Chapare, uno de los movimientos que protagonizó el ciclo de luchas contra las políticas neoliberales en Bolivia y, en particular, contra la política de erradicación forzosa y criminalización promovida por el gobierno esta­dounidense en ese país; el gobierno de Evo decidió el cambio de la política punitivista contra los campesinos cocaleros y en 2008 -como lo había he­cho también Chávez en Venezuela resolvió la expulsión de la DEA por su participación en el “golpe cívico prefectural” promovido por las fuerzas de derecha y las elites del Oriente en septiembre de ese año-. También sobre el Estado Plurinacional de Bolivia se esgrime, de modo reiterado, la acusación de narco estado.

VI. La actualidad de la guerra imperialista de las drogas en el contexto de intensificación de las disputas geopolíticas sobre la transición hegemónica global: de Biden a Trump.

Llegamos así al último episodio de la “guerra” estadounidense de las dro­gas en Nuestra América, el que se inscribe en las características y potencia que asume la última ofensiva neoliberal en la región. Un periodo caracteri­zado por la profundización dramática de los procesos de polarización y des­igualdad social acompañados por la extensión de las formas de violencia, y la re emergencia de neofascismos, racismos y neopentecostalismos, que tam­bién recurrieron al narcotráfico como otra de las tecnologías de gobierno para gestionar la crisis garantizando la violencia necesaria para el despojo, por una parte, y el control de la población despojada y excluida, por la otra.

En esta dirección, este quinto momento condensa y actualiza las dimen­siones de los considerados anteriormente: la extensión del neoliberalismo de guerra hacia el sur de la región; la proyección político estatal del narcotráfico como socio de los gobiernos neoliberales y sus reformas pro-mercado; la renovada acusación de narcoestados a los gobiernos populares; la justificación de la intervención estadounidense en seguridad y la acción de las fuerzas armadas en el orden doméstico.

Una de las experiencias recientes y dramáticas de esta política en Nues­tra América tuvo lugar en Ecuador. En 2023, la campaña electoral por la renovación del Ejecutivo y el Parlamento estuvo signada por una creciente violencia por bandas identificadas con el narcotráfico que cobró, entre otras, la vida del candidato presidencial Fernando Villavicencio. En ese contexto, finalmente el representante del establishment neoliberal Daniel Noboa se impuso en la segunda vuelta a la candidata del correísmo Luisa Gonza­lez por menos del 5% de los votos y, pocos meses después de su asunción, decretó el estado de sitio en todo el país, autorizó la intervención de las Fuerzas Armadas en el orden doméstico y recibió rápidamente las promesas de colaboración de los EE. UU. Luego, con la visita de la General Laura Richardson, jefa del Comando Sur de los EE. UU., se selló el acuerdo Hoja de Ruta de Asistencia de Seguridad (ESAR) y un marco de impunidad para el personal militar que opere en dicho país, abriendo un proceso de inter­vención militar estadounidense justificado en el combate a la violencia y el narcotráfico.

Las similitudes con la ocurrido en Colombia y México motivaron que dicho proceso fuera incluso caratulado como un “Plan Ecuador”. Y, al igual de lo sucedido en esas experiencias, el gobierno de Noboa lejos de resolver los hechos de violencia expandió la crisis de inseguridad y abusó de la decla­ración de estados de excepción regionales en una presidencia signada ade­más por incidentes diplomáticos, la pugna con su vicepresidenta, acusacio­nes de complicidades con el tráfico de drogas y una emergencia eléctrica de meses de apagones prolongados que sumó más oscuridad e incertidumbre a una situación social y económica extremadamente precaria. Candidato a la reelección, Noboa volvió a utilizar en la campaña electoral de comienzos de 2025, la propaganda de la mano dura frente a la creciente violencia del nar­cotráfico así como anunció un acuerdo, una “alianza estratégica”, con Erik Prince, el fundador de Blackwater, la controvertida firma de mercenarios, con el objetivo de fortalecer la lucha contra el narcoterrorismo y la pesca ilegal. Lógica prolongación de tanta ilegalidad e intervencionismo impe­rial, finalmente Noboa se aseguró su permanencia en el cargo presidencial mediante un gigantesco fraude en la segunda vuelta contra la candidata del correísmo Luisa Gonzalez.

La llegada de Donald Trump a su segunda presidencia en los Estados Unidos sumó una nueva dimensión en este proceso. En esta dirección, la denuncia presidencial de la grave crisis sanitaria que deparó la extensión del consumo de fentanilo sirvió para potenciar los cuestionamientos a China, a Canadá y a México. La nueva guerra contra los carteles del narcotráfico y su designación como organizaciones terroristas que amenazan la seguridad nacional, blandida por Trump, se inscribió así en su disputa por la transi­ción hegemónica global en curso y su iniciativa de hacer a Estados Unidos grande nuevamente. De este modo, los ataques contra los carteles mexica­nos se transformaron en acusaciones y amenazas al gobierno de Claudia Sheinbaum, al pueblo de México y su soberanía, imponiendo aranceles a sus importaciones y sugiriendo la posibilidad de un ataque militar directo, con el objetivo de presionar para, más allá del combate al narcotráfico, re­forzar los controles migratorios y promover una negociación del comercio bilateral que resolviera el déficit que padece la economía estadounidense. La agitación de la lucha contra las drogas se enhebró con la persecución y criminalización de la inmigración latina y con la búsqueda de una creciente intervención sobre la vida política y económica mexicana que llegó, como puede consultarse en la cronología que se incluye en este cuaderno, en las acusaciones de complicidad del gobierno con el narcotráfico y el uso de drones estadounidenses para asesinar a los líderes de los carteles, una verda­dera guerra tal como la llevó adelante Estados Unidos en Asia en los años recientes.

Esta política, sin embargo, no resulta una excepcionalidad de Trump, más allá de la intensidad que asume bajo su gobierno. En la campaña interna de los republicanos hacia las presidenciales 2024, también otros precandidatos como el gobernador de Florida Ron De Santis y la ex embajadora en la ONU Nikky Haley, habían propuesto diferentes fórmulas de intervención militar directa en México, con el objetivo declarado de atacar a los carteles del narcotráfico en el contexto de la crisis de opiáceos. Y no se trata sólo de un consenso republicano, la Gral. Richardson, ex Jefa del Comando Sur designada por Biden, en sus reiteradas manifestaciones sobre la necesidad imperiosa de preservar el acceso estadounidense a los bienes naturales estra­tégicos que nutren Nuestra América ha insistido en la participación de las fuerzas militares en el “combate al narco” remarcando la urgencia de utilizar “todos los instrumentos del poder nacional para que todos los países de la región se unan, para poder contrarrestar esa actividad maligna”.

En esta dirección, la “Guerra contra las Drogas” asume una dimensión particular en la estrategia de intervención y de control militar territorial de EE.UU. sobre los países de Nuestra América en el contexto de intensifica­ción de las disputas geopolíticas que se despliegan en el sur del mundo y a nivel internacional que reactualiza aquella política colonial proclamada hace tiempo con la Doctrina Monroe. La naturalización del rol de los dispositi­vos militares y de seguridad norteamericanos hacia el continente se articula así con una agresiva búsqueda de subordinación económica, financiera y comercial, en la que el control de los bienes comunes naturales de América Latina y el Caribe es uno de sus objetivos principales.

Así, la tantas veces mencionada “Guerra contra las Drogas”, fallida una y otra vez en sus objetivos formales de erradicar la producción y reducir el consumo, es en verdad expresión de la gestión de las transformaciones del capitalismo neoliberal desplegado desde los años 70 y de los proyectos estadounidenses de consolidar o profundizar su hegemonía en un territorio que considera como su patio trasero o su homeland y que percibe amenazado hoy por la creciente presencia económica y diplomática de China. Se trata a su vez de una de las formas que adopta la gestión del despojo y de las crisis que implica la expoliación imperial y capitalista. Es a todas luces la guerra estadounidense de las drogas contra los pueblos y gobiernos de Nuestra América. En esta huella resuenan las palabras de Bolívar cuando escribía que los Estados Unidos parecen destinados por la providencia a plagar la América de miserias en nombre de la libertad. Así las drogas estadouniden­ses traen la guerra, la sumisión y la muerte para los pueblos. Frente a ello, los pueblos enarbolan la defensa, construcción, producción de la vida digna, rebelde, solidaria, comunitaria, colectiva; del buen vivir y el vivir sabroso; de la vida de las mujeres y sus derechos a decidir sobre su propio cuerpo, de la vida de la diversidades, de las formas de vida humana y no humana frente a la crisis civilizatoria del capitalismo neoliberal.

Referencias

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José Seoane. Sociólogo. Profesor de la Facultad de Ciencias Sociales (UBA) e investigador del Instituto de Estudios de América Latina y el Caribe (IEALC) de la misma Facultad y del Instituto Tricontinental de Investigación Social

Fernando Vicente Prieto. Periodista y editor. Realiza tareas de investigación y fact checking en el Instituto Tricontinental de Investigación Social y desarrolla proyectos de planificación y comunicación para espacios sindicales y sociales.

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