Los discursos propagandísticos sobre la «unidad europea» llaman la atención sobre el potencial económico de la integración, los beneficios de la unión monetaria o la construcción de un espacio común de convivencia que evite conflictos. Pero el proceso de «integración» europea, cuya génesis se retrotrae a la segunda mitad de los años 40 y cobra […]
Los discursos propagandísticos sobre la «unidad europea» llaman la atención sobre el potencial económico de la integración, los beneficios de la unión monetaria o la construcción de un espacio común de convivencia que evite conflictos. Pero el proceso de «integración» europea, cuya génesis se retrotrae a la segunda mitad de los años 40 y cobra un nuevo impulso en la década de los 80, no puede entenderse al margen de las coyunturas históricas, y menos aún de la sociedad capitalista en la que éstas se insertan, ni de la lucha de clases. Tampoco puede comprenderse la esencia de la «integración» europea sin subrayar la competencia entre potencias imperialistas.
Tras la segunda guerra mundial es el imperialismo hegemónico, representado por los Estados Unidos, el que dirige una determinada modalidad de reconstrucción europea en armonía con las necesidades del capital financiero norteamericano, basado en la desregulación de los mercados. Ésta es la primera fase en el proceso de «integración» europea. La segunda comienza en los años 80, en el contexto de la generalización de las políticas de ajuste del FMI, cuando acceden a los gobiernos Thatcher en Gran Bretaña (mayo de 1979) y Reagan en Estados Unidos (enero de 1981). Ambos periodos históricos -cuyo punto de partida es 1945 y 1981- tienen en común «la gravedad de las situaciones para la acumulación capitalista, tanto en el plano de la lucha de clases como en el de la competencia interimperialista», ha afirmado el economista Xabier Arrizabalo en un acto organizado por el Frente Cívico-Valencia y el sindicato Acontracorrent en la Facultad de Filosofia de Valencia.
El profesor de Economía en la Universidad Complutense de Madrid desarrolla estas ideas en un artículo publicado en el número 44 de la revista «Laberinto» («Ni Unión ni europea: la UE, instrumento para el ajuste fondomonetarista»), y mucho más extensamente en su libro «Capitalismo y economía mundial» publicado en 2014 por el Instituto Marxista de Economía. La tesis básica de Xabier Arrizabalo puede sintetizarse en estas palabras: La UE es el mecanismo utilizado en Europa para disciplinar y liquidar las conquistas obreras y democráticas. La razón, argumenta el economista, es que tras la segunda guerra mundial, «las burguesías europeas al dictado del imperialismo estadounidense se habían visto obligadas a hacer concesiones para aliviar el riesgo de explosión social». Estas conquistas de la clase trabajadora, el denominado «Estado del Bienestar», fueron el precio de una relativa paz social.
En 1945, una parte de Europa estaba controlada por las organizaciones partisanas y de resistencia al fascismo, es decir, por los ejércitos populares. Mientras, otra porción del viejo continente se hallaba bajo el control militar de Estados Unidos, a lo que se añadía la creciente influencia de la Unión Soviética. Al terminar la segunda guerra mundial, la prioridad consistía en «restablecer el orden burgués», amenazado por los ejércitos populares «en el marco de la descomposición de los aparatos de Estado burgueses ante la expansión nazifascista», explica Arrizabalo. La clave estriba en que para recomponer el statu quo anterior, la burguesía europea ya no dispone de plena autonomía, debido a la nueva correlación de fuerzas de la posguerra en la que destacan otros actores. Además de su hegemonía militar, Estados Unidos ha duplicado su producción y concentra dos tercios de las reservas mundiales de oro, mientras que Alemania, Francia o Japón han visto cómo su producción se reduce a la mitad. «Y por otra parte queda el anómalo y contradictorio papel de la burocracia estalinista», apunta Xabier Arrizabalo.
«La subordinación europea a Estados Unidos va a tomar la forma del llamado proceso de integración», añade el economista. Arroja luz sobre el proceso un rastreo de la biografía de los mentores de la UE, como Jean Monnet, banquero francés y primer jefe de la Alta Autoridad de la Comunidad Europea del Carbón y del Acero (CECA) a quien Roosevelt calificó como «nuestro hombre en Europa»; o Robert Schuman, ministro francés y presidente de la Asamblea Parlamentaria Europea (1958-60), quien también ocupó una cartera ministerial en el régimen «colaboracionista» de Vichy, en la Francia ocupada por el III Reich. El político belga y presidente del Consejo de Europa (1950) Paul-Henry Spaak fue asimismo secretario general de la OTAN entre 1957 y 1961. Es más, en 1945 Estados Unidos ya había abandonado las pretensiones recogidas en el «Plan Morgenthau», del año anterior, uno de cuyos ejes era impedir la reindustrialización de Alemania. No es éste un hecho baladí, que además remite a explicaciones más profundas: el capital financiero estadounidense necesitaba los mercados europeos, y el incremento de la capacidad de compra germana pasaba por el relanzamiento de su industria. El «Plan Marshall» (1947) se corresponde, por tanto, con un modelo determinado de reconstrucción europea.
Así las cosas, insiste Xabier Arrizabalo en el acto organizado por el Frente Cívico-Valencia y el sindicato Acontracorrent, «el proceso de integración reduce la soberanía nacional, único marco en el que bajo el capitalismo puede aspirarse a luchar por la preservación de los derechos obreros y democráticos». Todas estas conquistas de la clase obrera se ven impugnadas por la irrupción en los años 80 de los gobiernos de Thatcher y Reagan, entendidos como una expresión de la facción capitalista dominante: el capital financiero estadounidense. «Con la coartada de la deuda externa se aplican a escala universal las políticas de ajuste del FMI, por ejemplo en América Latina, África, buena parte de Asia y Europa del Este», apunta el autor de «Capitalismo y economía mundial». En Europa Occidental se despliegan, en una línea similar, medidas de desregulación, privatizaciones y se produce una merma de la soberanía nacional.
Durante las tres primeras décadas (a partir de los años 50), el proceso de «integración» europeo incluyó a una decena de países, entre los que se hallaban las grandes potencias, y se limitó principalmente a cuestiones comerciales. Pero en la segunda fase (años 80) la ofensiva del capital se reveló mucho más ambiciosa. «Desde 1986 se relanza el Acta Única, que establece el llamado mercado único e impone la plena libertad en el movimiento de capitales», resalta Xabier Arrizabalo. Firmado en 1992 y en vigor un año después, el Tratado de Maastricht avanza un paso más, hacia la moneda única y una sola autoridad monetaria. Se marcan unos criterios de «convergencia» económica que, además de un corsé, tienen como prioridad la inflación, los tipos de interés, el déficit público y las deudas estatales, mientras se orillan indicadores como el paro o la desigualdad. Se consagra, por último, la independencia de los bancos centrales, sobre los que no cabe control democrático.
Constituyen otros hitos de la «integración» europea la introducción del euro en 1999, el Banco Central Europeo (BCE) y los intentos de «constitucionalizar» el ajuste, con el rechazo mayoritario de la población francesa y holandesa en los referendos de mayo y junio de 2005. La crisis que estalló en 2007-2008 supone, a juicio de Arrizabalo, «una nueva vuelta de tuerca en el ajuste y el retroceso democrático». En cuanto a la «Troika», «en realidad, dado que tanto la Comisión Europea como el FMI ya actuaban en Europa, se trata del caballo de Troya dentro del cual se cuela el FMI, para disciplinar de una manera directa la política económica en los países europeos», añade el economista. Ejemplos de cómo la crisis ha reforzado la soga son el Pacto por el Euro Plus (marzo de 2011), que limita la soberanía nacional en ámbitos como el impuesto de sociedades o endurece las exigencias para la «liberalización» de las relaciones laborales. O el Mecanismo Europeo de Estabilidad (MEDE) que, según recuerda el autor del artículo «El euro, caballo de Troya del FMI en Europa», vincula cualquier «ayuda» financiera a un programa de ajuste macroeconómico y a la «sostenibilidad» de la deuda pública. Ligar la asistencia financiera a «condiciones estrictas» es un viejo principio del Fondo Monetario Internacional.
En conclusión, los países de la Unión Europea -esencialmente imperialistas- «comparten en mayor o menor grado su subordinación a la primera potencia mundial». Pese a la reducción un 6,5% del gasto militar por el control del déficit público, la actual inversión en Defensa por parte de Estados Unidos es un 45% más elevado que en 2001, antes del atentado contra las «torres gemelas». El Instituto de Investigaciones para la Paz de Estocolmo (SIPRI) apunta que la potencia estadounidense gastó en armamento 610.000 millones de dólares en 2014 (un tercio del total mundial), de modo que triplica la inversión de China (segundo país inversor) y multiplica por siete el de Rusia (tercero). Países como Francia, el quinto mayor inversor, gastó en material bélico en torno a 62.000 millones de dólares en 2014. Además, Estados Unidos concentró en 2015 a diez de los 50 gigantes empresariales a escala mundial por su cotización bursátil, de los que cinco corresponden al sector tecnológico, según informó el diario El País el dos de enero.
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