A menos que consume un escandaloso fraude, en los próximos días las autoridades electorales peruanas deberían declarar vencedora de la contienda en Lima metropolitana, la capital del Perú, a la candidata Susana Villarán. Tras haberse convertido -inesperada y velozmente- en la favorita del electorado limeño a solo unas semanas de las votaciones, Villarán se convirtió […]
A menos que consume un escandaloso fraude, en los próximos días las autoridades electorales peruanas deberían declarar vencedora de la contienda en Lima metropolitana, la capital del Perú, a la candidata Susana Villarán. Tras haberse convertido -inesperada y velozmente- en la favorita del electorado limeño a solo unas semanas de las votaciones, Villarán se convirtió en el blanco de una campaña de demolición mediática sólo comparable por su inmundicia a las que la dictadura fujimorista echó a andar contra sus adversarios políticos en el año 2000. La razón: la amplitud de su coalición política que incluía a las fuerzas de izquierda, y sobre todo, sus posibilidades reales de arrebatarle el gobierno de la plaza electoral más importante del país a la derecha -Lima concentra a un tercio de la población del país- a sólo seis meses de las elecciones presidenciales. Así, el «fenómeno Susana» ha desatado entusiasmo y pánico casi por igual, en tanto que ha sido interpretado como el renacer de la izquierda peruana tras haber estado por lo menos durante dos décadas condenada a la irrelevancia política, o más propiamente, electoral. Superviviendo en el fragmentado movimiento social o en pequeños partidos y espacios de gobiernos locales, la izquierda no había podido recuperar el protagonismo que alcanzó durante los años ochentas, en los que gobernaba gran parte de las provincias y distritos del país y estuvo más cerca que nunca de ganar el gobierno nacional.
Pero, ¿qué ha significado en términos políticos el triunfo de Villarán en Lima? En primer lugar, efectivamente, después de mucho tiempo y gracias al furibundo empeño de la derecha que procuró ideologizar el debate de la campaña electoral, se ha resquebrajado en parte la monotonía neoconservadora de la política peruana. Al menos, digamos que hoy se intuye que hay otro polo posible, más allá de los múltiples rostros de la derecha. La candidatura presidencial de Ollanta Humala en 2006, ciertamente, había dibujado un escenario parecido. Sin embargo, las limitaciones del humalismo para constituirse en una alternativa seria comenzaron a hacerse visibles cuando su bancada parlamentaria empezó a desmembrarse casi inmediatamente después de asumir sus funciones, por la deserción acelerada de los impresentables advenedizos que Humala había reclutado. De los 45 parlamentarios humalistas que constituían la primera mayoría del congreso peruano, sólo 25 se han mantenido leales a Humala hasta el final. Así, como han apuntado numerosos analistas, Alan García ha gobernado virtualmente sin oposición durante estos cuatro años. Pero volviendo a las últimas elecciones, quizá el mérito más extraordinario de Villarán es haber sacudido electoralmente al que era de lejos el bastión más recio del conservadurismo en el Perú: la capital. Cosa curiosa, Villarán estratégicamente había eludido una confrontación ideológica, en parte porque dentro del bloque político que la respaldaba -llamado «la confluencia»- subsistían y subsisten algunas diferencias de ese tipo. Empero, más allá de las estrategias y los discursos de campaña, lo cierto es que el progresismo, por llamarlo de alguna manera, se ha posicionado políticamente y con gran expectativa en la capital del Perú.
En segundo lugar, la lealtad de Villarán al pacto electoral de la confluencia, le ha reconocido un papel importante a las fuerzas de izquierda, estropeadas y ninguneadas hasta la saciedad no sólo por la derecha, de la no puede esperarse otra cosa, sino también por el humalismo -que se llama a sí mismo nacionalismo- que trató siempre de evadirse de cualquier vínculo orgánico con las izquierdas que osaran existir con nombre propio. Repentinamente, tan pronto como Villarán se afianzó en las encuestas, Ollanta Humala y sus intelectuales de cabecera redescubrieron a la izquierda, la convocaron, hablaron de sus coincidencias de toda la vida y de las futuras alianzas. Un dato interesante de la campaña es que mientras los medios de comunicación centraron sus ataques en la alianza entre Villarán y la izquierda comunista, el ascenso de la candidata en las encuestas no se detuvo. Recién en el último tramo, en el que las calumnias del terrorismo mediático apuntaron a los bienes e ingresos de Villarán, se acortó la considerable ventaja que había alcanzado sobre la candidata conservadora Lourdes Flores. También es justo decir que en el primer caso Villarán y sus asesores respondieron de mejor manera que en el segundo.
De cualquier forma, ha terminado siendo visible la incomodidad de algunos miembros del entorno de Villarán con la presencia de sectores definidamente de izquierda dentro de su coalición. Tanto así, que la propia Villarán se ha apresurado a decir que ellos competirán solos, sin hacer alianzas, en las próximas elecciones generales. De hecho, semanas atrás -dirán de seguro que por razones estratégicas- los líderes comunistas como Nílver López se habían autocensurado y decidieron no aparecer en público con Villarán para no «afectar» su campaña. Y es que la aproximación de organizaciones que hasta hace poco parecían irremediablemente distantes entre sí, como Fuerza Social -el partido centrista de Villarán- y el Movimiento Nueva Izquierda -vinculado a la izquierda comunista- tuvo sobre todo razones prácticas: los primeros no tenían su inscripción legal como partido asegurada y los segundos no tenían candidato propio en Lima metropolitana. En cualquier caso, tampoco resultaba imposible converger en torno a un programa de gestión municipal, de tal suerte que junto con otras fuerzas más de izquierda, la «confluencia» cobró vida con una muy modesta intención de voto al inicio, y al cabo de unas semanas, como un vendaval que llevó a la derecha a la más franca exasperación y a Villarán a la alcaldía de la capital.
La derecha pensante, por su lado, tras haberse resignado a la derrota, le ha abierto los brazos a Villarán. El propio Mario Vargas Llosa, aprovechando la tribuna de su más reciente galardón, ha celebrado que sea la izquierda liberal la que se afiance y crezca en el Perú. Porque tanto la derecha más astuta como la propia Villarán se han esforzado en resaltar las diferencias de su proyecto político con la izquierda «tradicional». Tales divergencias en verdad existen. No son sólo diferencias ideológicas -si por ello se alude a las especulaciones estratosféricas que a veces pueblan nuestros debates- las que separan a la izquierda de la centroizquierda peruanas. Ni tampoco lo son, exclusivamente, las opiniones que tengamos en uno y otro bloque sobre los procesos de Cuba o Venezuela, aunque algunos como Vargas Llosa insistan en hacer de ellas el criterio último para separar a los buenos de los malos. De hecho, la simpatía del Nobel por Villarán tiene asidero en el visceral desprecio por la Revolución Cubana que ambos comparten. Pero los desencuentros definitivos, insistimos, son otros y tienen que ver naturalmente con asuntos internos.
Acaso el más crítico es la proximidad carnal de Fuerza Social con Perú Posible, el partido del ex presidente Alejandro Toledo que aspira a ser reelegido en 2011. Como se recuerda, Toledo encabezó un gobierno menos corrupto y menos sanguinario que el de García, pero igualmente reaccionario en el manejo de la economía, patrocinando incluso mejor que Fujimori el saqueo del país por las transnacionales. Fue durante su gobierno que se modificaron las leyes para que las reservas de gas natural destinadas a satisfacer el consumo interno pudieran ser exportadas, como sucede hoy, a precios subsidiados en beneficio de las empresas que trafican -en sentido estricto- con el recurso. Uno de los promotores del jugoso negocio fue un oscuro tecnócrata neoliberal, Jaime Quijandría, que fue ministro de Energía y Minas, y de Economía y Finanzas de Toledo. Quijandría, pues, es un prominente militante de Fuerza Social y reapareció incluso como vocero de esa organización en algún tramo de la campaña electoral municipal, seguramente para tranquilizar a quienes auguraban la vuelta del comunismo de la mano de Susana Villarán. Otro sombrío personaje, Fernando Rospigliosi, también ex ministro del Interior del gobierno de Toledo, forma también parte del círculo más íntimo de Villarán. Rospigliosi, comunista renegado y enemigo eufórico de la izquierda, es un individuo muy cercano a la embajada norteamericana en Lima. Otros factores, como la postura pro-minera de los gobiernos regionales de Fuerza Social en lugares como Cajamarca, en donde las comunidades campesinas e indígenas son agredidas permanentemente por las grandes empresas mineras, marcan también, parafraseando un vals peruano, respetables distancias.
Con todo, la posibilidad de establecer acuerdos entre las distintas fuerzas para articular un solo bloque progresista con posibilidades reales de triunfo en las elecciones presidenciales de 2011 es deseable pero demasiado incierta, al menos de momento. El rechazo al humalismo por parte de Fuerza Social y de algunos sectores de la izquierda persiste, con argumentos bastante serios. Varias de las incorrecciones y vicios de la campaña presidencial de Humala del año 2006, como la designación arbitraria de candidatos por parte de la cúpula partidaria desconociendo las decisiones de sus bases, o la «venta» de candidaturas para el financiamiento de las campañas, se han hecho visibles otra vez en el último proceso electoral. Los cantos de sirena de la derecha para a atraer a Susana Villarán y consolidar la opción centroderechista neoliberal de Toledo también podrían, por otro lado, tener éxito. La fuerza de la izquierda se concentra, entre tanto, en unas pocas regiones y es bastante dispareja a nivel nacional. Mientras ha logrado consolidar liderazgos y bases regionales sólidas como en Cajamarca, en donde Gregorio Santos, dirigente de las rondas campesinas, ha sido elegido como nuevo presidente regional, en otras regiones como Arequipa, la segunda más importante del país, la izquierda yace pulverizada con pocas posibilidades de recomposición en el corto plazo.
En resumen, y aunque el entusiasmo francamente conmovedor de algunos izquierdistas peruanos les impida verlo con nitidez, Villarán ha abierto con su liderazgo un espacio para el progresismo centrista que ella orgánicamente representa, más que para la izquierda socialista. Un progresismo que mientras se diferencia radicalmente de la derecha peruana en temas como los derechos humanos o la lucha contra la corrupción, no se distingue tanto de ella en su concepción sobre la economía, el papel del Estado y la inversión extranjera. La «izquierda moderna» de Villarán es en ese sentido, legítima y claramente sistémica.
Ciertamente, el espacio ganado por Villarán puede seguir generando mejores condiciones para la recomposición de la izquierda socialista en el Perú; puede sobre todo ir mitigando la intolerancia que el pensamiento único neoliberal ha sembrado durante tantos años. Pero no puede relevar a la izquierda de construir su propio espacio, de afirmar sus propios liderazgos y de legitimar sus propias propuestas. El futuro de la izquierda peruana no es inevitablemente el social liberalismo, como parecen insinuarlo algunos. Es preciso seguir bregando por modelar una fuerza socialista orgánica y antisistémica.
Erick Tejada Sánchez es sociólogo y militante del Colectivo SUR. [email protected]
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