Cuando la escasez entra por la puerta, el amor huye por la ventana. Durante un buen puñado de años, los principales dirigentes políticos y económicos del mundo entero nos han sermoneado con gran aplomo sobre la definitiva superación de las fronteras nacionales, la libre circulación de los capitales -que no de las personas, faltaría más- […]
Cuando la escasez entra por la puerta, el amor huye por la ventana. Durante un buen puñado de años, los principales dirigentes políticos y económicos del mundo entero nos han sermoneado con gran aplomo sobre la definitiva superación de las fronteras nacionales, la libre circulación de los capitales -que no de las personas, faltaría más- y las infinitas virtudes de la economía globalizada.
Ha venido la crisis y, visto y no visto, cada cual se ha puesto a trabajar con el mayor ahínco a favor de su chiringuito local, y sálvese quien pueda.
Los ejemplos abundan, pero uno muy llamativo nos lo acaba de ofrecer la crisis del gas entre Rusia, Ucrania y la Unión Europea. Todas las partes implicadas se han puesto a defender con saña implacable sus intereses particulares, haciendo caso omiso de los acuerdos y compromisos adquiridos. La UE quiere el gas ruso, del que se abastecen un buen puñado de los países que la integran, pero está obsesionada por mantener a raya el potencial económico y político de Moscú. Ucrania necesita el gas ruso, pero lo quiere a precios que no son los del mercado y, además, no duda en sisar una parte del que transita por los gasoductos que cruzan su territorio. Y Rusia utiliza el gas para apretar las tuercas a Ucrania y para chantajear a la UE. Dentro de la propia UE, son palmarias las diferencias que han mostrado ante esta crisis sus estados miembros, según se abastezcan más, menos o nada del gas ruso. Por resumir: nacionalismos (estatalismos, más bien) a espuertas.
En cuanto la crisis económica ha rascado el barniz cosmopolita de la supuesta aldea global, han reaparecido con plena fuerza los eternos fantasmas localistas. Disimulados; nunca enterrados.