El abismo que media entre ideología y realidad no podría ser más llamativo: de acuerdo con un estudio del Centro Europeo de Investigación Económica, publicado en noviembre, los inmigrantes aportan una contribución neta positiva a los sistemas de previsión y seguridad social de Alemania. El autor del informe, el economista Holger Bonin, demuestra que en […]
El abismo que media entre ideología y realidad no podría ser más llamativo: de acuerdo con un estudio del Centro Europeo de Investigación Económica, publicado en noviembre, los inmigrantes aportan una contribución neta positiva a los sistemas de previsión y seguridad social de Alemania. El autor del informe, el economista Holger Bonin, demuestra que en 2012 cada residente en Alemania que no tenía pasaporte alemán pagó en promedio 3 300 euros más de impuestos y cotizaciones a la seguridad social que lo que recibió en forma de transferencias del Estado. No obstante, los sondeos dicen que dos tercios de los alemanes están convencidos de que los inmigrantes son una carga para el sistema de bienestar de su país. Al margen del mal gusto de evaluar la vida humana con criterios económicos, la combinación del cálculo de Bonin con los sondeos muestra una imagen sorprendente de la mentalidad actual de los alemanes en materia de inmigración y la convergencia de la reconfiguración neoliberal de la sociedad alemana con formas racistas de entender estos cambios.
Cuando el ex ministro de Hacienda del land de Berlín, Thilo Sarrazin, publicó su libro Deutschland schafft sich ab (Alemania se condena), en 2010, pocos observadores reconocieron que anunciaba el surgimiento de una nueva extrema derecha modernizada en Alemania, una que se apartaba significativamente de la extrema derecha nazi y nacional-conservadora populista de la vieja escuela de décadas anteriores. Quedaron olvidados de modelos sociopolíticos colectivistas y el racismo biológico, sustituidos por el matrimonio de la doctrina neoliberal moderna con el racismo culturalista. Esta nueva extrema derecha está conformando ahora una entidad coherente con contornos bien definidos y una división del trabajo entre diferentes componentes: un partido electoral denominado Alternative für Deutschland (Alternativa para Alemania, AfD); un ala extraparlamentaria combativa, encarnada en el movimiento Pegida (Patriotas europeos contra la islamización de Occidente), y un centro ideológico representado por la revista mensual Compact, editada por Jürgen Elsässer, un periodista de izquierda radical convertido en nacionalpopulista de extrema derecha.
Cuesta algún esfuerzo desenredar la genealogía del nuevo movimiento, dado que todos sus componentes tienen orígenes diferentes: la AfD surgió al principio como una protesta electoral de conservadores contrarios a la Unión Europea y a los rescates del euro practicados por el gobierno de Angela Merkel, mientras que las manifestaciones convocadas por Pegida representan una movilización de base con raíces en el racismo antimusulmán que impregna el discurso público alemán desde hace un tiempo. La revista Compact representa el intento de Elsässer de forjar un bloque «antiimperialista» alrededor de un fantasmagórico eje París-Berlín-Moscú para contrarrestar la hegemonía estadounidense. No obstante, puesto que el racismo antimusulmán sirve en este momento de punto de convergencia de estas fuerzas diversas, tiene sentido esbozar la función del discurso racista contrario a los musulmanes en Alemania durante los últimos años.
En 2007, el sociólogo Georg Klauda observó que había un racismo específicamente antimusulmán que estaba confinado principalmente en la intelectualidad: «La islamofobia tiene, al menos en este país, cierta relevancia no como fenómeno de masas, sino como discurso de la élite, que, compartido por un número considerable de intelectuales de izquierda, liberales y conservadores, permite articular resentimientos contra los inmigrantes y los militantes antirracistas de una manera que hace que uno pueda aparecer como un brillante campeón de la Ilustración europea.» Aunque esta observación era sin duda cierta en el contexto en que se escribió hace siete años, lo que hoy en día representa Pegida es la transformación del racismo antimusulmán en un fenómeno de masas, capaz de movilizar grandes manifestaciones de más de 20 000 personas.
El ahora difunto Gruppe Soziale Kämpfe (Grupo Luchas Sociales, GSK) trató de teorizar esta transformación del discurso racista como parte de una «culturalización de la cuestión social» específicamente neoliberal. El GSK señaló que el racismo en Alemania, en el periodo de inmediata posguerra, se concretó en la calificación de «no alemana» a la población de trabajadores inmigrantes, sobre todo italianos, turcos y yugoslavos. El racismo dirigido contra esta población inmigrante estaba basado en su posición como estrato más bajo de una clase obrera industrial generada al amparo del pacto social fordista en la República Federal del «milagro económico».
Un nuevo racismo neoliberal culturalista
Con la llegada de Helmut Kohl a la cancillería en 1982 -cabalgando la misma ola conservadora que alzó al poder a Ronald Reagan y Margaret Thatcher-, la proclamación de un «giro espiritual-moral» marcó un nuevo retorno al conservadurismo «basado en valores». De un modo similar a la reacción conservadora en el mundo anglosajón en torno a cuestiones como el aborto y los derechos de gays y lesbianas, se fueron recuperando cuestiones de «cultura» e «identidad» por parte de la derecha, y paralelamente se produjo un cambio del discurso racista. Durante el periodo que va desde la reunificación alemana y la primera Guerra del Golfo hasta los atentados terroristas del 11 de Septiembre y las subsiguientes guerras de Afganistán e Iraq, los trabajadores inmigrantes del sur de Europa fueron sustituidos por una población inmigrante caracterizada racial y culturalmente como «musulmana».
Mientras que las antiguas formas populistas y fascistas del racismo nunca desaparecieron del todo -basta recordar los pogromos que hubo en Rostock-Lichtenhagen en 1992, el ataque mortal contra una familia turca en la ciudad occidental de Solingen en 1993 o el éxito electoral del Nationale Partei Deutschlands (Partido Nacional de Alemania, NPD), un partido abiertamente fascista, en Sajonia en 2004-, se desarrolló un lento proceso de conversión en el nuevo racismo «culturalista». Esta iteración mezcla una ideología neoliberal utilitaria, que valora a los extranjeros en términos de su «utilidad» para «nuestra sociedad», con la construcción de un relato que atribuye la mala fortuna o la falta de éxito de quienes se hallan en el peldaño más bajo de la escala social a su «otredad» cultural y su «falta de voluntad» de «integrarse» en la sociedad «alemana» u «occidental» a causa de un inveterado compromiso con los ideales religiosos o culturales «islámicos».
Ni que decir tiene que este relato culturalista no suele comprender la realidad de estos alemanes o residentes de origen turco o kurdo -que en muchos casos son laicos y se sitúan políticamente en la izquierda- ni la diversidad y las discrepancias internas de las comunidades musulmanas de Alemania. Más bien, ese relato sirve para racionalizar el juego de suma cero del capitalismo neoliberal en términos de voluntad o incapacidad del «yo emprendedor» para tomar en sus manos las riendas del propio destino. Lo perverso es que este racismo culturalista neoliberal representa una especie de «victoria» sobre el viejo racismo populista. En 2000, cuando el gobierno de coalición relativamente nuevo del Partido Socialdemócrata (SPD) con el Partido Verde intentó instituir un programa de «tarjeta verde» con el fin de atraer a trabajadores extranjeros altamente cualificados en informática y telecomunicaciones y en otros campos muy especializados, el presidente de la Unión Demócrata-Cristiana (CDU) del land de Renania del Norte-Westfalia, Jürgen Rüttgers, acuñó el lema racista movilizador de «Kinder statt Inder!» («¡Niños en vez de indios!») para resumir la posición de su partido, favorable a la formación de alemanes nativos en carreras de alta tecnología en vez de importar trabajadores cualificados.
En los años del gobierno de coalición rojiverde, los Estados federados encabezados por políticos de la CDU lograron asimismo bloquear efectivamente los planes de implementación de una ciudadanía dual para quienes desearan adquirir o conservar la ciudadanía alemana sin perder al mismo tiempo la de su país de origen. Ahora, en 2014, la CDU se ha comprometido a implementar una ley de doble nacionalidad con su socio de coalición, el SPD, con lo que el racismo de viejo cuño de un Rüttgers se ha quedado completamente fuera de juego en el seno de la CDU modernizada y neoliberal de la canciller Angela Merkel. Lo que los conservadores tradicionalistas tachan a menudo de «socialdemocratización de la CDU» representa de hecho una convergencia entre el SPD y la CDU sobre la base de la adopción común de la ideología neoliberal y la «culturalización de la cuestión social».
Sarrazin, el pionero
Sobre este telón de fondo podemos ver en la nueva extrema derecha de la AfD, Pegida y compañía una radicalización desde la base de lo que esencialmente es un discurso propio del sistema. Sarrazin desempeñó al respecto un papel de pionero. Como miembro del senado berlinés presidido por el socialdemócrata Klaus Wowereit de 2002 a 2009, durante el periodo del gobierno de coalición «rojirroja» del SPD con el PDS (uno de los partidos predecesores de Die Linke), Sarrazin se forjó un renombre tanto por su radical aplicación de la austeridad fiscal en el land de Berlín, que se hallaba en quiebra, y sus inflamadas declaraciones sobre los pobres y otras gentes marginadas. En una entrevista publicada en el semanario Stern, Sarrazin declaró que los beneficiarios del seguro de desempleo crónico eran unos derrochadores de energía porque «suelen estar más en casa, quieren estar calientes y regulan la temperatura con la ventana«, defendiendo el cambio del sistema de bienestar de manera que «uno no pueda mejorar su nivel de vida teniendo hijos, como sucede hoy en día«.
Después de abandonar Berlín para asentarse en las aguas más plácidas de un breve mandato en el consejo del Bundesbank en Fráncfort, durante una entrevista con la revista Lettre International sobre su experiencia como senador responsable de las finanzas, Sarrazin declaró lo siguiente a propósito de la población musulmana de Berlín: «No tengo por qué respetar a nadie que viva del Estado mientras al mismo tiempo rechaza ese Estado, no se ocupa razonablemente de la educación de sus hijos y produce continuamente pequeñas niñas con velo.» Todo esto fue un preludio de la publicación, en 2010, de su citado libro, donde dibuja un hiperbólico proceso de hundimiento de una Alemania aquejada de una tasa de natalidad declinante de su población autóctona y de un supuesto declive del coeficiente de inteligencia colectivo nacional debido a que la inmigración «musulmana» contribuye al crecimiento de una subclase permanente.
El libro de Sarrazin, que fue un arrollador éxito de ventas, tocó la fibra sensible del zeitgeist, al tiempo que constituyó una especie de manifiesto de una versión radicalizada de la nueva síntesis racista neoliberal-culturalista. Este racismo de nuevo tipo conserva trazas del viejo racismo, como el lamento antisemita de Sarrazin de que «los turcos están conquistando Europa exactamente del mismo modo que los kosovares conquistaron Kosovo: mediante tasas de natalidad más altas. Yo preferiría que fueran los judíos de Europa Oriental, que tienen un coeficiente de inteligencia un 15 % más elevado que la población alemana.»
Mientras que el libro de Sarrazin arrasó entre la población alemana, todavía tendría que pasar un tiempo entre su éxito de ventas en 2010 y el éxito electoral de la AfD y el surgimiento de Pegida en 2014. Una especie de «puente» ideológico fue el que se tendió con la creación en 2010 de la revista Compact, editada por Elsässer. En la portada del primer número aparecía una foto de Sarrazin bajo el siguiente título: «¿El próximo canciller federal?» La biografía política de Elsässer es una ilustración fascinante de cómo la nueva extrema derecha consigue integrar a elementos de la «izquierda» en el marco de un intento más amplio de configurar una nueva «rebelión conformista». Antiguo profesor de formación profesional en Stuttgart, Elsässer se dio a conocer primeramente en la escena política como miembro de la Kommunistischer Bund (Liga Comunista, KB), un partido maoísta, en 1990, en el curso de las manifestaciones que dieron lugar a la disolución de la República Democrática Alemana.
Elsässer: de la extrema izquierda a la extrema derecha
En un artículo publicado en la revista del KB, Arbeiterkampf, y titulado «Por qué la izquierda ha de ser antialemana«, Elsässer expresó los temores de la izquierda radical germanooccidental con respecto al posible resurgimiento de una Alemania unificada como gran potencia, y al mismo tiempo estrenó lo que en el curso del decenio siguiente aparecería como tendencia diferenciada en el seno de la propia izquierda radical alemana. Como reportero del diario de izquierda Junge Welt, cofundador del semanario Jungle World y, finalmente, como editor de la venerable revista mensual de extrema izquierda, konkret, Elsässer pasó la mayor parte del decenio siguiente escribiendo artículos de cariz decididamente antinacionalista y contrario a la emergencia de un supuesto «IV Reich» alemán, un temor que pareció confirmarse con el papel que desempeñó Alemania en la fragmentación de la antigua Yugoslavia a raíz del reconocimiento de las repúblicas de Eslovenia y Croacia en 1991 por parte del entonces ministro de Asuntos Exteriores, Hans-Dietrich Genscher y de la participación de Alemania en la guerra de Kosovo en 2000.
Cuando estalló la segunda Intifada en septiembre de 2000, Elsässer comenzó a ver al candidato israelí a primer ministro, Ariel Sharon, como una especie de Slobodan Milošević levantino, un jefe de Estado «antifascista» atribulado, víctima del imperialismo humanitario hegemónico liderado por Alemania. Sin embargo, tras la reafirmación de la hegemonía global de EE UU durante la Guerra de Afganistán en 2001 y de la subsiguiente Guerra de Iraq, que concitó la oposición de Francia y Alemania bajo la dirección de Jacques Chirac y Gerhard Schröder, respectivamente, Elsässer se vio obligado a revisar a fondo sus teorías. Después de todo, Alemania, pese a su importancia dentro de la Unión Europea, no era más que una potencia regional de segunda clase que oscilaba entre al atlantismo y las apuestas renovadas por constituirse en una «gran potencia» rival.
Elsässer comenzó a publicar libros y artículos en defensa de la constitución de un «eje Berlín-París-Moscú» opuesto a Washington. Después de que una serie de intervenciones explícitamente nacionalistas le cerraran las puertas de prácticamente todas las principales publicaciones de izquierda, Elsässer lanzó Compact, creando de este modo un centro ideológico coherente para una política de extrema derecha de nuevo tipo: resueltamente nacionalista, blande de modo explícito temas tradicionales de extrema derecha contra el «capital financiero», plantea la formación de una potencia «eurasiática» como polo opuesto a EE UU y se muestra decididamente contrario a la inmigración en política interior, mientras que apoya a países «antiimperialistas» como Irán o Siria, en política exterior. Esta mezcla inusitada ha encontrado una audiencia entusiasta en la nueva extrema derecha y algunos elementos de la ideología están profundamente arraigados en el corazón de la propia sociedad alemana, como atestigua la presencia destacada de Compact en los quioscos de prensa de las estaciones de ferrocarril.
Las dos alas de la AfD
Por tanto, era inevitable que Elsässer saludara con entusiasmo el surgimiento de la candidatura electoral de AfD. Fundada inicialmente en 2013 como partido monotemático contrario al euro, la AfD expresó los intereses de una derecha conservadora que ya no se sentía representada por la CDU supuestamente «socialdemocratizada» de Merkel. Con una dirección compuesta por el economista de Hamburgo Bernd Lucke y el ex editor del Frankfurter Allgemeine Zeitung Konrad Adam, la AfD trató inicialmente de mantener un perfil decididamente «burgués», distanciándose de los partidos neonazis tradicionales como la NPD y la Deutsche Volksunion (Unión Popular Alemana, DVU). Sin embargo, esta alianza insólita de nacionalconservadores que ven comprometida la soberanía de Alemania por instituciones multilaterales como la UE y monetaristas defensores de la austeridad más estricta, carentes de un referente político tras el colapso del Freidemokratische Partei (Partido Liberal Democrático, FDP), de derecha liberal, se convirtió en un polo de atracción irresistible para toda clase de derechistas que vieron en la AfD la oportunidad de crear una potente formación electoral a la derecha de la CDU y sus aliados bávaros de la CSU.
Con las impecables credenciales burguesas de Lucke y Adam, la AfD parecía estar bien pertrechada para acabar finalmente con el tabú de posguerra, expresado por el que fuera durante mucho tiempo presidente de la Unión Social Cristiana (CSU) bávara, Franz Josef Strauss, con la famosa frase de que «no puede haber ningún partido a la derecha de la CSU«. Aunque la AfD no logró superar la barrera del 5 % de los votos para entrar en el Bundestag (parlamento federal) en las elecciones de 2013, en 2014 obtuvo un 7,1 % en las elecciones al Parlamento Europeo y siete escaños en esta institución. En las elecciones regionales de los Estados federados orientales de Sajonia, Brandeburgo y Turingia, la AfD ya alcanzó porcentajes notables: el 9,7 %, el 12,2 % y el 10,6 %, respectivamente.
La posición política de la AfD oscila entre el liberalismo «respetable» de un Lucke, quien se considera adscrito a la tradición del ministro de Economía del periodo de posguerra, Ludwig Erhard, y de la CDU anterior a Merkel, y una derecha más radical, representada por la presidenta de Sajonia Frauke Petry. Mientras que ambas alas procuran distanciarse del tradicional racismo biológico populista a favor de un populismo neoliberal que preconiza una política de inmigración «en el interés de Alemania», es decir, de brazos abiertos a los inmigrantes «económicamente útiles» y mano dura contra los demandantes de asilo y los «delincuentes extranjeros», los contornos de la tensión entre ellas aparecen claramente en la controversia que se produjo cuando cuatro eurodiputados de la AfD, entre ellos Lucke y Henkel, votaron a favor de las sanciones a Rusia a raíz de la anexión de Crimea. Este hecho concitó la oposición de Petry y Alexander Gauland, ex miembro de la CDU y director de la cancillería de Estado de Hesse. Tenía razón Elsässer cuando describió el conflicto político surgido en el interior del partido como un enfrentamiento entre un «ala Pegida» y un «ala EE UU» (esta última sería la que mantiene la posición atlantista tradicional de la CDU de posguerra). Las tensiones alcanzaron un punto crítico a comienzos de 2015 cuando Lucke declaró que había que cambiar la estructura del partido de modo que solo hubiera un presidente (aunque finalmente ambas alas se pusieron de acuerdo en esta cuestión).
El racismo de Pegida
En todo caso, el movimiento Pegida sigue siendo la prueba palpable de la amplitud de la base social de esta nueva extrema derecha. Las manifestaciones, que en su punto álgido reunían a más de 20 000 personas todos los lunes en las marchas por el centro de Dresde, fueron un tema de debate importante durante gran parte del invierno de 2015. El nombre del movimiento -Patriotas europeos contra la islamización de Occidente- parece indicar que se trata de una iniciativa monotemática, nacida de una visión paranoica y ridícula de una inminente toma de Alemania por parte del islam. Sin embargo, quedarse con esta imagen sería subestimar el astuto oportunismo táctico de una iniciativa que pretende crear un movimiento xenófobo moderno, para el que la palabra «islam» no es más que una referencia útil. Esto se pone de manifiesto en la forma en que se creó la organización: el fundador, Lutz Bachmann, un extraño personaje con un pasado de delitos menores, creó un grupo en Facebook llamado Pegida con el fin de movilizar la protesta contra una marcha a través del centro de Dresde de simpatizantes del Partido de los Trabajadores de Kurdistán (PKK). En otras palabras, pese a la pretensión de ser un movimiento contra la «islamización», el Pegida se formó en realidad para protestar contra quienes apoyan a una organización kurda laica que actualmente está combatiendo al Estado Islámico (EI).
Es un movimiento contra la inmigración, como demuestra su declaración de 19 puntos, donde reclama una «política de tolerancia cero» contra los solicitantes de asilo e inmigrantes «criminales»; propugna una política de inmigración basada en los modelos «utilitaristas» de Suiza, Canadá y Australia; propone mantener y defender la «cultura judeo-cristiana de Occidente» y formula denuncias tan estrafalarias como la que se opone a la inclusión de la perspectiva de género en todas las políticas públicas, junto con llamamientos paranoides a favor de la prohibición de la sharía y las «sociedades paralelas». El apoyo a la mejora de la atención a los solicitantes de asilo y la demanda de unas condiciones más humanas en las viviendas que se ponen a su disposición se incluyen para crear una imagen de Pegida como una formación moderna, «tolerante», contraria a la inmigración, pero la base abiertamente racista del movimiento queda perfectamente reflejada en una serie de vídeos no editados con entrevistas realizadas por Panorama, un programa de noticias de la televisión pública. En ellos, los participantes en las manifestaciones de Pegida articulan puntos de vista típicos de la extrema derecha, como eso de que «Alemania no es un país soberano«, de que «las órdenes vienen de Tel Aviv y Washington» y de que los inmigrantes no son «refugiados de guerra«, sino más bien «parásitos«.
El carácter racista de Pegida llevó a Merkel a criticar públicamente al movimiento en su discurso de Año Nuevo y a urgir a la ciudadanía a que no acuda a sus manifestaciones. No obstante, Pegida se granjeó simpatías políticas de procedencia previsible: en enero de 2015, Petry invitó a la dirección de Pegida a una reunión con el grupo parlamentario de la AfD en el parlamento regional de Sajonia para hablar de las coincidencias entre el movimiento y el partido. Petry defendió asimismo a Pegida frente a las acusaciones de racismo en los medios. Sin embargo, las mismas tensiones inherentes al proyecto AfD también han provocado una crisis aguda en el seno de Pegida: la contradicción entre la apuesta por la respetabilidad burguesa y la necesidad de mantener una base fiel y apelar a un electorado tradicionalmente de extrema derecha. El discurso racista antimusulmán heredado de la intelectualidad liberal ha ayudado a la nueva extrema derecha a meter el pie en la puerta de la respetabilidad discursiva, pero en la medida en que este planteamiento da lugar a invitaciones a tertulias televisivas y manifestaciones de «preocupación» de los políticos por los temores «legítimos» de los ciudadanos, acaba entrando en conflicto con el núcleo descaradamente racista del movimiento.
Un ejemplo claro fue la controversia que surgió en torno al fundador Lutz Bachmann a raíz de la publicación en su muro de Facebook de una fotografía en que aparecía disfrazado de Hitler, además de algunas declaraciones en que califica a los extranjeros de «alimañas» y «sucia escoria». Aunque Bachmann realizó inicialmente un gesto ostentoso y dimitió de la presidencia de Pegida para no dañar al movimiento (que desde diciembre de 2014 había adquirido la condición legal de «asociación registrada»), insistió pese a todo en mantener un papel en la organización, lo que provocó a su vez la dimisión de los miembros agrupados en torno a Kathrin Oertel, la autonombrada «asesora económica» y «experta inmobiliaria» que desempeñaba la función de tesorera del movimiento y pretendía mostrar una cara burguesa respetable de Pegida en la epónima tertulia televisiva de Günther Jauch.
Receloso ante un Bachmann irremediablemente manchado y contrario a toda asociación con el movimiento Legida de la ciudad de Leipzig, cuya dirección está más explícitamente anclada en la extrema derecha organizada, el grupo de simpatizantes de Oertel fundó la organización Direkte Demokratie für Europa (Democracia Directa para Europa, DDfE). La declaración fundacional de DDfE constituye un intento de ampliar la inicial fijación de Pegida en el islam y la inmigración para incluir el apoyo a la demanda de plebiscitos, iniciativas legislativas populares, «libertad de expresión», «seguridad ciudadana», la oposición al tratado TTIP de libre comercio planeado y la retirada de las sanciones de la UE a Rusia decretadas a raíz de la crisis de Ucrania, aunque manteniendo la imagen de respetabilidad pequeñoburguesa, que había quedado dañada cuando se reveló que Bachmann no era más que un vulgar matón racista.
La DDfE no logró reunir a más de 500 personas en su primera manifestación en Dresde, el 8 de febrero de 2015, mientras que el Pegida juntó a unas 2 000, una cifra muy inferior a las que solían darse apenas unos meses antes. Lo que resulta interesante en relación con la escisión de la DDfE es que su intento de distanciarse de Pegida no implica en modo alguno un alejamiento real de las posiciones políticas de extrema derecha; en efecto, su «expansión» en un movimiento más amplio favorable a la democracia popular y a una política más conciliadora hacia Rusia y contraria al libre comercio, etc., encaja perfectamente en la orientación preconizada por Elsässer y las «manifestaciones de los lunes» del nuevo «Movimiento por la Paz 2014». En su lugar, la apuesta de la DDfE por la respetabilidad no se basa en ningún rechazo de la política de extrema derecha, sino más bien en el deseo de presentarse como una organización formada por gente «normal» del «centro de la sociedad».
Un estudio publicado en enero de 2015, realizado por un equipo de investigación de la Universidad Técnica de Dresde, dio credibilidad a esta imagen, señalando que el 70 % de los participantes tenían empleo y no estaban en el paro, que la mayoría tenía ingresos ligeramente superiores a la media y un nivel educativo universitario o de formación profesional especializada. Pese a que otros académicos del Centro Científico de Berlín y del instituto de opinión pública Forsa lo tacharon de no representativo (65 de los llamados a participar se negaron a hacerlo), el estudio arroja una luz interesante sobre el movimiento Pegida desde el punto de vista de su continuidad con los movimientos tradicionales de extrema derecha.
Aunque ciertos teóricos de la Comintern de la década de 1930, como Georgi Dimitroff, hubieran calificado erróneamente el fascismo de «dictadura terrorista abierta de los elementos más reaccionarios, más chovinistas y más imperialistas del capital financiero«, León Trotsky y otros analizaron correctamente que el fascismo tenía una dimensión de clase autónoma, basada en la pequeña burguesía acosada por el miedo al declive social. Por tanto, las posiciones de extrema derecha de Pegida y DDfE y su intento de presentar una imagen burguesa «respetable» generan una tensión inherente a los movimientos de extrema derecha en su conjunto. La mayoría de encuestados en el estudio de la Universidad de Dresde que declararon que el principal motivo de su participación era una «insatisfacción general con la política» es una prueba más del espíritu apolítico de la extrema derecha contemporánea.
Por supuesto, cualquier análisis que trate de alguna manifestación contemporánea de la extrema derecha ha de responder por fuerza a la pregunta de «¿qué hacer?» En varias ciudades de Alemania Occidental ha habido admirables contramanifestaciones frente a sendos intentos de los nazis locales de formar Pegidas y otros grupos «gida» con nombres diferentes, pero la potencial base de masas de la extrema derecha en la Alemania Occidental histórica es bastante limitada y seguirá siéndolo dentro de un futuro previsible. Mucho más impresionantes fueron las manifestaciones masivas contra la marcha de Legida en Leipzig, aunque allí las circunstancias también eran más favorables debido al carácter más abiertamente fascista de este movimiento y la continuidad de un fuerte sentimiento antifascista en el seno de la izquierda de esta ciudad.
Un elemento problemático que no se ha examinado suficientemente en los debates de la izquierda radical sobre la nueva extrema derecha es la resistencia de muchos activistas de izquierda a abordar la especificidad del racismo antimusulmán. Si bien es cierto que la hostilidad expresada abiertamente contra los musulmanes oculta un planteamiento más amplio de carácter racista frente a los extranjeros, demasiado a menudo los activistas de izquierda alemanes se han negado a tratar el tema de cómo el racismo antimusulmán dominante en la intelectualidad liberal e incluso en partes de la izquierda radical ha abierto camino a la extrema derecha.
Una admirable oposición al antisemitismo que todavía cunde en la sociedad europea condujo, tras la segunda Intifada y las guerras de Afganistán e Iraq, a un alarmante racismo antimusulmán en una parte de la izquierda radical alemana. Hasta los sectores que no cayeron en esa trampa no tuvieron el cuidado de no confundir una crítica materialista general de la religión como tal con un discurso racista que pretende pintar a los musulmanes como personas especialmente patológicas o amenazas para la «ilustración» o la «civilización». La transición de una figura como Elsässer de propagandista «antialemán» a figura de proa de la nueva extrema derecha nacionalista debería dar que pensar a aquellos militantes de la izquierda radical alemana que tratan de evitar la confrontación con discursos específicamente antimusulmanes y los límites difusos entre la defensa de la «racionalidad de la Ilustración» y los movimientos que claman por la protección de «Occidente».
Anthony Fano Fernandez es un activista y escritor residente en Alemania.
Fuente: https://www.jacobinmag.com/2015/02/germany-far-right-pegida/
Traducción: VIENTO SUR