Por estos días se celebra el décimo aniversario de la Declaración de América Latina y el Caribe como Zona de Paz.
Al realizarse la II Cumbre de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC) en La Habana, las 33 naciones firmantes se comprometieron, mediante su adopción, a dar solución pacífica a las controversias que pudieran surgir, a fin de desterrar para siempre el uso y la amenaza del uso de la fuerza en la región.
En otro de sus significativos párrafos, el comunicado explicita el compromiso de los Estados a dar estricto cumplimiento a la obligación de no intervenir, directa o indirectamente, en los asuntos internos de cualquier otro Estado y observar los principios de soberanía nacional, la igualdad de derechos y la libre determinación de los pueblos.
Asimismo, los países signatarios expresaron su firme intención de fomentar relaciones de amistad y de cooperación, independientemente de las diferencias existentes entre sus sistemas políticos, económicos y sociales o sus niveles de desarrollo, practicando la tolerancia y la convivencia pacífica.
Además de respetar plenamente el derecho inalienable de todo Estado a elegir su sistema político, económico, social y cultural, afirmaron su voluntad de promover una cultura de paz basada, entre otros, en los principios de la Declaración sobre Cultura de Paz de las Naciones Unidas.
Finalmente, declararon el compromiso de los Estados de la región de continuar promoviendo el desarme nuclear como objetivo prioritario y contribuir con el desarme general y completo, para propiciar el fortalecimiento de la confianza entre las naciones.
Del dicho al hecho…
Es un hecho, que lo dicho en estas declaraciones se enfrenta a avatares políticos y geopolíticos no siempre favorables, arriesgando así su efectivamente cumplimiento. Por lo que bien vale revisar lo ocurrido en el decenio posterior a aquella cumbre señera.
Un primer logro fundamental fueron los Acuerdos de Paz entre el gobierno y las FARC en Colombia. Pese a perder por muy poco el plebiscito que debía estamparles la aprobación popular, el gobierno de Juan Manuel Santos pudo renegociar el texto que fue firmado finalmente en noviembre de 2016, siendo ratificado pocos días después por el Senado y la Cámara de Representantes.
Pese a las violaciones a los Acuerdos que ocurrieron, ocasionadas por la estela de seis largas décadas de guerra interna y por las resistencias existentes, tanto en los territorios como en las instancias institucionales, la política de paz pudo sortear las dificultades, llegando con el actual gobierno de Gustavo Petro a ser el centro de la política de Estado en Colombia.
Se desactivó así al mismo tiempo otro foco crucial de conflicto continental en la frontera con Venezuela, que amenazó escalar durante la presidencia de Iván Duque y la fantochada de gobierno paralelo de Juan Guaidó respaldada por los Estados Unidos, en el intento de derrocar al Presidente constitucional Nicolás Maduro.
Sin embargo, el asedio externo contra la Revolución Bolivariana, iniciado ya dos décadas atrás al asumir Hugo Chávez, no se detuvo en absoluto. Como tampoco, el bloqueo a Cuba o los ataques al gobierno de Nicaragua, sindicados todos ellos de ser parte del “eje del mal” por no adoptar las reglas impuestas por el país norteamericano.
Otro episodio de la saga de desestabilización contra el gobierno venezolano, incluso con la incursión en aguas marítimas adyacentes de un buque de guerra británico, se desarrolló en la frontera con la República Cooperativa de Guyana, en el litigio por el Esequibo, un territorio rico en riquezas petrolíferas cuya explotación es ambicionada por la corporación Exxon Mobil. Y aún más recientemente, con la frustración de nuevos complots de magnicidio contra el mandatario venezolano, cuya develación total se halla en curso.
Si bien la región logró evitar en estos diez años las guerras abiertas entre estados, los severos conflictos internos conspiraron contra la aspiración de una paz verdadera.
Los conflictos internos
Los planes represivos implementados anteriormente con el apoyo estadounidense en México y Colombia con la justificación de “combatir al narcotráfico”, como la Iniciativa Mérida o el Plan Colombia, no hicieron sino regar de armas y muertos la zona.
Mientras tanto, el cordón centroamericano entre Colombia y la frontera sur de EEUU, asolado por guerras intestinas contra la insurgencia revolucionaria y el posterior neoliberalismo, se pobló de pandillas juveniles que imitaron el modelo delincuencial surgido en las cárceles y calles norteamericanas.
En 2022, Nayib Bukele emprendió una ofensiva de “mano dura” en El Salvador que encarceló a una cifra cercana al 2% de su población (la proporción más alta del mundo), logrando quebrar el poder de las bandas, pero también las garantías democráticas. El mandatario, surgido a la política en el FMLN y amparado por familias de fuerte poder económico, saltó a la modalidad “outsider” alcanzando hoy una popularidad que, a pocos días de celebrarse nuevos comicios, aseguraría su reelección.
Otro político con publicitados aires de juventud, vástago del multimillonario y varias veces candidato presidencial Álvaro Noboa, está por estos días intentando imitar esa política en Ecuador, esta vez con el apoyo directo de los Estados Unidos y el Comando Sur. Apoyo que le ha valido la revancha al país del Norte, regresando sus asesores quince años después de perder su base militar en Manta, durante el gobierno de Rafael Correa.
Con el estado de “guerra interna”, el gobierno sucesor de Lasso busca no solo recubrir el reingreso de las milicias norteamericanas al país, sino también forjar la posibilidad de una reelección que aleje la vuelta de un gobierno progresista al país.
Tampoco el resto de la región andina estuvo exenta de víctimas de violencia del Estado. Sendos golpes en Bolivia y Perú reprimieron posteriores protestas populares, cobrándose vidas de defensores de las democracias vulneradas. La posterior elección en Bolivia logró revertir el golpe, mientras que el Perú continúa maniatado por las mafias económicas surgidas al calor del neoliberalismo radical implantado por la dictadura fujimorista.
El gran Haití, precursor de la liberación del esclavismo y las independencias de América Latina y el Caribe, sigue desgarrado por la pobreza, el intervencionismo, el bandolerismo y la corrupción. Nación que es agredida incluso por un gobierno dominicano de derecha, que lejos de ofrecer el apoyo de un buen vecino, desarrolla una política discriminatoria de muros y expulsiones.
En Chile, la derecha política y empresarial prosigue quebrantando los derechos de las mayorías populares, manteniendo los principales rasgos de una constitución dictatorial, mientras que en Brasil, una vez más el partido militar logró colocar a un emisario de sus filas en el más alto rango político entre 2019 y 2022. Por fortuna para el pueblo brasileño, la violencia de ese gobierno sí tuvo fin.
Finalmente, el odio instigado por una alianza non sancta de medios hegemónicos, funcionarios judiciales enrolados en el lawfare y el gran empresariado, junto a los errores propios de un gobierno tibio, hicieron que un delirante de ultraderecha, mandadero de los grandes grupos corporativos locales y transnacionales, se cuele en el sillón presidencial de Argentina. Sillón del que podría ser eyectado si persiste en su violenta arremetida contra derechos sociales adquiridos y coloca la extorsión y represión como único argumento frente a una ya masiva oposición popular.
La proclamada adhesión del actual gobierno argentino al agresivo bloque constituido por los Estados Unidos, la OTAN, el Reino Unido e Israel, las expresiones de simpatía con el gobierno ucraniano de Zelensky, la retórica pendenciera y macartista contra el “comunismo” e incluso el inesperado recambio en la cúpula militar, podrían ser la antesala de una acción desatinada que pretenda involucrar a fuerzas armadas del país en algún conflicto extramuros.
Mientras tanto, las desapariciones, la persecución a la juventud, el maltrato a las y los migrantes, el desplazamiento forzado, la violencia contra las mujeres, la letal agresión contra periodistas y dirigentes sociales, la deplorable situación de las personas encarceladas, la discriminación de minorías, las desatendidas demandas sociales y la silenciada pandemia de salud mental, continúan formando parte del paisaje cotidiano de Nuestra América. Todo esto fruto de un modelo de vida y desorganización social erróneo, basado en la apropiación, el despojo y la diferencia.
Sin llegar a abarcar el panorama completo, puede decirse que la Declaración de Zona de Paz ha constituido un avance importante para América Latina y el Caribe. Por un lado, en términos de aspiración simbólica compartida por los pueblos de la región, pero también en rechazo práctico a involucrarse de manera directa en conflictos extrazona, hoy como ayer abundantes y extendidos.
A su vez, la elevada condición de Zona de Paz está hoy en severo riesgo, jaqueada por un conflicto geopolítico general, en el que los bandos, por acción ofensiva o reacción defensiva, continúan abonando la lógica de la guerra y el armamentismo.
(*) Javier Tolcachier es investigador en el Centro Mundial de Estudios Humanistas, organismo del Movimiento Humanista y comunicador en agencia internacional de noticias Pressenza.
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