La prensa, incluida la que tiene inclinaciones izquierdistas, parece no haber reparado que en un día como ayer, sesenta años atrás, el 9 de Abril de 1952, se producía el triunfo de la Revolución Nacional Boliviana, la más radical después de la Revolución Mexicana (1910-1917) y, en más de un sentido, precursora de la Revolución […]
La prensa, incluida la que tiene inclinaciones izquierdistas, parece no haber reparado que en un día como ayer, sesenta años atrás, el 9 de Abril de 1952, se producía el triunfo de la Revolución Nacional Boliviana, la más radical después de la Revolución Mexicana (1910-1917) y, en más de un sentido, precursora de la Revolución Cubana. Fue una jornada heroica, que culminó cuando el ejército, perro guardián de la oligarquía minera y terrateniente, fue derrotado, desarmado y disuelto por los mineros tras dos días de fieros combates. Como en México antes, y en Cuba después, la derrota del ejército es la marca decisiva de toda revolución. Como veremos más abajo los acontecimientos de Bolivia impactaron enormemente al joven Ernesto Guevara, años antes de que se convirtiera en el Che. También a otro joven, brillante como él, Fidel Castro, que en su célebre alegato «La Historia me Absolverá» (del 16 de Octubre de 1953) decía a sus jueces que «Se ha querido establecer el mito de las armas modernas como supuesto de toda imposibilidad de lucha abierta y frontal del pueblo contra la tiranía. Los desfiles militares y las exhibiciones aparatosas de equipos bélicos, tienen por objeto fomentar este mito y crear en la ciudadanía un complejo de absoluta impotencia. Ningún arma, ninguna fuerza es capaz de vencer a un pueblo que se decide a luchar por sus derechos.. Los ejemplos históricos pasados y presentes son incontables. Está bien reciente el caso de Bolivia, donde los mineros, con cartuchos de dinamita, derrotaron y aplastaron a los regimientos del ejército regular.»1
La historia de la Revolución Boliviana ofrece numerosas enseñanzas de gran utilidad para las luchas emancipatorias que libran nuestros pueblos. Sus logros iniciales fueron inmensos, imposibles de subestimar. Pero carecieron del sustento político, económico e ideológico necesario para garantizar su irreversibilidad. La revolución empezó a gestarse pocos meses antes, en 1951, cuando el Movimiento Nacionalista Revolucionario (MNR) liderado por Víctor Paz Estenssoro triunfa en las elecciones presidenciales de ese año. Poco después se produce un golpe de estado, promovido por la oligarquía minera, que instala una Junta Militar con el objeto de impedir el acceso al poder del jefe del MNR, que debe exiliarse en la Argentina. Lo que sigue es una creciente inquietud social y política que se traduce primero en una impetuosa movilización de mineros y campesinos y, poco después, a lo que la teoría marxista denomina una «dualidad de poderes.» Es decir, una profunda grieta en el estado burgués que, debilitado por la rebelión de «los de abajo», pierde su capacidad para reclamar y obtener la subordinación a sus mandatos y que, por lo tanto, no puede impedir el surgimiento de un formidable antagonista, un poder real, efectivo, no formal ni constitucional sino un poder constituyente basado en el inmenso apoyo popular del bloque formado por los campesinos y mineros en armas. Tal como lo advirtiera Lenin, situaciones de este tipo son altamente inestables y rápidamente se definen en una u otra dirección. Eso fue precisamente lo que ocurrió el 9 de Abril del 1952, en la masiva insurrección popular que tuvo como epicentros La Paz y Oruro. Allí el ejército fue derrotado y desmantelado, reemplazado por milicias populares de mineros y campesinos, al mejor estilo de la Comuna de París. Estas jornadas, bañadas por la sangre de por lo menos medio millar de muertos, abrieron el camino para la conformación de un gobierno provisional al mando de Hernán Siles Suazo, otro de los dirigentes del MNR, y el más importante dirigente sindical de ese tiempo, el minero Juan Lechín Oquendo, quienes fueron literalmente instalados en el Palacio Quemado por las masas a la espera del retorno al país de quien consideraban su legítimo presidente, Víctor Paz Estenssoro.
La derrota y disolución del ejército fue uno de los grandes logros revolucionarios de los sucesos de Abril de 1952. Pero hubo otros: poco después, en Julio de ese mismo año, se aprueba una nueva legislación otorgando el sufragio universal a las mujeres, los analfabetos y los indígenas. En Octubre se nacionalizaron las minas, y principalmente las de estaño, tradicionalmente en manos de una tríada de grandes propietarios conocida como «los barones del estaño»: Simón Iturri Patiño, Carlos Víctor Aramayo y Mauricio Hochschild. Con la nacionalización estas empresas pasaron a formar parte de una nueva corporación estatal minera, la COMIBOL, al paso que el gobierno asumía el monopolio de la exportación del estaño. Al mismo tiempo se lanzan programas para promover la industrialización del estaño en Bolivia y fomentar las actividades petroleras en el Oriente boliviano y en el Sur y, más generalmente, afianzar la soberanía nacional sobre los recursos naturales del país y construir caminos que permitieran unir el Occidente del altiplano con los llanos orientales. De enorme importancia es el reparto agrario, que se institucionaliza con la Ley de Reforma Agraria de Agosto de 1953, y que permite la destrucción del latifundio, concentrado en las regiones andinas, y la distribución de la tierra a los indígenas, a la vez que favorece la sindicalización de los campesinos. La creación de la COB (Central Obrera Boliviana) tuvo lugar días después del triunfo de la insurrección. La COB fue uno de los pilares fundamentales de apoyo al nuevo gobierno por su activa participación en todas las ramas del aparato estatal. Su líder histórico, Juan Lechín Oquendo, fue elegido Secretario General de la COB y nombrado Ministro de Minas y Petróleo del nuevo gobierno. Fue uno de los líderes populares más conscientes de que sin armar adecuadamente a las milicias populares la estabilidad del nuevo gobierno se vería comprometida. Lamentablemente, sus palabras cayeron en saco roto.
Decíamos más arriba que más allá de sus logros la Revolución Boliviana no pudo evitar seguir un curso descendente que la condujo hasta su definitiva derrota el 4 de Noviembre de 1964 con el golpe de estado de René Barrientos Ortuño, siniestro personaje que como presidente de Bolivia orquestaría, junto con la CIA y el Pentágono, la cacería y posterior asesinato del Che en Bolivia. Pero la derrota de la revolución ya latía en su seno desde mucho antes. En primer lugar, por la política de alianzas porque aun cuando en su fase inicial el poder real descansaba en manos de obreros y campesinos armados la representación política de la revolución le fue confiada al MNR y sus líderes, exponentes de un sector social que pese a su vocinglería antioligárquica conservaba estrechos lazos con esa clase y la burguesía boliviana. Peor aún, tanto Paz Estenssoro como Siles Suazo demostraron ser fácilmente co-optables por la astuta diplomacia norteamericana. Contrariamente a lo habitual esta no demoró en reconocer al nuevo gobierno surgido de los hechos revolucionarios de Abril, pese a que en ese mismo momento preparaba una invasión de mercenarios para deponer al gobierno de Jacobo Arbenz en Guatemala. La importancia que el estaño tenía para la industria militar de Estados Unidos y su atesoramiento de reservas minerales estratégicas en el marco de la Guerra de Corea y el peligro de una Tercera Guerra Mundial es sin duda uno de los factores que explica actitudes tan diferentes en uno u otro caso. Mientras Washington tenía muchos países que podían venderle el café o las bananas que exportaba Guatemala, no había tantos que pudieran ofrecerle el estaño que requería su aparato industrial y militar. De hecho, poco más de la mitad de las exportaciones de ese mineral eran adquiridas por Estados Unidos, lo que colocaba al imperio en inmejorables condiciones de negociación para imponer sus políticas. Además, la debilidad estructural de la economía boliviana, sin salida al mar y lastrada por siglos de opresión y explotación, la tornaba muy dependiente de los programas de «ayuda» dispuestos por Washington. Y las debilidades ideológicas de la pequeña burguesía del MNR, so pretexto de la necesidad de ser «realistas» y no antagonizar a los intereses imperiales, permitieron cerrar el círculo de la sujeción al imperialismo. Uno de los elementos cruciales que Estados Unidos manejó con mucha sagacidd fue la necesidad «técnica» de reconstituir al derrotado ejército. De hecho, dos años después del triunfo de la revolución se reabría la Escuela Militar y comenzaba el proceso de liquidación de las milicias populares. Sería el ejército quien, en 1964, dispararía el tiro de gracia a la revolución. En todo caso fue esta necesidad de mantener «buenas relaciones» con el imperio la que signó el inicio del Termidor revolucionario. La Revolución Nacional no sólo fue una revolución traicionada sino también una revolución interrumpida. Cuenta uno de sus biógrafos que mientras Ernesto Guevara, de paso por Bolivia en su segundo viaje por América Latina, esperaba para ser recibido por un alto funcionario del recientemente establecido Ministerio de Asuntos Campesinos se encontró con un grupo de indios que habían llegado al lugar para recoger los títulos de propiedad prometidos por el reparto agrario. Pero antes de llegar a la oficina del funcionario a cargo del expediente se los hizo formar y se los roció con un insecticida. Guevara comentaría, en una de sus cartas que «el «MNR hace la revolución con DDT.» 2
El drama de 1952 podría resumirse así: una revolución hecha por obreros mineros y campesinos, que juntos empuñan las armas y destruyen al sostén fundamental del decrépito orden oligárquico, el ejército, para luego cederle el control del estado a los aliados pequeño burgueses del campo popular y aceptar que sean ellos, y no quienes hasta ese momento tenían el poder real en sus manos, es decir, las armas, los que fijarían el rumbo del gobierno surgido de una revolución pero cuyo destino sería, doce años después, ser víctima de una contrarrevolución. Otros factores que también operaron fueron los siguientes: (a) el reparto agrario que al no estar acompañado de intensa labor de organización y educación políticas terminó por replegar a los campesinos hacia su pequeña parcela y abandonar la escena política. Ocurrió aquí algo similar a lo acontecido con los campesinos parcelarios franceses analizados por Marx en su Dieciocho Brumario de Luis Bonaparte : el fetichismo que crea la propiedad privada sobre una ínfima -¡a menudo misérrima!- porción de tierra los desmovilizó y, peor aún, durante algún tiempo los convirtió en bases de apoyo de diversos gobiernos anti-revolucionarios, como el del ya mencionado René Barrientos Ortuño. (b) Por otra parte, los sectores mineros no lograron establecer una sólida y duradera alianza con los campesinos, y el progresivo aislamiento de los primeros facilitó, pocas décadas después, su debilitamiento organizacional hasta concluir con su desaparición como actor económico o político de relevancia en la Bolivia contemporánea. (c) El activismo norteamericano para frustrar procesos revolucionarios, desde fuera -con presiones económicas y políticas, mentirosas promesas de colaboración, o amenazas veladas o abiertas de intervención- tanto como desde dentro, atrayendo a su hegemonía a los sectores de un cierto nacionalismo popular que, en su ilusión, soñaban con un proyecto nacional sin que al mismo tiempo fuese socialista y radicalmente anti-imperialista, cosa que una y otra vez ha demostrado ser imposible. (d) Por último, la violación en la Bolivia del MNR de una suerte de «ley de hierro» de todas las revoluciones y/o procesos de reformismo radical: o se avanza resueltamente hacia nuevas metas que profundicen la estabilidad e irreversibilidad de los logros iniciales, o el proceso se estanca, languidece y muere.
Pero más allá de este breve balance de triunfos y derrotas hoy es justo y necesario rendir homenaje al heroísmo y la abnegación demostrada por el pueblo boliviano en las épicas batallas libradas sesenta años. Los méritos de los revolucionarios de Abril no se empañan por la capitulación del fallido gobierno instaurado por la revolución. La labor de la insurrección no fue todo lo metódica y radical que habría sido deseable, más allá de las obvias preguntas contrafácticas acerca de si las cosas podrían o no haber ocurrido de otra manera. En todo caso lo cierto es que con la clausura del ciclo revolucionario abierto en aquella ocasión habrían de transcurrir cincuenta largos años -años de sufrimientos, de miseria y de muerte para el pueblo boliviano- para que, a inicios de este siglo, se pusiera fin a tanta decadencia con las grandes movilizaciones populares que, en 2005, culminarían con la elección de Evo Morales a la presidencia de Bolivia abriendo así un nuevo y luminoso capítulo en la historia de ese hermano país.
1 Fidel Castro Ruz, La Historia me Absolverá [edición definitiva y anotada] (Buenos Aires: Ediciones Luxemburg, 2005), p. 57.
2 Ver Frank Niess, Che Guevara (Madrid: EDAF, 2004), pg. 43. Esta anécdota también la narra el Che en América Latina. Despertar de un continente , una recopilación de sus notas de viaje. (La Habana: Ocean Press, 2003), p.71.En una de sus cartas el Che decía que una revolución que actúa de ese modo con los campesinos «no puede ser una revolución verdadera.»
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