La decisión infundada de Keir Starmer de suspender a Jeremy Corbyn, anterior líder del Partido Laborista, representa un claro ataque contra la izquierda. La militancia del partido deben combatir esta decisión porque si no todo lo que Corbyn defendió abandonará el laborismo junto a él.
Ayer se publicó el informe del TEDH sobre la controversia del antisemitismo en el Partido Laborista. Al contrario de lo que suponían las predicciones catastróficas de ambos bandos, según las cuales el partido sería definido como antisemita o se acusaría personalmente a Jeremy Corbyn y a la gente de su equipo, se trató de un informe sobrio y sincero centrado en cuestiones procesales. Hasta el mediodía todo indicaba que encontraría una amplia aceptación al interior del Partido Laborista.
El informe observó que los procedimientos para gestionar las acusaciones de antisemitismo al interior del partido eran deficientes. Sus estructuras eran demasiado débiles, estaban sujetas a presiones políticas, no contaban con suficientes recursos y carecían de una orientación clara. Además, el personal no tenía la formación apropiada. El hallazgo más grave en términos de hostigamiento refiere a dos casos en los cuales representantes del partido –el anterior alcalde Ken Livingstone y un concejal de Lancashire– hicieron comentarios antisemitas. El informe criticó a la dirección de Corbyn por su falta de efectividad a la hora de tratar estos asuntos, pero no hizo ninguna denuncia grave acerca de su supuesta complicidad con el antisemitismo.
La respuesta de Jeremy Corbyn al informe fue igualmente mesurada. Reconoció las críticas del informe, alentó a que se implementaran con agilidad sus conclusiones y pidió disculpas a los miembros judíos cuyas denuncias habían sido mal gestionadas. «Los miembros judíos de nuestro partido y la comunidad en general tenían razón al esperar que nos hiciéramos cargo del problema», dijo, «y me arrepiento de que este cambio haya llegado más tarde de lo debido».
Como es natural, también defendió sus antecedentes. Muchos de los procesos que se critican, dijo Corbyn, precedieron a su dirección –algo que el informe mismo reconoce– y fueron reemplazados por procedimientos más robustos luego de 2018. No aceptó todos los resultados del informe, pero esto no debería ser una sorpresa si se tiene en cuenta que se trata de un documento crítico de alrededor de 129 páginas que trata un tema muy controvertido.
También dijo que «la magnitud del problema fue drásticamente exagerada por motivos políticos, tanto por quienes se oponen a nuestras ideas adentro y afuera del partido como por la mayoría de los medios». Esto ciertamente es así. Tal como sabemos gracias al informe filtrado, en algunas instancias, miles de acusaciones provenían de denunciantes individuales, siendo en su gran mayoría infundadas.
Incluso hubo diputados y diputadas que hicieron declaraciones que referían a la cantidad casos que serían imposibles de probar. Margarte Hodge, por ejemplo, dijo que presentó cien denuncias de antisemitismo al partido. Luego se reveló que ochenta de estos casos no tenían ningún tipo de conexión con el laborismo. No se trataba de personas afiliadas al partido, ni mucho menos de personas que ocuparan cargos políticos ni de gestión. Es decir, no se trata de nadie por quien el partido pueda ser considerado responsable en términos legales por el TEDH.
Si esto pareciera una prueba demasiado insustancial, la impresión general que dejan estas declaraciones es todavía más clara. El año pasado, Survation hizo una encuesta que indagó la opinión del público acerca de cuál era la proporción de denuncias de antisemitismo entre quienes integraban el Partido Laborista. El resultado fue que, en promedio, la gente pensaba que el 34% de la membresía del partido había estado involucrada en acusaciones de antisemitismo (esto sobre un total de doscientas mil personas). Solo el 14% de las personas encuestadas creía que esta cantidad era inferior al 10%.
El hecho de que la percepción del público acerca de la magnitud de este problema sea inadecuada no reduce ni un poco el impacto de los resultados del informe del TEDH. Pero los hallazgos de hostigamiento remiten a dos funcionarios, y los casos que estaban «al límite» eran solo dieciocho. El Partido Laborista tiene una gran cantidad de funcionarios y de empleados a lo largo y ancho del país. Si se consideran estos veinte casos, se concluye que se trata simplemente del 1% del partido.
Es importante notar que el informe mismo reconoce que debe permitirse que la membresía del partido debería se involucre en este debate. Recuerda que el artículo 10 del TEDH afirma que «protegerá a los miembros del Partido Laborista que […] expresen sus opiniones sobre asuntos internos del partido, tales como la magnitud del antisemitismo que existe en su interior, basándose en su propia experiencia y respetando los márgenes de la ley».
En su esencia, el informe del TEDH hace un llamado a que se respete el derecho natural. Quienes sienten que han sido víctimas de un tratamiento injusto o abusivo deberían ser capaces de decir que sus denuncias serán consideradas sin ningún sesgo y que gozarán de una audiencia imparcial. Es una demanda legítima, especialmente cuando se trata del racismo.
Pero se ha dinamitado el suelo común que debería existir acerca de estas cuestiones, precisamente porque Keir Starmer, líder del laborismo, y David Evans, su aliado y secretario general del partido, decidieron que sus propios intereses internos y facciosos eran más importantes que construir un consenso con todo el partido tras los resultados del informe.
No había ningún fundamento razonable para suspender a Jeremy Corbyn. Su respuesta al informe fue sencilla y moderada, tanto que ni siquiera despertó muchas críticas por parte de una prensa que le es notoriamente hostil. Evidentemente no hay nada en su contenido que pueda ser considerado como antisemita. La suspensión misma estuvo mal hecha y eludió los propios mecanismos del partido, que no indicaban que Jeremy Corbyn debiera ser suspendido.
Al momento de escribir esta nota, David Evans no podría ni siquiera definir cuál es la regla del partido que Corbyn rompió con su declaración y anoche se negó a aclarar en su rol de funcionario este punto frente al Comité Ejecutivo Nacional elegido por el partido. Apelando a una racionalidad post facto, se utilizará seguramente la idea de que Corbyn hizo caer en descrédito al partido.
Keir Starmer –quien, a pesar de las manifestaciones débiles en el sentido contrario, defendió la decisión de suspensión– ha sido un poco más comunicativo con su razonamiento. Según su punto de vista, la declaración de Corbyn supone que el antisemitismo es simplemente un tema faccioso y subestima su importancia. Pero, ¿quién podría dudar seriamente acerca de que este hecho ha sido utilizado con objetivos facciosos? Hasta el informe del TEDH apunta en esta dirección. Y habilita explícitamente la discusión sobre la magnitud del problema, argumentando que esto no puede ser considerado como antisemitismo y que debería protegerse el derecho de expresión de toda la membresía del partido.
La suspensión de Corbyn es completamente consistente con el enfoque que Starmer adoptó para su dirección desde la victoria de abril de este año. Intentó marginar a la izquierda por todos los medios posibles, y encontró en este asunto su última oportunidad. Starmer encontró la ocasión de recibir una palmada en la espalda de la prensa Murdoch por sus cualidades de estadista, de hacer una demostración de su propio poder al interior del partido y de dar una señal pública del grado en el cual el laborismo tiene una nueva dirección.
Para hacer esto solo necesitaba asegurarse de que la guerra civil en el partido continuaría perpetuamente, de que la gente abandonaría las filas del partido de a miles, y de que sus militantes sindicales sentirían que fueron traicionados mientras las promesas de unidad por las que fue electo se volverían insignificantes. Este es el cálculo que hizo y todo el Partido Laborista debería saberlo.
Hoy, durante sus rondas en los programas televisivos, Starmer retrató todo el asunto como si se tratara de una decisión sensible. Dijo que no quería una guerra civil, aunque claramente se ha dedicado con esfuerzo a librarla: omitiendo a la izquierda de los cargos superiores; expulsando a Rebecca Long-Bailey de su gabinete en las sombras; apoyando el nombramiento de un secretario general descaradamente faccioso; forzando la votación sobre las leyes de operaciones internacionales y policía secreta; amenazando a los diputados y diputadas que se atrevieron a votar siguiendo su conciencia; y abandonando el compromiso con las posiciones políticas que fueron la base con la que ganó hace tan solo unos meses. Desde el comienzo, se trató de una guerra contra la izquierda.
En efecto, el laborismo está viviendo una guerra civil. Pero solo un lado está luchando. Hasta ahora, la izquierda ha permanecido en gran medida desorganizada y tímida. Esto debe cambiar. La realidad es que Jeremy Corbyn todavía goza de un amplio respecto y admiración en muchos grupos del partido. La gran mayoría de las personas que hoy conforman sus filas –incluyendo a miles que votaron por Keir Starmer– se unieron a él bajo su dirección.
Lo que las inspiró fue la visión de Corbyn de una sociedad en la cual millones de personas no deberían aguantar la indignación de la pobreza extrema (una visión que no ha sido retomada por la dirección de Starmer, aun en un contexto en el cual esta enorme crisis y las respuestas del gobierno han empujado a mucha más gente hacia el límite).
Estaban convencidas, también, de que había otra forma de hacer política, una que podía ser más participativa, más democrática y más comprometida con los movimientos sociales que se desarrollan fuera de Westminster. Este es un enfoque que Starmer y su equipo han intentado desmantelar en el Partido Laborista, reduciéndolo de nuevo a un estrecho instrumento electoral que percibe a su propia membresía como un inconveniente. Pronto intentarán poner el punto final cerrando la unidad de organización comunal.
Los sindicatos también apoyaban a Jeremy Corbyn. No porque lo valoraran en términos individuales, sino porque su programa planteaba que el partido debía representar genuinamente los intereses de los trabajadores y de las trabajadoras en el parlamento. El Partido Laborista no sería más un partido que se niega a revocar las leyes antisindicales desde el gobierno y que condena las huelgas obreras en la prensa nacional. Keir Starmer prometió que esta visión del partido permanecería durante su dirección. Pero como sucedió con muchas de sus promesas, ha quedado claro que se trataba de una mentira.
Esta alianza –entre la membresía del partido y los sindicatos– debe plantarse para ponerle fin al intento de borrar lo que sucedió durante los últimos cinco años, intento que se expresa con la mayor claridad en la suspensión de Jeremy Corbyn. Fue esta alianza la que financió la maquinaria del partido. Fue esta alianza la que construyó esa maquinaria, puerta a puerta, a veces en condiciones miserables, sacrificando su propio tiempo y poniendo todo su esfuerzo sin recibir mucho a cambio. Ahora debe impedir que todo este trabajo quede en la nada.
En el contexto de un gobierno cuya gestión de la pandemia está llevando a millones de personas a la penuria y a muchas a la muerte, y sobre el fondo de una arena política que está cada vez más moldeada por individuos que no tienen vergüenza al ventilar sus aspiraciones de demoler las magras cuotas de igualdad y democracia que lograron sobrevivir durante las últimas décadas, la dirección del Partido Laborista ha decidido librar una guerra contra la izquierda. No podemos permitir que esto suceda.
Si lo hacemos, garantizaremos que durante los años venideros habrá una oposición casi nula, cuando no directamente inexistente, al giro hacia la derecha en términos sociales, culturales y políticos. A quienes forman parte orgánica del partido y a quienes lo apoyan se les dirá que, en lugar de pelear por sus principios, deben esperar a las próximas elecciones, en medio de la situación caótica que el gobierno Tory dejará tras de sí y cuya magnitud es difícil de prever.
Si Jeremy Corbyn es expulsado del Partido Laborista, el socialismo será expulsado de la política británica. Debemos construir la alianza más amplia posible para garantizar que esta suspensión sea anulada.
Traducción: Valentín Huarte