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Puerto Rico

La tierra que se abre, quemada de injusticias

Fuentes: Rebelión

En estos días, acontecimientos luctuosos y conmemoraciones patrióticas ponen de nuevo en primer plano la tragedia histórica de Puerto Rico, privado de su independencia y soberanía desde la primera guerra imperialista en 1898. Han transcurrido 142 años desde el Grito de Lares (112 desde que Estados Unidos se apoderó de la isla como parte de […]


En estos días, acontecimientos luctuosos y conmemoraciones patrióticas ponen de nuevo en primer plano la tragedia histórica de Puerto Rico, privado de su independencia y soberanía desde la primera guerra imperialista en 1898.

Han transcurrido 142 años desde el Grito de Lares (112 desde que Estados Unidos se apoderó de la isla como parte de un botín de guerra) pero siempre, los héroes de cada nueva generación recogen la bandera de la estrella solitaria de manos de los héroes de la generación anterior y lavan las afrentas con su sangre.

La nación boricua sigue viva, indestructible, valiente. Lo supe hoy una vez más. Una niña de una familia emigrada, una jibarita, recitaba los versos inmortales de Julia de Burgos:

«Río Grande de Loíza. Río grande. Llanto grande.

El más grande de todos nuestros llantos isleños

si no fuera más grande el que de mi se sale

por los ojos del alma para mi esclavo pueblo.»

…y vi que a sus compatriotas, hombres y mujeres, se les humedecían los ojos.

Lo que Juan Mari Bras llamó «el andamiaje colonial» de Puerto Rico fue el resultado de una guerra de rapiña y de un proceso ilegal, viciado de origen, porque, como denunció Pedro Albizu Campos, cuando Estados Unidos invadió el país en 1898, ya España había concedido la autonomía a Puerto Rico y, por tanto, de acuerdo al orden jurídico internacional y a las propias leyes de Estados Unidos, el territorio no podía ser anexado ni convertido en colonia. La única alternativa legal y de elemental justicia era el reconocimiento de la independencia y soberanía por las que tanto se había luchado en un país que, además, por su historia, tradiciones, idiosincracia, lengua y demás aspectos de su cultura, nada tenía que ver con Estados Unidos.

Pienso que mientras haya hombres con la estatura moral de un Rafael Cancel Miranda, por citar sólo un ejemplo, la causa de «la tierra que se abre, quemada de injusticias» -como diría Julia- continuará viva. Recientemente, Cancel Miranda no pudo viajar a Toronto por su negativa a utilizar pasaporte estadounidense. Confieso que quisiera verlo llevar no sólo a Canadá sino a todos los países del mundo la voz de la independencia de Puerto Rico, pero me inclino ante lo valioso de su digno ejemplo al no aceptar una ciudadanía impuesta. Y su gesto nos obliga al análisis y a la reflexión. ¿Cuándo, cómo y por qué Estados Unidos decidió que los puertorriqueños debían tener la ciudadanía estadounidense?

La ciudadanía estadounidense, en su forma actual, llegó a los boricuas pasando por tres etapas que corresponden a tres leyes del Congreso de Estados Unidos promulgadas -¿casualidad?- coincidiendo con tres guerras sucesivas: Ley Jones-Shaffroth, 1917, I Guerra Mundial; Nationality Act, puesta en vigor el 13 de enero de 1941, Segunda Guerra Mundial; Nationality Act, modificada en 1952, Guerra de Corea. La coincidencia se explica por la necesidad del imperio de utilizar a los puertorriqueños como carne de cañón en sus aventuras militares. Todavía hoy la ciudadanía extendida a los puertorriqueños es de segunda clase y tiene, entre otras limitaciones, la de no poder votar por el presidente ni por los miembros del Congreso que los envía a la guerra. Para comprender mejor estas afirmaciones ubiquemos en su contexto histórico las motivaciones que llevaron a la aprobación de la Ley Jones-Shaffroth.

En 1914 el norteamericano medio consideraba que la guerra europea no era un asunto que le incumbía. Este era también el sentir de la administración del presidente Wilson. Sólo cuando en el Marne se hizo evidente que la guerra se prolongaría, Estados Unidos constató que salir del aislacionismo convenía a sus intereses económicos. La fabricación de suministros para las fuerzas aliadas comenzó a generar un crecimiento exponencial de la industria, y este país, que antes de 1914 no era considerado como una de las grandes potencias, percibió que su participación en la guerra le daba la posibilidad de ascender a esta categoría.

Muy rápidamente, Estados Unidos se iba convirtiendo en el arsenal y en el banco de los aliados. Era evidente que si les continuaba suministrando pertrechos con su flota mercante Alemania no podría ganar la guerra. El 31 de enero de 1917 Alemania notificó a Washington que no permitiría el arribo a las costas de Inglaterra de barcos neutrales, excepto barcos de pasajeros pero con grandes limitaciones. Este fue un momento crucial para el joven imperio. Estados Unidos era ya, sin duda, una gran potencia, pero dejaría de serlo si aceptaba las restricciones a la navegación libre. De acuerdo a la lógica de los halcones el conflicto era inevitable; chocaba sin embargo con un enorme obstáculo, el fuerte movimiento por la paz que se manifestaba a todo lo largo y ancho del país promovido en gran parte por las fuerzas progresistas. Eugene Debs, líder del Partido Socialista, había declarado que prefería ser fusilado como traidor antes que «ir a una guerra de Wall Street».

Ocurrió entonces, muy convenientemente, un hecho inesperado. Siempre ocurre algo así cuando Estados Unidos necesita mover a la opinión pública nacional en favor de la guerra (Alamo, voladura del Maine, Pearl Harbor, Golfo de Tonkín, armas de destrucción masiva, septiembre 11, etc). En marzo 1, el gobierno entregó a la prensa un telegrama, supuestamente interceptado y decodificado por la inteligencia naval británica, mediante el cual el Ministro del Exterior de Alemania, Arthur Zimmermann, invitaba a México a participar como beligerante. A cambio de distraer grandes fuerzas estadounidenses en la frontera sur, Alemania ayudaría a México a recuperar los territorios usurpados de Texas, Arizona y Nuevo México. Nadie fue capaz de explicar como era posible que se tramitase por telegrama un asunto de trascendental importancia.

Sin embargo, aunque el famoso telegrama Zimmermann logró en parte sembrar el temor en la población con la amenaza de una agresión al propio territorio de Estados Unidos, no fue suficiente para crear el clima necesario para la guerra y el Congreso se resistía a la aprobación de una ley que permitiría artillar los barcos (Armed Ship Bill). El presidente Wilson tuvo que esperar una nueva oportunidad aunque, mientras tanto, ordenó armar los barcos sin autorización del Congreso.

La oportunidad llegó pocos días después, el 18 de marzo, con el hundimiento de tres barcos mercantes estadounidenses. Por otra parte, el derrocamiento del régimen zarista y el acceso al poder de Kerensky eliminaron el repudio de grandes sectores del pueblo norteamericano a participar en la guerra como aliados de un régimen despótico comparable, en el otro bando, con la autocracia prusiana.

Aún así, Wilson tardó dos semanas más en decidirse. Cientos de miles de hombres tendrían que ser movilizados y, cómo hacerlo si a pesar de todos los esfuerzos la guerra continuaba siendo impopular y ajena.

El 6 de abril de 1917, el Congreso de Estados Unidos declaró la guerra a Alemania. Sólo unos días después, el 2 de mayo, el Congreso aprobaba la Ley Jones-Shaffroth que imponía la ciudadanía norteamericana a los puertorriqueños en forma de «naturalización colectiva». La ciudadanía era el instrumento legal que permitiría enviar a miles de puertorriqueños a morir por el César. Al día siguiente, 3 de mayo, comenzó el reclutamiento masivo. Se formaron regimientos segregados, unos 236 000 puertorriqueños (de la isla) fueron inscritos para prestar servicio militar y, de ellos, unos 20 000 marcharon a la guerra. Además, es imposible conocer cuantos puertorriqueños residentes en Estados Unidos fueron reclutados ya que, excepto los negros, eran asignados a unidades regulares y no existen estadísticas concernientes a la etnicidad de sus miembros. Tanto en la isla como en el continente, los negros fueron asignados a unidades especiales, segregadas. En New York, un grupo fue ubicado en el Regimiento 369 de Infantería y ni siquiera se les permitió combatir con el uniforme de Estados Unidos sino como miembros del ejército francés, y así, aunque discriminados y humillados, pelearon heroicamente en el Frente Occidental, entre ellos Rafael Hernández Marín, el autor de «Lamento Borincano» y «Preciosa». ¿Recuerdan?:

«Preciosa te llaman los bardos que cantan tu historia.

No importa el tirano te trate con negra maldad.

Preciosa serás sin bandera, sin lauros ni glorias.

Preciosa, preciosa te llaman los hijos de la libertad»

(Esta canción fue censurada por el gobierno de Luis Muñoz Marín quien obligó a los intérpretes a cambiar «el tirano», que se refería a Estados Unidos, por «el destino»)

El sacrificio de vidas borinqueñas no fue mayor debido a dos circunstancias. Primera: la oposición de políticos y organizaciones racistas del Sudeste de Estados Unidos al entrenamiento de puertorriqueños en los campamentos de Carolina del Norte. No querían negros armados en el Sur y aducían que los mestizos no entenderían las políticas segregacionistas de Jim Crow y crearían demasiados problemas. Esta oposición obligó a realizar los entrenamientos en la isla, donde no existían capacidades militares suficientes para un número tan alto de reclutas. Segunda: la guerra terminó poco más de un año después, en noviembre de 1918. La mayoría de las unidades puertorriqueñas, sin el entrenamiento programado, fueron enviadas a proteger el Canal de Panamá o permanecieron en Puerto Rico. Paradójicamente, el racismo sureño, sin proponérselo por supuesto, ahorró muchas vidas puertorriqueñas.

Hay que luchar por el reconocimiento internacional de la ciudadanía puertorriqueña y por la libertad de viajar con el pasaporte correspondiente. Los dos prisioneros políticos que aún permanecen en las cárceles de Estados Unidos, Oscar López Rivera y Avelino González Claudio, deben ser puestos de inmediato en libertad porque, si la defensa propia individual es legítima, mucho más lo es la de toda una nación, de todo un pueblo, y aún mucho más cuando el oprimido es un país pequeño y el opresor la mayor potencia militar del planeta.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.