Con otro nombre, sin rango constitucional, sin plebiscitos ni referéndum… Tras el ‘no’ francés y holandés y las victorias de la derecha en Europa, la ‘construcción europea’ vuelve a sus más viejas tradiciones.
Tras el rechazo popular al Tratado Constitucional en Francia y Holanda, las élites europeas anunciaron con gravedad la necesidad de abrir un «período de reflexión» del que pudiera salir un ‘Plan B’ para la Unión. Los comunicados oficiales se prodigaron en llamados al debate y a la profundización democrática.
Sin embargo, pronto quedó claro que se trataba de una mera estrategia dilatoria, dirigida a ganar tiempo mientras se aclaraba el horizonte político de la Unión. Despejada la incógnita con el ascenso de la derecha alemana y francesa y resuelta la cuestión sucesoria en el Reino Unido, la apuesta por una integración tecnocrática y neoliberal volvió a mostrar las garras, aunque con nueva manicura.
La canciller alemana Ángela Merkel fue una de las primeras en indicar el camino: si se quería salvar el proyecto de integración, había que renunciar al ropaje constitucional. Abandonar el término ‘Constitución’ suponía una pérdida de legitimidad simbólica. Pero también permitía desprenderse de un lastre incómodo: la necesidad de consultar al poder ‘constituyente’, a los imprevisibles pueblos de Europa. Bastaba con un acuerdo breve, que mantuviera la filosofía de fondo de los tratados existentes y algunos elementos simpáticos del Tratado Constitucional, cuidando al mismo tiempo de no excitar el humor de los gobiernos más reticentes.
Operación cosmética
Nicolás Sarkozy captó muy bien la operación cosmética y decidió imprimirle su sello particular. En un ejercicio populista tan sagaz como desacomplejado, propuso camuflar algunos de los elementos más contestados del Tratado Constitucional sin por ello abandonarlos. La «primacía del derecho comunitario» y de su «economía libre y no falseada», la «liberalización de capitales y servicios» y sus efectos sobre el mundo del trabajo, continuarían operando sin mayores obstáculos. Pero no de manera visible, sino dispersos en los Tratados ya vigentes o debidamente disimulados en la letra pequeña de nuevas Declaraciones y Protocolos. Todo un gesto de pudor con el que Sarkozy aseguró «interpretar» el descontento de las opiniones públicas más rebeldes, comenzando por la francesa.
El mandato dirigido a la presidencia portuguesa ha sido claro: redactar un mini Tratado que, sumado a la intrincada maraña de Tratados ya existentes, permita maniobrar institucionalmente en una Unión ampliada. Todo ello sin veleidades constitucionales. Es decir, retomando el moderado secretismo de las Conferencias Intergubernamentales y abandonando, sobre todo, cualquier tentación refrendaria que pueda provocar disgustos no deseados.
Algunos partidarios -críticos y no tan críticos- del Tratado constitucional han intentado presentar la nueva operación como una «contrarreforma» pergeñada por las fuerzas conservadoras europeas. De lo que se trataría, por consiguiente, es de salvar en ella las «mejores conquistas» incorporadas por el Tratado constitucional y ahora amenazadas por el chauvinismo antieuropeísta del Este y del Norte. Esta lectura, sin embargo, concede demasiado al Tratado de Roma de 2004. Hablar de contrarreforma supone otorgar al Tratado Constitucional unas credenciales reformistas que impiden captar su sentido más profundo: el blindaje de las grandes líneas políticas y económicas del proceso de integración, al menos desde el Acta Única.
Con el nuevo escenario, la apelación formal a una Constitución desaparecerá, al menos por un tiempo. Pero la Constitución material, las relaciones de poder trabadas entre las élites comunitarias y estatales, y entre éstas y los grandes poderes privados que giran a su alrededor, permanecerán férreamente inalteradas. Para evitar una operación demasiado brusca, se proclamarán por enésima vez las bondades de la lánguida Carta de derechos fundamentales, se rodeará de luces de neón tal o cual nueva competencia del Parlamento o se apelará a la unidad democrática frente a la amenaza de los hermanos Kaczynsky. Pero lo sustancial se mantendrá sin sonrojo: el ímpetu privatizador, el productivismo desaforado, la opacidad tecnocrática, el blindaje de las fronteras, la militarización y la proyección neocolonial en el mundo.
Tras el cimbronazo de los refrendos en Francia y Holanda, las élites «europeas» han jugado cartas nuevas. Pero el nuevo mini Tratado, que se incorporará al maxi engorro de los Tratados ya vigentes, es una salida en falso, por arriba, insostenible en el mediano y no tan largo plazo. Quedará por ver, no obstante, cuál es la respuesta desde abajo. En las esferas públicas nacionales, deliberadamente apartadas del nuevo escenario, pero sobre todo en el incipiente espacio crítico europeo surgido, precisamente, al calor de la resistencia internacionalista tanto al repliegue nacionalchauvinista como a la creciente deriva burocrática, militarista y mercantilista de la Unión.
* Gerardo Pisarello, profesor de Derecho Constitucional de la Universidad de Barcelona y coautor del libro La ‘Constitución’ europea y sus mitos