El camino es salir del sistema, no del euro
Introducción
¡Europa! para más de una generación de la clase trabajadora en el Estado español, la palabra Europa, asociaba a su sonido ideas de progreso, de empleo, mejores condiciones de vida y libertades democráticas. Era lógico, mientras «el milagro alemán» se desarrollaba de la mano del plan Marshall, aquí sufríamos una cruel dictadura, al igual que en Grecia y Portugal. Largos trenes y pasos de fronteras han sido testigos de la emigración económica y el exilio político que daba una base material y psicológica al sueño del europeísmo.
Y nos ofrecieron esa Europa, superadora de dos «guerras mundiales», vendiéndonosla con la envoltura de un proyecto de libertad, igualdad y fraternidad, un regalo envenenado, el de una Europa por y para los mercaderes.
Tan simplista era entonces hacer depender todo progreso económico y social de nuestra entrada en el Mercado Común Europeo, como hoy presentar a Bruselas como el origen de todos nuestros males. Recordando a Spinoza, ante estos trastornos debemos inclinarnos a reflexionar con mayor atención y no caer en simples celebraciones o lamentaciones.
Si queremos llegar a una comprensión de los problemas que azotan al viejo continente y elaborar alternativas, tendremos que desprendernos de la propaganda para incautos y saber que, los llamamientos huecos a intereses humanistas y la solidaridad entre los pueblos, saliendo de las bocas de los grandes propietarios europeos, son como un lazo de raso en la cola de una hiena en pleno banquete. E imitando al detective deberemos decir: «Cherchez le bénéfice«. Ya que todo el comportamiento de la burguesía europea y, por tanto, de los gobiernos a su servicio, nos conducirán a una sola motivación: la búsqueda del beneficio privado.
¡He ahí el motor del mundo: el beneficio económico! No iba a ser menos la Unión Europea que, promovida por intereses empresariales, adoptó en sus inicios un nombre que desnudaba sus intenciones: La Comunidad del Carbón y del Acero, negros e inoxidables «valores democráticos».
Europa, como proyecto capitalista, y el euro, como expresión de este proyecto exigen hoy análisis y posicionamiento para la izquierda transformadora, pero si algo podemos afirmar aún sabiendo que la demostración tendrá que venir después, es que el problema de Europa va mucho más allá de una moneda.
La unidad de los países y pueblos que componen Europa para la planificación conjunta de sus recursos económicos no es una opción ES UNA NECESIDAD. Por tanto indicar el camino de la autarquía como opción es intentar hacer volver atrás la rueda de la historia.
Como intentaremos demostrar el euro, desde luego, no es el óbolo que llevará a la clase obrera a cruzar la oscura laguna de la crisis económica, pero Caronte tampoco nos prestará sus favores a cambio de una peseta.
Una crisis capitalista clásica
La Comisión Europea ha exigido más «reformas» a cambio de ampliar en dos años el plazo para acabar el ajuste fiscal. Ni siquiera el significado de las palabras sobrevive a la crisis, también en la guerra de clases la verdad es la primera víctima. «Austeridad» es el eufemismo con el que se refieren a más explotación para los trabajadores, mientras los directivos de los bancos y grandes empresas se jubilan con pensiones millonarias. «Reformas» es el habitual para referirse a nuevos recortes en los derechos laborales, las pensiones y el gasto social. El rechazo a estas medidas está alentando la búsqueda de alternativas, entre las que surgen propuestas como el abandono del euro y la restauración de la peseta. ¿Es una alternativa positiva para los trabajadores salir de la moneda única? ¿Cuál es la opción?
«No hay alternativa» al ajuste, nos insisten una y otra vez desde el Gobierno y desde la llamada Troika, el triunvirato que forman la Comisión Europea, el Banco Central Europeo al que se incorpora el Fondo Monetario internacional. Pero sólo es la «alternativa» que les conviene a ellos. Salvan los fondos de los grandes inversores financieros con ingentes ayudas públicas de los Gobiernos y del Banco Central Europeo, mientras se condena a la miseria y a la explotación a millones de trabajadores y se intensifica el expolio de los recursos naturales. Europa tiene 26 millones de personas en paro, un 10,7%, y 120 millones de europeos están en riesgo de caer en la pobreza, según la propia Comisión Europea.
Sólo para evitar la quiebra de la banca española, el Gobierno y el BCE han puesto a disposición más de 632.000 millones de euros de dinero público, una cantidad que equivale al 60% de la producción anual. Mientras se recortan la Sanidad y la Educación pública, los intereses financieros del Estado ya rozan los 40.000 millones de euros anuales. Literalmente, se salva a los grandes inversores privados con dinero público y luego se les vende baratas la sanidad, la educación, el agua y todos los servicios públicos vitales porque son un negocio garantizado.
El sistema económico fundamentado en la propiedad privada de los medios de producción y, por tanto, en la anarquía en la producción, padece la absurda y terrible peste de la sobreproducción; la expresión inequívoca de que el capitalismo es incompatible con el desarrollo del bienestar de la humanidad. Se cierran empresas, se destruyen explotaciones agrícolas, se mantienen viviendas vacías… por la sencilla razón de que no es rentable su uso para quienes dominan la banca y las grandes empresas. El capital se concentra en empresas cada vez mayores, destruye a una parte de la competencia e impone condiciones de explotación más intensas a los asalariados, con lo que las empresas supervivientes obtendrán mayores ganancias.
Por lo tanto, no es una crisis por escasez de medios sino porque quienes dominan y poseen las principales fuerzas productivas y riqueza de la sociedad, las emplean para acrecentar su fortuna y no para atender las necesidades la mayoría. El capitalismo sólo tiene como objetivo el máximo beneficio privado, y son ellos y sus representantes políticos quienes nos gobiernan. Lo que es bueno para los grandes capitalistas es un desastre para la mayoría de la sociedad, sus beneficios son nuestro empobrecimiento, nuestra la miseria. En otras palabras, estamos viviendo las consecuencias de una lucha de clases entre la burguesía y los trabajadores y, como decía el multimillonario Warren Buffet: «Hay una guerra de clases, de acuerdo. Pero es mi clase la que está librando esa guerra… y la estamos ganando».
Pero eso puede cambiar si somos capaces de ver la otra cara de esta moneda: Europa posee ingentes medios humanos, científicos y tecnológicos que permitirían garantizar el pleno empleo y unos servicios públicos de calidad. Esa debe de ser la base de nuestra alternativa, poner los recursos económicos al servicio de la mayoría. Y eso sólo se puede hacer aboliendo las relaciones de producción capitalistas que permiten que una minoría de grandes propietarios de los grandes medios de producción, la gran burguesía, pueda explotar a la mayoría de la población que está obligada a vender su capacidad de trabajar a cambio de un salario.
El dinero sólo es una herramienta
El dinero es una herramienta cuyo papel en la sociedad es determinado por el tipo de relaciones de propiedad y el grado de desarrollo de las fuerzas productivas. El euro ha estimulado el desarrollo económico en la medida en que ha facilitado el comercio entre las naciones integrantes de la moneda única, de la misma forma que la abolición de los peajes feudales permitió la conformación de mercados nacionales y abrió las puertas al surgimiento de la gran industria moderna. El euro puede acelerar la crisis tanto como antes aceleró el auge, pero no crea ni el uno ni el otro. Las crisis, las desigualdades que existen entre las naciones de la UE y, sobre todo, entre las clases sociales, no nacen con la moneda única sino que la han acompañado desde que se creó la Comunidad Europea del Carbón y el Acero (CECA) en los años 50 del pasado siglo, porque son inherentes al capitalismo.
Por eso, debemos tener claro que nuestros problemas no radican en la existencia de una moneda común europea ni, por tanto, la solución se encontrará en abandonarla. Culpar de la actual crisis al euro es tan absurdo como responsabilizar a las viviendas de la burbujas inmobiliaria. El dinero sólo es una herramienta al servicio de la sociedad, no es el euro la causa de las crisis y el empobrecimiento de la mayoría, sino el capitalismo. De hecho, la moneda única sería una baza fundamental en una Europa en la que la izquierda y la clase trabajadora tomase las riendas del poder.
Por supuesto, la solución al desempleo y el recorte de los derechos sociales no vendrá de la Unión Europea de Maastricht, la Comisión Europea o el BCE ni de todo el entramado institucional que han construido las distintas burguesías europeas, pero tampoco del Banco de España o del aparato estatal producto de la Transición que se ha demostrado igual de incapaz de resolver los problemas que sufre la mayoría de una sociedad de la que cada vez está más alejado.
Aunque no lo pretendan, quienes proponen reformar las instituciones europeas o salir del euro tienen algo en común: buscan una salida sin cuestionar el sistema. Unos continuando con la misma UE con cambios, y otros volviendo al redil de los viejos estados nacionales, al proteccionismo y a las políticas keynesianas. Pero no encontraremos una salida intentando regresar a un pasado inexistente, nuestra alternativa sólo puede ser europea e internacionalista.
La UE surge del desarrollo de las fuerzas productivas
La existencia de la UE responde, en primer lugar, al desarrollo de las fuerzas productivas. El propio capitalismo va ligado a la creación de Estados nacionales que superaron el particularismo feudal y es el responsable del surgimiento de un mercado mundial. La existencia de la UE es un resultado de esa dinámica y un paso adelante en relación con el pasado. No podemos olvidar que la historia de las naciones europeas es una larga crónica de guerras entre ellas, cuyo máximo exponente fueron las dos guerras mundiales del pasado siglo XX, en las que la burguesía alemana trató de imponer su dominio en el continente por la fuerza de las armas.
Sin embargo, no podemos pedirle al capitalismo que nos dé lo que no puede: cooperación, reducción de las desigualdades sociales, protección del medio ambiente, superación definitiva de las barreras nacionales, plena democracia. Su función es acumular la máxima ganancia explotando a los asalariados y los recursos naturales, y su consecuencia natural son las desigualdades. Basta ver el mundo, con desequilibrios comerciales como el que sostiene China con Estados Unidos, y como han crecido las diferencias entre pobres y ricos, entre trabajadores y burgueses a lo largo de las últimas décadas.
El «Mercado Común» europeo nació como una unión aduanera que eliminó los aranceles entre los estados miembros y que estableció un arancel común frente a terceros, propiciando el desarrollo del comercio entre los países miembros que crecieron durante las décadas de los 50 y 60 en porcentajes superiores a los de Estados Unidos. Su objetivo siempre fue defender su dominio del mercado interior europeo, la mejor explotación de sus trabajadores y sus recursos naturales, y hacer frente a la competencia de otras potencias capitalistas y, en su primera etapa, levantar una alternativa ante la URSS y el bloque del Este que conjurara el peligro de cualquier revolución.
En consecuencia, la UE no es el producto de ninguna obsesión ideológica de la burguesía alemana o francesa, sino el resultado del desarrollo de las fuerzas productivas, por un lado, y la lucha de las distintas burguesías europeas por controlar su mercado natural y competir con las otras potencias.
A pesar de la globalización, el capitalismo no ha superado el Estado nacional. Por un lado, cada vez es más cosmopolita, recorriendo el planeta en busca de rentabilidad sin otra patria que su cuenta de resultados. Pero por otro, lejos de disolverse, el Estado juega un papel cada vez más importante en defensa de los intereses de sus respectivas clases dominantes, como testimonian el rearme militar, el reforzamiento de los cuerpos policiales y el recorte de los derechos democráticos. Cada burguesía se aferra a su aparato estatal en la defensa de sus privilegios y en su pugna con el resto. En el caso de las distintas burguesías que componen la UE se necesitan tanto como chocan entre sí, una contradicción que marca el desarrollo de la Unión. Se necesitan para defender su propio mercado y competir con las otras grandes potencias, y pugnan por el reparto de los beneficios.
El fracaso del keynesianismo propició el neoliberalismo
En la década de los 70, en pleno periodo de crisis del capitalismo a escala internacional, la entonces Comunidad Económica Europea (CEE) sufrió varias recesiones. Alemania era la principal potencia industrial y tenía un fuerte superávit, con su contrapartida en el déficit de otros países de la CEE, una situación muy parecida a la actual.
Tras la Segunda Guerra Mundial, la dura lucha del movimiento obrero, la existencia del bloque soviético y el auge económico, permitieron arrancar importantes concesiones en derechos laborales y en gasto social. Sin embargo, la crisis de los años 70 y los primeros años 80, que provocó grandes convulsiones sociales, terminó en una derrota del movimiento obrero y la puesta en marcha de un ataque general a los derechos laborales y sociales. Uno de los ejemplos más destacados fue la derrota de los mineros británicos por el gobierno de Margaret Thatcher, o, en nuestro caso, la imposición de la reconversión industrial.
En la medida que el conjunto de la izquierda europea no fue capaz de aprovechar la crisis de los años 70 para propiciar una transformación socialista de la sociedad, el capitalismo se impuso y lanzó las políticas que se han dado en llamar neoliberales -que ni eran nuevas ni liberales- para intensificar la explotación de los trabajadores y recuperar su tasa de ganancia. Dicho en otras palabras: el fracaso del keynesianismo propició el neoliberalismo.
El fracaso del mal llamado «socialismo real» y la aceptación del capitalismo por parte de la socialdemocracia, fortalecieron un giro a la derecha en todo el mundo que también afectó al desarrollo de la UE que nació en Maastricht en 1992, propiciando unas instituciones europeas aún más ajustadas a la medida de las grandes multinacionales europeas. La Carta Social europea de 1961, quedó definitivamente convertida en papel mojado y se propició una nueva vuelta de tuerca en la explotación de los trabajadores y de recorte de los derechos sociales.
Si tomaron esta vía era porque el keynesianismo no era una opción para el capitalismo, pues había sido incapaz de evitar la crisis de los años 70 y había propiciado la estanflación, con altas tasa de inflación y de paro combinadas. Por otro lado, romper los acuerdos de la CEE y volver a las políticas proteccionistas entre los estados europeos era recurrir a una política que había fracasado en los años 30, cuando la depresión del 29 se vio agravada por la guerra comercial entre las potencias económicas. Por eso se impuso la postura de continuar con la construcción del Mercado Común europeo al que se siguieron sumando más países del continente.
Ni entonces ni ahora cabía esperar un desarrollo armónico y reductor de las desigualdades, pues el capitalismo siempre propicia un crecimiento desigual y con una fuerte lucha entre las clases, entre las grandes empresas, las distintas burguesías nacionales y sus estados, por el dominio de los mercados y la obtención de las mayores ganancias posibles. La participación de los salarios en la renta nacional de los países de la UE empezó a caer desde principios de los años 80, por cierto, casi dos décadas antes de la creación del euro (Gráfico 1).
Los que han ganado con la Unión Europea y el euro
La creación del Banco Central Europeo y la introducción del euro a principios de este siglo, se hace en un periodo de auge económico y de grandes recortes de los derechos de los trabajadores en toda Europa, empezando por Alemania. El BCE se diseña a medida de las grandes multinacionales y de su sector más fuerte, la banca. La primera beneficiada por el auge y por ese proceso ha sido la burguesía alemana, que contaba con la posición de partida más fuerte. En primer lugar, se aseguró el mercado europeo para sus exportaciones, la mayoría de las cuales se dirigen a la UE, y propició una intensificación general de las condiciones de explotación de los trabajadores, para lo que ha sido especialmente útil la entrada en la UE de los países del antiguo bloque del Este a donde ha dirigido cuantiosas inversiones.
Una de las claves para el éxito y la rentabilidad del capitalismo alemán ha sido la imposición, durante los gobiernos del canciller socialdemócrata Schroëder, de una política de drásticos recortes en las condiciones salariales y la protección social de los trabajadores alemanes. A causa de eso Alemania ha sido uno de los países desarrollados en los que más agudamente han crecido las desigualdades, con un fuerte trasvase de renta de los asalariados a los capitalistas. La participación del Excedente Bruto de Explotación en la renta nacional entre los años 2000 y 2007 creció en Alemania en 4,8%, mientras en la UE lo hacía en 1,7 puntos y en el Estado español en un 1,4% (Cuadro 1).
La otra cara de este aumento de los beneficios es la reducción de la participación de los salarios en la renta nacional, con una mayor explotación de los trabajadores. El nivel de asalariados en precario ha pasado de un 15% del total a un 25% en 2012. Más de 7,5 millones de trabajadores alemanes tienen un «minijob», con salarios como máximo de 450 euros al mes. Se trata de un verdadero subempleo que, si no estuviese permitido, dispararía las estadísticas de paro alemanas a un nivel similar al español. Como vemos, sea cual sea el «modelo productivo», lo que es una constante bajo el capitalismo es la tendencia a aumentar la explotación de los trabajadores.
La burguesía alemana ha colocado buena parte de esos beneficios en forma de préstamos o inversiones internacionales, entre otras, en el boom inmobiliario español. De esa forma, ganaba por partida doble, exportando bienes manufacturados al Estado español, obteniendo beneficios por el negocio de la construcción y la obra civil española, y cosechando unos jugosos intereses por sus préstamos. Esa dinámica ha propiciado el crecimiento de los desequilibrios comerciales y financieros dentro de la UE, hasta que se han convertido en insostenibles.
Sin embargo, eso no quiere decir que a la burguesía española le hayan ido mal las cosas durante estos años. Como la alemana, ha obtenido una cuantiosa rentabilidad. Hemos de tener presente que la burguesía no invierte pensando en el largo plazo, sino en la ganancia más rápida posible. Máxime en un momento en que la gran burguesía se ha convertido en rentista. Si era más rentable el negocio inmobiliario que tratar de competir en producción de alta tecnología con la consolidada industria alemana, la elección estaba clara. La consecuencia es que el Estado español tiene una importante capacidad productiva en un número limitado de sectores (construcción, energías renovables…), pero, en conjunto, tiene una base industrial muy débil que lo coloca en peor situación.
Pero eso no ha impedido a los capitalistas españoles obtener enormes fortunas. La privatización de empresa públicas de servicios básicos como la telefonía y la energía, los contratos para obra civil (con cuantiosos fondos de la UE y del Estado) o de servicios públicos de todo tipo… combinados con una abundante mano de obra barata, nativa o inmigrante, le ha brindado un excelente terreno para cosechar grandes ganancias. Todo ello ha contado con la ventaja de pertenecer al euro y tener acceso a ayudas al desarrollo y, sobre todo, al crédito a bajo interés.
Durante el auge se ha producido la internacionalización del capitalismo español, llegando al punto que las grandes corporaciones españolas hoy obtienen la mayoría de los beneficios fuera del Estado español. La inmensa mayoría de las grandes compañías se han beneficiado del erario público por multitud de cauces, y siguen haciéndolo: desde abundantes contratos de obra civil y servicios hasta bonificaciones a la seguridad social y exenciones fiscales. Sobre esa base se han consolidado las grandes multinacionales españolas.
Precisamente son las empresas las responsables de la mayor parte de la deuda, especialmente las grandes empresas y los bancos. Y, apenas ha llegado la crisis, el Estado las está socorriendo, desde los bancos -a los que está salvando con miles de millones de euros- a las concesionarias de autopistas.
Esta dinámica general, de superávit alemán, y de unos pocos países, combinado con el déficit español, francés o Italiano, etcétera, era insostenible. La crisis era cuestión de tiempo, y ha llegado. Pero igual que en el auge los beneficios no se repartieron equitativamente, las pérdidas tampoco se distribuyen por igual. Miles de millones de euros se acomodan en paraísos fiscales, mientras las deudas incobrables de los bancos son avaladas o pagadas con fondos públicos, lo que dispara los déficits públicos que tratan de corregirse recortando el gasto social.
Nunca se buscó un desarrollo armónico de la UE, ni reducir las desigualdades sociales, sino lograr la máxima rentabilidad del capital y eso sí lo consiguieron durante años. Las distintas burguesías europeas pugnaban entre sí por alcanzar el máximo de cuota de mercado, cada una buscaba su nicho más rentable a corto plazo dentro de la economía europea, pero todas estaban de acuerdo en las medidas que permitían una explotación más intensa de los trabajadores y de los recursos naturales. Cuando ha llegado la crisis, las distintas clases dominantes capitalistas de Europa se aprestan a resolverla de la forma más rentable a sus intereses de clase.
La política que quiere el capitalismo
La crisis actual se ha convertido en la mejor arma por parte de la burguesía para imponer un recorte de derechos sociales, laborales y medioambientales, mucho mayor de los que ya llevaban años aplicando. Las distintas burguesías que componen Europa aceptan los planes de la Comisión y el BCE, aunque sea a regañadientes, porque ellas también están interesadas en aumentar la explotación de sus trabajadores y la rentabilidad de sus inversiones, y porque tienen más que perder quedando fuera del euro y de la UE. Las medidas que exige la «Troika» les brindan una excelente excusa para presentar los ajustes como algo ineludible.
Por eso, la política promovida por el gobierno alemán no es fundamentalmente el producto de obsesiones «ideológicas» sino la que más le conviene a la burguesía alemana. Por un lado, busca asegurarse recuperar el máximo posible del dinero que invirtieron en la burbuja inmobiliaria española, etcétera, y, por otro, obtener el un mayor abaratamiento de la mano de obra europea. Ya lo hicieron con sus propios trabajadores y ahora quieren aplicarnos esa medicina a todos, exportando los «minijobs» y otras medidas precarizadoras.
Para los capitalistas europeos las condiciones de trabajo de los asalariados continentales son demasiado «buenas» en relación a los trabajadores chinos e incluso norteamericanos, no son «competitivas». En 2002, la jornada anual en Estados Unidos era de 1.815 horas, mientras la media de la UE era de 1.604. Así mismo, el peso del gasto social y de los impuestos es mayor en la UE que en Estados Unidos, así como el volumen del empleo público. La proporción de trabajadores cubiertos por un convenio colectivo en al UE es del 80% frente al 20% de EEUU. Si comparamos con países como China, las diferencias con las condiciones de trabajo son abismales. Incluso dentro de la UE, la incorporación de los antiguos países del Este ha favorecido la deslocalización de inversiones en busca de mano de obra barata y menores costes fiscales.
Las instituciones europeas llevan años tomando medidas para incrementar la rentabilidad de las inversiones mediante una mayor explotación de los trabajadores. Han intentado aumentar la jornada laboral semanal a 65 horas, por ahora establecida en 48 horas. Ahora están aprovechando la crisis para completar esos planes. El aumento del paro, crónico desde hace décadas, es su mejor arma. Quiere asegurarse una mano de obra barata capaz de competir con la de China y la de Estados Unidos.
La Comisión Europea y el Gobierno de EEUU están negociando un tratado de libre comercio entre ellos que suprima las barreras arancelarias y de todo tipo que aún existen entre ambas zonas económicas. Lo cual, por cierto, es una manera de ir desplazando a China. Las distintas burguesías europeas quieren garantizar que tienen una mano de obra al menos tan barata como la norteamericana, que les permita tener una rentabilidad equivalente a la de invertir al otro lado del océano Atlántico y, por tanto, capacidad de competir.
Se equivocan quienes corren a enterrar el euro. Desde luego, aunque están jugando con fuego y no se puede descartar que todo salte por los aires, el fin del euro no es inevitable. La que más tiene que perder con ello es la propia burguesía alemana y hará lo imposible para mantenerlo. En el pasado, con conflictos y dificultades, todas las crisis han servido para hacer avanzar a la Unión, precisamente porque la necesitan en su competencia con las otras potencias capitalistas, a la que ahora se suma China, y porque siempre han acabado pasando el coste a los trabajadores. La clave es que logren otra vez cargar sobre las espaldas de la clase asalariada el grueso de la factura y, por ahora, lo están consiguiendo.
Y la que aplica el capitalismo español
La burguesía española, como la griega o las demás, no sólo acepta sino que comparte en lo fundamental, la política de la Troika y del gobierno alemán porque, en parte, le conviene y porque, además, carece de fuerza para imponer otra distinta en la UE. Es una excelente excusa para aplicar varias vueltas de tuerca en la explotación de los trabajadores, aprobando medidas que llevan años anhelando. Mientras puedan imponer el ajuste a los trabajadores no desean salir del euro pues saben que esta opción sería peor para ellos pues la UE es el principal mercado de las exportaciones españolas. Y, en todo caso, si se enfrentan a la burguesía alemana, no lo harán pensando en el interés de los trabajadores.
Es un disparate la afirmación de Cándido Méndez a Rajoy, en el último Congreso de la UGT, ofreciéndole el apoyo del sindicato para que se plante frente a la Comisión Europea, y que busque una alianza con los países del sur de Europa y Francia contra Alemania. ¡Cómo se puede afirmar que estaremos al lado del PP si se «planta» ante Europa! Si llega a hacerlo, no lo hará en beneficio de la clase trabajadora sino de la patronal española, y se pondrá de acuerdo con los representantes más reaccionarios de estos países. El gobierno del PP, con el apoyo de la patronal, no aplica los recortes de derechos porque se lo exija la «Troika» sino porque es la política que quiere.
Esos planteamientos sólo conducen a la política del Pacto social, de la colaboración entre las clases, que siempre acaba suponiendo una forma de imponerles a los trabajadores las propuestas de la patronal. Nosotros no podemos ser aliados de la burguesía española en sus conflictos con las otras clases dominantes, arrojando por la borda cualquier postura de clase, el hecho elemental de que tenemos más en común con los asalariados alemanes que con la gran burguesía española. Los pactos con la burguesía, en su versión más extrema, llevaron a la izquierda europea en los inicios de la Primera Guerra Mundial a respaldar a sus respectivas clases dominantes apoyando los créditos de guerra respectivos.
La «soberanía» económica y el euro
Ante esta situación, otra parte de la izquierda está planteando que la única opción que nos queda es abandonar el euro, combinándolo con una política keynesiana, una vuelta al proteccionismo y el estímulo de las exportaciones. El primer problema de la restauración de la peseta es que la única manera de evitar una fuga masiva de depósitos, y la quiebra del sistema financiero que ello ocasionaría, sería hacerla por sorpresa aplicando un «corralito». Es una propuesta que no se puede llevar a unas elecciones porque todo aquel que tenga algún ahorro la rechazará y correrá a sacar el dinero del banco.
Pero ¿qué sucedería si el Estado español abandonase el euro? ¿Nos permitiría recuperar la «soberanía económica»? Si por ello entendemos quién decide la política económica del Estado español, la única soberanía económica hasta la fecha la ha ejercido la burguesía española, con mayor o menor acuerdo con la catalana y la vasca desde la caída de la dictadura franquista. Salvo en las zonas republicanas donde se colectivizaron los medios de producción durante la guerra civil, la mayoría del pueblo nunca ha tenido ninguna «soberanía económica».
¿De verdad, alguien nos pretende convencer, desde la izquierda, de que los tiempos de Mariano Rubio representaban la soberanía económica? ¿De quién? En esto, como en tantas otras cosas, la trinchera que separa los intereses materiales no es geográfica, sino de clase
Tenemos que recordar nuestro propio pasado. El movimiento obrero ha tenido que luchar durante años contra las políticas económicas de todos los gobiernos por cada derecho conquistado y contra los incesantes ataques a los mismos y, a pesar de ello, no hemos podido evitar el aumento de la precariedad laboral: los contratos basura, las empresas de trabajo temporal (ETTs), el abaratamiento del despido, el recorte de las prestaciones por desempleo, etcétera. Por lo que, si abandonamos el euro y se reinstaura la peseta, pero los bancos y las grandes empresas permanecen en manos privadas, la «soberanía» la seguirán ejerciendo los mismos.
Muchos ponen el acento en que restaurar la peseta, y la posibilidad de realizar devaluaciones beneficiaría las exportaciones españolas y sería la base de la recuperación En los años 80 el Banco de España tenía la capacidad de emitir moneda y el Gobierno podía decidir devaluaciones de la misma, y eso no evitó que la «reconversión» arrasara la industria. Ni las devaluaciones competitivas ni los aranceles aduaneros impidieron que el paro fuera crónico desde finales de los 70, ni que llegase a los 3,9 millones de desocupados a principios de 1994, el 24’55% de la población activa. La precariedad laboral y los recortes en los derechos sociales empezaron mucho antes de la implantación del euro.
Desde un punto de vista capitalista, para ser más competitivos hay que vender más barato pero obteniendo una ganancia «adecuada» que es determinada a escala mundial. Nuestras exportaciones sólo serán competitivas en la lógica de un mercado mundial capitalista a costa de los trabajadores, pues deben ser baratas y garantizar una rentabilidad capaz de atraer las inversiones necesarias. Eso implica explotar más intensamente a los asalariados, bien empleando más maquinaria y menos mano de obra (plusvalía relativa) o bien teniendo más trabajadores pero pagándoles menos a cambio de más trabajo (plusvalía absoluta), o en una combinación de ambos, como suele darse. Eso es exactamente lo que ha hecho la burguesía alemana. Y, además, siguiendo esta lógica, tener éxito implica hacerlo a costa también de los trabajadores de otros países a los que se tratará de desplazar con la competencia.
De hecho ese es el objetivo de las políticas de ajuste que defiende la burguesía, garantizar que la mano de obra europea es «competitiva», es decir, más rentable. Es una dinámica en la que la izquierda sindical y política no debe entrar. Porque, además, es un callejón sin salida, pues no es posible que todos los países resuelvan sus problemas a base de exportar más y lograr tener superávit, como la actual crisis atestigua. Lo que se pretende no es otra cosa que emular a la burguesía alemana.
Una devaluación competitiva supone, ni más ni menos, una agresión al nivel de vida de la clase obrera del Estado nacional que la práctica y, paralelamente, una agresión al nivel de vida de la clase obrera de los países a los que se dirigen las exportaciones, por la presión de la competencia. Ese riesgo tan acertadamente señalado por Marx: la competencia entre la propia clase obrera, como obstáculo en el camino a convertirse en «clase para sí».
Por último, recurrir al proteccionismo no resuelve ningún problema, pues igual pueden hacerlo los países destinatario de las exportaciones españolas, con lo cual no es una solución sino un arma de doble filo. Fuera o dentro del euro, la economía española es igual de dependiente del mercado mundial.
Las consecuencias financieras de salir del euro
El retorno a la peseta supondría que las importaciones se encarecían drásticamente repercutiendo en el consumo interno, reduciendo el poder adquisitivo real de los salarios, pues muchos productos de consumo habitual se encarecerían, desde la factura energética a los electrodomésticos, la ropa… También las exportaciones se verían afectadas, pues una parte de lo que pretendemos exportar se nutre de materiales que previamente hay que comprar fuera: materias primas, energía, bienes intermedios… Otra vez, la única forma de ser competitivos sería a costa de bajar los salarios o de reducir plantilla, es decir, de explotar más intensamente a los trabajadores para compensar esos mayores costes.
También crecería la deuda exterior, pues la nueva peseta sería muy débil frente al euro y al dólar con lo que la devolución de los préstamos exteriores, que seguiría denominada en esas divisas, sería mucho más onerosa. Y eso supondría que las entidades financieras subirían los tipos de interés para compensar esos costes y el crédito para las empresas y las personas sería todavía más difícil.
La crisis del sector financiero y del erario público se agravaría, puesto que si actualmente estas entidades han evitado la quiebra gracias al sostén del Estado, en esas condiciones tendrían más dificultades para pagar sus deudas y cobrar sus créditos y necesitarían más ayudas públicas. Y al Estado también le costaría más caro obtener financiación.
Quienes abogan por la salida del euro dicen que la solución es dejar quebrar a los bancos en mala situación. Pero eso no es una alternativa real, pues el conjunto del país está sufriendo lo que se denomina una «recesión de balances» que demuestra la poca importancia que dan a la explosión de la deuda privada que ha permitido disimular la incapacidad de crecimiento «sano» del sistema capitalista. Después de ese espectacular crecimiento que ha alentado burbujas generalizadas de los precios de los activos (no solamente los inmobiliarios), la crisis muestra con claridad la situación: las entidades financieras están repletas de créditos incobrables y carecen de capital para cubrir dichas pérdidas. Los precios de los activos se desploman y la deuda se convierte en un lastre que ahoga a los sectores productivos que no pueden recurrir a la desinversión para obtener liquidez ya que afecta a la casi totalidad de las empresas. Esto deteriora aún más los precios y arrastra a las entidades financieras. Casi ninguna entidad, incluido el Santander o el BBVA hubieran podido sobrevivir sin la financiación pública, del Estado o del BCE. El problema es que los Botín, González, Goirigolzarri administran los ahorros de la sociedad y el Estado no puede inhibirse, pues la quiebra del sistema financiero nos abocaría a una grave crisis, y, de hecho, el Estado está ya tan comprometido en avales y ayudas a estas entidades que se vería arrastrado por la misma. La cuestión no es si intervenir o no, si no en beneficio de quien. Ahora no están salvando a los bancos sino a los banqueros, a su dominio sobre los ahorros de la sociedad.
No es la situación sólo de la banca española. Todas las entidades financieras europeas estarían en quiebra si no fuese por las ayudas públicas, empezando por el propio Estado alemán ha tenido que aprobar más de 620.000 millones de euros en ayudas públicas de las que ha usado la mitad. El sistema financiero europeo y mundial es interdependiente. Por tanto, es necesaria una alternativa europea que, o bien acepta las condiciones que le imponen los dueños de las entidades financieras, como ahora, o debe fundarse en la nacionalización integral del sector financiero europeo, su saneamiento a costa de sus accionistas, y su transformación en una banca pública gestionada de forma democrática y transparente al servicio del desarrollo social y económico. Eso implicaría un nuevo Banco Central Europeo totalmente público y sometido a un control democrático, que fuera una pieza central en una coordinación y planificación democrática de la economía a escala continental.
La «máquina de hacer dinero»
También se nos propone que, tras abandonar el euro, el Banco de España podría suministrar cuanta liquidez hiciera falta para mantener los servicios públicos y el desarrollo industrial. Suponiendo que tuviéramos un Gobierno y un Banco de España dispuestos a hacerlo, que hoy no es el caso, la emisión de dinero no es una solución a los problemas que tenemos. Darle a la «maquina de hacer dinero» no implica crear más riqueza, si la masa de dinero en circulación crece más deprisa que la producción real, el valor del dinero caerá y la inflación se disparará. Sólo es otra vía para empobrecer a los trabajadores reduciendo el poder adquisitivo de sus salarios. Basta recordar las hiperinflaciones de los años de la República de Weimar en Alemania o en los años 70 y 80 en América Latina, en sus casos más extremos, o la que había en Europa en los años 70 con cifras de dos dígitos. Una inflación del 26%, como tenía el Estado español en el año 77, supondría la pérdida de una cuarta parte del poder adquisitivo de los salarios si no se compensaba con una subida proporcional de los mismos. ¿Podemos imaginar la postura de la patronal ante la reivindicación de subidas salariales del 26%?
¿Por qué ahora están «dándole a las maquina de hacer billetes» y no crece la inflación? Porque esos fondos van directamente a los bancos para pagar sus deudas y se queda en la esfera financiera sin entrar en la producción real. En todo caso se invierten en la compra de deuda pública de unos estados que cada vez pagan más intereses y recortan más el gasto social.
En el caso de que ese dinero entrara realmente en la circulación el resultado sería inflación. Si esas emisiones van a pagar el sueldo de los varios millones de empleos públicos que habría que crear para acabar con el paro, pero no crece proporcionalmente la capacidad productiva lo que sucederá será lo siguiente: el precio de los productos crecerá por la mayor demanda, con lo que la inflación reducirá el poder adquisitivo de los trabajadores, o lo harán las importaciones, con lo que el déficit comercial volverá a dispararse hasta niveles insostenibles.
No debemos perder de vista que ni el Banco de España ni el BCE pueden crear riqueza puesto que ésta sólo surge del trabajo humano y de la Naturaleza. La reactivación de la economía sólo puede venir de la inversión en el desarrollo de las fuerzas productivas. Y, hoy por hoy, esos recursos los controla la gran burguesía, que constituye el accionariado decisivo de las grandes corporaciones ¿Cómo vamos a convencerles de que inviertan y en qué? Sólo hay una razón que anima a la inversión en el capitalismo, las ganancias. Los capitalistas, propios y foráneos, sólo invertirán en el Estado español si ganan tanto como haciéndolo en otros lugares del planeta, y eso es lo que están buscando con su política, aumentar la rentabilidad de sus inversiones y así traer el dinero que ahora tienen en Suiza o en otros paraísos fiscales.
Por tanto, la única alternativa real no reside en el cambio de moneda sino en nacionalizar las principales fuerzas productivas y el sector financiero para ponerlos al servicio de las necesidades reales de la sociedad, poniendo en práctica una planificación democrática de la economía. La propuesta de salida del euro nos conduce, por otro camino, a un empobrecimiento masivo del conjunto de la clase trabajadora como mínimo igual que el que sufrimos con las actuales políticas. Si fuese nuestra reivindicación y se llegase a poner en práctica, la población nos haría responsables de sus consecuencias.
Finalmente, como efecto político colateral, la propuesta dejaría a la izquierda a merced de las reivindicaciones nacionalistas, pues en la medida que se renuncia al internacionalismo y vindicar una Europa Socialista y Democrática, la única salida que nos deja es volver al Estado nacional. Si mañana, la burguesía española y el gobierno que la representa, por sus propios intereses de clase plantea que debemos abandonar el euro, nos veríamos colocados a su lado. No es ninguna casualidad que todas las fuerzas de extrema derecha, empezando por la griega «Amanecer Dorado» aboguen por la salida de la moneda única.
Salir del capitalismo, la única solución
Ni dentro ni fuera del euro hay solución para los trabajadores, la única solución es «salir» del capitalismo. No hay atajos. Estamos sufriendo una crisis de sobreproducción clásica del capitalismo, una consecuencia de la existencia de demasiados medios de producción, no desde el punto de vista de las necesidades sociales, sino desde el de la rentabilidad de los capitalistas. Y la solución capitalista «natural» es la propia crisis, la destrucción de parte de esas fuerzas productivas y la imposición de peores condiciones laborales para restituir la tasa de ganancia de las empresas, para lo que es decisivo la ampliación del ejército de parados permanente y el recorte de los derechos laborales.
Los intereses de los capitalistas y de los asalariados son antagónicos: todas las medidas que toman los primeros supone el empobrecimiento de los trabajadores. Si no hacemos nada, la dinámica del sistema nos condenará a la mayoría de trabajadores a salarios de miseria y convertirá los derechos sociales en papel mojado, empezando por la sanidad y educación publicas. El paro se cronificará a un nivel superior, como corroboran las previsiones del propio gobierno que no esperan que baje del 15% antes de 2019. El mal llamado «libre mercado» ha demostrado que no es capaz de acabar con el desempleo, sino que por el contrario, lo genera porque lo necesita para mantener bajos los salarios. Las crisis son más profundas porque las necesidades del desarrollo económico y social chocan cada vez más con las relaciones de producción capitalistas.
Un gobierno de la izquierda debe poner en práctica desde el principio una política de nacionalizaciones de los sectores clave de la economía, empezando por el sector financiero. Ya hemos pagado con creces dichas nacionalizaciones en el caso de los bancos, pues la inmensa mayoría de las entidades hubieran quebrado si no fuera por el apoyo público. Si algo debería estar claro después de esta crisis es que la gestión de los ahorros de la sociedad debe estar en manos públicas y bajo control democrático.
Pero la riqueza no nace en los bancos sino en la producción, y la única forma de poner las fuerzas productivas al servicio de las necesidades sociales y que garantizar que se tengan en cuenta los límites ecológicos, es nacionalizando las empresas estratégicas y a los grandes propietarios de suelo agrícola y urbano. Eso permitiría poner en marcha un plan de desarrollo económico y social efectivo, con el objetivo de alcanzar el pleno empleo en una legislatura. Hay que sustituir a los mercados por una planificación democrática de la economía como mecanismo fundamental para decidir las inversiones, la asignación de recursos. Hemos de tener presente que esas grandes empresas constituyen el corazón de la economía, gestionan servicios y producciones clave para la sociedad: energía, químicas, transporte, siderurgia, gran distribución… Sólo en el Estado español, 5.000 grandes empresas generan casi la mitad del valor añadido bruto.
La socialización de las grandes fuerzas productivas abriría las puertas de la democracia también en la economía, permitiría garantizar la puesta en marcha y el éxito de un programa de reformas basada en la reducción de la jornada laboral sin disminución salarial, el adelanto de la edad de jubilación a los 60 años, la dignificación de los salarios, la garantía de un subsidio de desempleo mientras no se tenga un puesto de trabajo, el incremento de los servicios públicos hasta el nivel de las necesidades reales, el desarrollo de un nuevo sector productivo público y ecológicamente sostenible, la creación de un parque de vivienda protegida en alquiler sobre la base de las viviendas vacías en manos de los bancos y grandes inmobiliarias, etcétera.
La planificación democrática de las grandes fuerzas productivas permitiría una recuperación de la mediana y pequeña empresa y, sobre todo, propiciaría el florecimiento de las cooperativas que se complementarían con una amplio sector público en los sectores clave.
Todas estas reformas provocarían una redistribución de la riqueza en beneficio de la mayoría, reduciendo drásticamente las desigualdades sociales. Pero tienen que ir unidas a un cambio en las relaciones de propiedad, si no serían ineficaces y no podrían llevarse hasta las últimas consecuencias, pues los capitalistas las rechazarían precisamente porque suponen una reducción de las ganancias y tratarían de impedirlas o revertirlas por todos los medios. Cualquier gobierno que no dé esos pasos, y más en el contexto económico actual, se verá irrevocablemente abocado a ceder ante el poder de los dueños reales de la economía, como le está pasando a Hollande en Francia o le ocurrió a Felipe González y a Rodríguez Zapatero.
Derrotar las políticas de derechas en toda Europa
«Si aplicamos esta política nos echarán del euro» se dirá. Es posible, pero no es lo mismo irte a que te echen. No debemos perder de vista que un gobierno de izquierdas que actuase en esa línea despertaría una ola de apoyo y simpatía arrolladora entre los trabajadores de todo el continente. No podemos transformar la sociedad en toda Europa al unísono sino que el movimiento obrero de algún Estado tendrá que ser el pionero. El ejemplo de un gobierno de izquierdas consecuente y valiente sería decisivo para derrotar los planes de la derecha y poner al movimiento obrero europeo a la ofensiva.
En nuestro caso, cualquier posibilidad de cambiar la actual situación pasa por desalojar al PP del poder. Mientras gobierne no podemos esperar nada pues representa los intereses de la grandes empresas. Por eso hay que exigir elecciones anticipadas y convertir esa demanda en un clamor popular. Debemos rechazar frontalmente cualquier pacto con el Gobierno y la patronal, incluido un gobierno de concentración nacional, pues sólo pretende comprometer a la izquierda sindical y política en los planes de recortes. La derecha no es parte de la solución, sino del problema.
Los ataques que estamos sufriendo no pueden ganarse sólo con la lucha sindical ni con la movilización, sino que ésta debe unirse a la lucha política levantando una alternativa de izquierdas. Si para derrotar al PP y formar un gobierno de izquierdas dependemos de Rubalcaba y la mayoría de la actual dirección socialista, nos veremos abocados a un callejón sin salida, pues ya han demostrado en los hechos que carecen de alternativa real a las políticas económicas del PP: varía la dosis, pero la medicina es la misma.
Es necesario hacer un llamamiento al conjunto de la izquierda, a las plataformas de lucha, a los sindicatos de clase, a la militancia socialista y al conjunto de los trabajadores para levantar un frente de izquierdas con un programa realmente de izquierdas y radicalmente democrático en lo interno. Y aquí está la cuestión central: el programa. Si ponemos sobre la mesa un programa claro alentamos la formación de esa alternativa necesaria.
Se argumenta que la correlación de fuerzas no es favorable para aplicar un programa socialista, y que primero debemos luchar por reformas y, luego, desde una posición más favorable, pelearemos por el socialismo. Pero, igual que no podemos separar la lucha por las reformas de la lucha por la transformación social, no se trata de esperar a que la mayoría de la población se haga socialista, sino pelear por convencerles de que ahí está la alternativa que necesitan. No hay que esperar a que cambie la correlación de fuerzas para defender una alternativa socialista, sino usar ésta alternativa para cambiar esa correlación. Sólo así puede ganarse el apoyo de la mayoría para un programa socialista. Nuestro programa no pretende arreglar el capitalismo porque es imposible, sino aprovechar la crisis para ponerle punto y final.
Derrotar a la derecha y la victoria de un Frente de Izquierdas con una amplia movilización social abriría las puertas a una verdadera refundación democrática y social del Estado español, y repercutiría en toda la Unión Europea.
IU debe ponerse de acuerdo con el Frente de Izquierdas francés, con Syriza y con otras fuerzas de la izquierda transformadora europea para preparar una conferencia fundacional de un Frente de Izquierdas europeo. Hoy más que nunca está vigente la vieja consigna del movimiento obrero: ¡Trabajadores de todos los países, uníos!
Una Unión Europea democrática y socialista
Una transformación socialista de la sociedad en el Estado español no puede consolidarse aislada del resto del continente y del mundo. Por eso nuestra propuesta debe ser de ámbito europeo desde el principio, abogando por una Unión Europea Democrática y Socialista. Y apostar por la salida del euro nos empuja en dirección contraria, hacia una salida nacionalista. Debemos ser los primeros defensores de la unidad del movimiento obrero en toda la Unión Europea, en torno a un programa común, y no de la vuelta al redil de los Estados nacionales. Incluso alentar bloques de «países del sur» frente a «países del norte» es un grave error, cuando lo que hay que hacer es fomentar la unidad de la clase trabajadora por encima de las fronteras nacionales, reclamando una Unión Europea que ponga por delante los derechos sociales y democráticos.
La unidad en la lucha de los trabajadores europeos es una necesidad urgente. Si los trabajadores alemanes permiten la explotación de los trabajadores españoles, se vuelve en su contra, y viceversa. Las multinacionales chantajean a los empleados de sus factorías en diferentes países, como hemos visto recientemente en el caso de Ford, donde cierran una factoría en Bélgica (con 4.300 trabajadores) y trasladan la producción a la factoría de Almussafes, en Valencia, después de imponer unas condiciones de explotación más intensas a su plantilla, con una reducción de los «costes salariales» gracias a medidas como que los nuevos contratados ganen un 25% menos que el resto de la plantilla. El director de Fabricación de Ford España, Antonio Adés, había declarado en marzo del año pasado que habría que reducir las vacaciones de los trabajadores en este país ya que, en su opinión, «son excesivas» y añadió: «Habrá que trabajar más por menos».
No debemos aceptar el «sálvese quien pueda» y por eso la lucha sólo puede ser efectiva a escala internacional, si no los trabajadores acaban enfrentados entre ellos por las migajas, a ver quién acepta más sacrificios, enfrentándonos unos con otros en un circulo vicioso.
Los trabajadores de todas las naciones de la Unión tenemos mucho más en común entre nosotros que con nuestras respectivas clases dominantes. Y en todos los países crecen las luchas y movilizaciones contra las políticas de ajuste, que se están aplicando de forma generalizada. Es imprescindible plantearse la movilización a escala europea, incluida la convocatoria de huelgas generales continentales. Pero para que exista una unidad sindical y política en la lucha es imprescindible un programa común.
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PRIORIDAD AL EMPLEO DIGNO Y DE CALIDAD: Establecer la jornada laboral de 35 horas, sin reducción salarial y la jubilación a los 60 años con contrato de relevo en toda la Unión. Debe desarrollarse plenamente la Carta Social Europea, igualando al alza todos los derechos laborales de los países miembros. Deben derogarse todas las leyes regresivas de la Unión, en materia social, laboral y democrática.
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Subsidio de desempleo o una Renta Mínima digna mientras no se tenga un puesto de trabajo. Debe establecerse un salario mínimo digno en toda la Unión según los criterios de la Carta Social, del 60% del salario medio, dentro de un proceso de equiparación gradual al alza.
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LA ECONOMÍA AL SERVICIO DE LAS PERSONAS, y no al revés. Debe nacionalizarse todo el sector financiero europeo, auditarse sus cuentas y sanearse a cargo de sus grandes accionistas y acreedores.
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Debe crearse un nuevo Banco Central Europeo, plenamente público y bajo control democrático, al servicio de la mayoría de la sociedad y sus necesidades. El euro debe convertirse en una moneda al servicio del desarrollo social y económico de la sociedad, y no en una herramienta con la que nos imponen una explotación cada día mayor. Este nuevo BCE ejercería un control estricto del movimiento de capitales en toda la Unión, impidiendo con ello la evasión de fondos así como controlando el destino de cualquier inversión foránea en la Unión.
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Hay que nacionalizar todos los sectores clave de la economía, puesto que en manos privadas actúan como oligopolios en beneficio de una minoría. Debe aplicarse una planificación económica democrática a escala europea que permita un desarrollo equilibrado y sostenible de todo el continente, que garantice la igualación al alza de las condiciones de vida y los derechos sociales. El plan se fundaría en la cooperación en beneficio mutuo entre países de Europa y con otros continentes, el desarrollo social y la protección medioambiental. Europa tiene recursos más que suficientes para abrir esa senda y arrastrar con su ejemplo al resto del planeta.
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Deben crearse NUEVAS INSTITUCIONES REALMENTE DEMOCRÁTICAS, que superen las actuales y sean capaces de acabar convirtiéndose en una Unión Europea federal, democrática y socialista.
Este trabajo se concluyó el 23 de mayo de 2013