Para engañar a sus perseguidores, el ladrón consigue mezclarse entre la multitud y, apuntando en una dirección falsa, grita: ¡¡al ladrón, al ladrón!! El truco ha hecho fortuna en la pantalla grande y en la literatura. Pero sus réditos en el mundo de la política no han sido menores. Visto lo ocurrido en los últimos […]
Para engañar a sus perseguidores, el ladrón consigue mezclarse entre la multitud y, apuntando en una dirección falsa, grita: ¡¡al ladrón, al ladrón!! El truco ha hecho fortuna en la pantalla grande y en la literatura. Pero sus réditos en el mundo de la política no han sido menores. Visto lo ocurrido en los últimos meses, podría decirse que los gobernantes de la Unión Europea (UE) se han convertido en expertos en este arte del despiste.
La cuestión viene de lejos. Que la UE anda corta de legitimidad social y democrática es algo que hasta sus partidarios admiten, aun a regañadientes. Esa escasez la ha entrenado en hábitos malsanos: echar mano a la cartera de sus habitantes y hacerlo, en lo posible, de manera furtiva. Cuando éstos se palpan los bolsillos, ya es tarde. Tal o cuál Directiva ha forzado recortes en el gasto social, precarización del mercado laboral o privatización de servicios públicos. Hoy es la Directiva Bolkenstein, mañana la Directiva sobre liberalización de correos y después… quién sabe. Es la marca que deja un modelo económico que no disimula sus obsesiones: la «alta competitividad», la eliminación de la inflación y del déficit, la apuesta, casi sin cortapisas, por la libre circulación de capitales, mercancías y servicios.
Este es el corazón de la UE «realmente existente», y no el que cierto europeísmo de izquierdas querría ver. Especialmente desde Maastricht, la UE calza traje impecable, proclama el «progreso» en diferentes idiomas y tararea, henchido el pecho, la novena sinfonía de Beethoven. Pero sus maneras no son de fiar. Sus dirigentes se llenan la boca con la promesa de la Europa social, pero su tolerancia con los paraísos fiscales es directamente proporcional a su falta de voluntad para impulsar un sistema tributario progresivo. El presupuesto no va más allá del 1% del PIB de los países miembros y los fondos estructurales y de cohesión se debilitan. Los únicos incentivos reales son los que tiene por objetivo flexibilizar el mercado de trabajo, desmantelar el sector público y ajustar hasta la asfixia los presupuestos.
Lo normal es que nada de ello se haga a plena luz o con demasiados testigos. Para impulsar una Directiva o un Reglamento, por ejemplo, se recurre a un órgano no electo y sin mayores controles democráticos, la Comisión, que actúa arropada por una tupida red de comités de expertos y lobbistas. Los principales están vinculados a grandes organizaciones empresariales, como la European Round Table (ERT), o la unión de industriales, que acaba de estrenar un nombre que no evoca precisamente gestas de caridad: Business Europe. Si se quiere reformar un Tratado, por su parte, la vía son las opacas Cumbres intergubernamentales, en las que el protagonismo se desplaza a los ejecutivos estatales, la diplomacia comunitaria y una nutrida cohorte de asesores. El Banco Central Europeo, frío como una lápida, y el impávido Tribunal de Justicia, cuidan a las puertas de que nada se salga del guión neoliberal previamente fijado. ¿Controles? Pocos. El Tribunal de Cuentas, que año a año registra fondos y programas misteriosamente abducidos por el oscuro entramado tejido entre Bruselas y los Estados miembros. Y el Parlamento Europeo, semejante a un vigilante fofo, sin autoridad ni competencias, que en el mejor de los casos alza la voz y blande el puño cuando todo ha sido ya perpetrado.
Naturalmente, el mecanismo no siempre funciona en la oscuridad. A veces, las clases europeas deciden arriesgar y convocan una elección o un referéndum para «acercar la UE a la ciudadanía». Sin embargo, la ciudadanía ha aprendido a mirar con desconfianza, manteniendo un ojo en sus pertenencias. Los índices de concurrencia a las elecciones al Parlamento europeo no han hecho sino caer bruscamente. Entre los miembros más antiguos, la media ronda el 40%. Y entre los recién incorporados países del Este, puede no alcanzar el 20%. A los Tratados no les ha tocado suerte muy distinta. No son pocos los países cuyo electorado ha rechazado un Tratado, incluso contra el posicionamiento mayoritario de su clase política. Así ocurrió en Dinamarca, con el Tratado de Maastricht, y en Irlanda, con el Tratado de Niza. En este último caso, los irlandeses fueron obligados a votar otra vez, a ver si se les despejaban las ideas.
El célebre Tratado constitucional firmado en Roma en 2004 permitió perfeccionar el mecanismo. Fue concebido para dotar a la UE de la apariencia respetable que las Cumbres intergubernamentales no le daban. Vestido de Constitución, el ladrón siempre podía pasar por un señor. Sin embargo, cuando los electorados francés y holandés dijeron que «no», saltaron todas las alarmas. La respuesta en caliente fue el viejo soniquete de siempre: «es el chauvinismo», «es el miedo a Turquía», «es la falta de adaptación a la globalización». Más serenas, las clases dirigentes europeas entonaron su mea culpa y, con la inestimable ayuda de Angela Merkel y Nicolás Sarkozy, decidieron volver a los viejos modos. La fórmula, concretada en el Tratado de Lisboa, es sencilla: no más «constituciones», no más «referendos». El apego a la democracia y a los derechos fundamentales proclamados, si acaso, con tono solemne en Preámbulos, Protocolos y Cartas deshuesadas. Pero la música de siempre, neoliberal y tecnocrática, grabada en mármol en la letra pequeña.
¿Y si el truco no llegara a funcionar? Pues ya se sabe: ¡¡al ladrón, al ladrón!! Escoger un candidato que distraiga lo suficiente no es difícil. Puede llevar turbante o chilaba, pero también chompa o boina roja. Basta con que carezca de las refinadas maneras apreciadas por las empresas transnacionales y la prensa seria. Y sobre todo, con que persiga fines reñidos con las «democracias de mercado» al uso en la UE.
Si en lugar, por ejemplo, de solazarse en el elogio de la tecnocracia y de las lánguidas Cumbres intergubernamentales, impulsa procesos constituyentes abiertos a toda la población y pone en marcha mecanismos participativos audaces, siempre se podrá decir que lo hace para saciar su irrefrenable apetito demagógico. Si en lugar de privatizar con fanatismo aspira a proteger sus recursos energéticos, aumenta los impuestos a las empresas extranjeras o destina fondos públicos a mejorar la situación de los más pobres, será evidente que se ha rendido a los cantos de sirena del más trasnochado populismo.
Para que la operación funcione de manera adecuada ningún desliz puede pasarse por alto ¿Que el candidato a «enemigo de la democracia» propone incluir en la Constitución la reelección presidencial? Se le expide de inmediato certificado de tirano, aunque existan otros mecanismos de control como la revocatoria de mandato, y aunque el falseado parlamentarismo europeo tolere reyes y presidentes que echan arrugas atornillados a sus poltronas ¿Que el candidato a «enemigo del mercado» postula, como ocurre con buena parte de las constituciones europeas, supeditar el ejercicio de la propiedad privada a su función social? Se le arroja al infierno de los totalitarios ávidos por dejar al «hombre de la calle» sin coche, ni casa ni perro ¿Que el candidato a «amenaza al cosmopolitismo» impulsa el reconocimiento del carácter plurilingüe, multicultural y plurinacional de su Estado? Se le marca con el tizón candente del relativismo cultural y del primitivismo, aunque los gobernantes de la UE se prodiguen en loas lacrimógenas al pluralismo y a la diversidad.
¡¡Mirad, mirad cómo se reúnen con Castro y con Ahmadineyad!!, gritan los paladines de la democracia, mientras reparten palmaditas a Putin, Gadafi o Mugabe. ¡¡Observad qué mal conjugan los verbos, cómo abusan del gerundio!! claman los fautores de Tratados y Constituciones que indigestan hasta al más versado de los expertos. ¡¡Cultivan el racismo, el odio al adversario!! espetan desde sus tribunas los campeones de la tolerancia y el reconocimiento del otro, mientras afilan sus garras en África, siembran sus fronteras de Centros de Internamiento para inmigrantes o invierten en cañones para aplastar mosquitos terroristas.
Ciertamente, la denuncia del doble rasero no supone asumir una imagen angelical de quienes son sus víctimas. No es de recibo que alguien, por el mero hecho de llevar turbante, chompa o boina roja sea presentado con tridente, cuernos y cola en punta. Pero tampoco que pretenda venderse como automático pararrayos de la virtud. Frente a la lógica del «y tu más», la crítica firme de todo abuso de poder público y privado, venga de donde venga, es un requisito indispensable para el desarrollo de una cultura igualitaria y radical democrática verdaderamente internacionalista. Lo que ocurre, simplemente, es que cuando esa crítica proviene de quien ha hecho de esos abusos una práctica cotidiana, el sentimiento inmediato es la indignación. La rabia frente al hipócrita de guante blanco que, al tiempo que tantea en los bolsillos su más reciente botín, se mezcla entre la multitud y grita, con voz impostada de señor respetable: ¡¡al ladrón, al ladrón!!