Hace apenas unas semanas (el 25 de marzo) se celebró con notable sonoridad la firma del Tratado de Roma (1957). Se conmemoraron los 60 años de vida de la que entonces se llamó Comunidad Económica Europea (CEE). En realidad, fue un parto doble, ya que simultáneamente se dio vida a la Comunidad Europea de Energía […]
Hace apenas unas semanas (el 25 de marzo) se celebró con notable sonoridad la firma del Tratado de Roma (1957). Se conmemoraron los 60 años de vida de la que entonces se llamó Comunidad Económica Europea (CEE). En realidad, fue un parto doble, ya que simultáneamente se dio vida a la Comunidad Europea de Energía Atómica (conocida como Euroatom).
La CEE fue casi inmediatamente aludida como «el Mercado Común», debido a que su reglamentación se basaba en el entramado económico.
En cada aniversario de la CEE me asalta un sentimiento de resquemor porque se olvida que el nacimiento de una Europa unida debe retraerse a la puesta en marcha de la Comunidad Europea del Carbón y del Acero (CECA). Jurídicamente se plasmó por el Tratado de París de 1952, pero anunciada el 9 de mayo de 1950, por la Declaración Schuman, proclamada en la misma capital francesa.
Robert Schuman, a la sazón ministro de Relaciones Exteriores de Francia, básicamente se dedicó pudorosamente a leer el guión que le preparó el verdadero «padre de Europa», Jean Monnet.
Este heredero de un negocio de licores, al que su padre mandó por el mundo tempranamente para expandir la empresa, recapacitó durante años sobre el fracaso de los intentos anteriores de proporcionar los mecanismos de paz para Europa y conseguir la colaboración de los gobiernos.
El desastre de la Segunda Guerra Mundial (1939-1945), que casi destruyó la civilización europea, convenció a los sobrevivientes que debían abrir otra vía. No podía repetirse la grandiosidad de las grandes coaliciones o los esquemas intergubernamentales, como el de la Sociedad de Naciones, de cuyo sub-secretariado ya se había encargado el mismo Monnet.
Había que explorar otra senda, más práctica y más eficaz. En lugar de intentar acaparar todas las dimensiones de la función gubernamental. Monnet experimentó con la selección de unas pocas actividades que resultaran cruciales para la cooperación. Al mismo tiempo debían conseguir amaestrar el poder los Estados, culpables de la mutua destrucción.
En primer lugar, se debía conseguir el reconocimiento de culpa y con ella la necesidad de la reconciliación. Monnet ya había observado que algunos de los dirigentes de unos países clave eran de la rama de la Democracia Cristiana. El mismo Robert Schuman compartía esa inclinación con Konrad Adenauer en Alemania y con Alcide de Gasperi en Italia.
Se seleccionaron dos sectores estratégicos, el carbón y el acero. Se trataba de unos productos imprescindibles para la construcción de armas, vehículos del casi suicidio de los contendientes en varias guerras europeas. La propuesta era que ambas industrias pasaran a ser de propiedad común y que su uso y comercialización estuvieran controlados no por los gobiernos, sino por unos entes innovadores.
Monnet, que no era un intelectual, se había guiado por los pensamientos de un filósofo suizo, Henry-Frédéric Amiel. Siguiendo las máximas de uno de sus libros que se había convertido en lectura de cabecera de Monnet, la atención se posó en el papel de las instituciones. Amiel consideraba que su imprescindible protagonismo era crucial, pues eran la base de la civilización. Todo era posible por labor de los hombres, pero nada podía ser duradero sin las instituciones.
Pero esas instituciones no podían tener la debilidad de las que habían dominado trágicamente la escena europea desde la primera guerra franco-prusiana. No podían estar protegidas por su omnipotencia política, sino que debían estar aderezadas por sus cualidades.
En primer lugar, las instituciones debían ser independientes, libres de los ligámenes estatales. En segundo lugar, debían tener un presupuesto para poder ejercer eficazmente sus funciones. Las instituciones que no fueran independientes y no contaran con medios serían simplemente burocracias estériles.
Así nació la idea de que mediante la ubicación de las industrias del carbón y el acero bajo la producción y la administración comunes de unas instituciones se conseguiría el milagro de garantizar que la guerra fuera «impensable» y que, además, fuera «materialmente imposible» (tal como rezan las palabras explicitadas de la Declaración).
Monnet y Schuman consiguieron dominar el panorama durante cierto tiempo, gracias al papel de la institución central, llamada entonces «Alta Autoridad», que luego se transformó en la Comisión Europea, brazo ejecutivo de la Unión Europea (UE).
Monnet siguió recomendando la continuidad del método sectorial y de ahí que se explorara el de Energía Atómica. Pero ya había llegado el momento de planes más ambiciosos, y complejos, con la ampliación horizontal a toda la producción y el nacimiento del Mercado Común. Este se basaría en la libre circulación no solamente de bienes, sino también de capitales, servicios, y de personas.
La historia de la UE es una sucesión de intentos globales y de insistencia en los sectores concretos (como el euro o la libertad de movimientos del Acuerdo de Schengen). En todo momento se debe recordar la deuda a Jean Monnet y Schuman.
Joaquín Roy es Catedrático Jean Monnet y Director del Centro de la Unión Europea de la Universidad de Miami.
Fuente: http://www.ipsnoticias.net/2017/05/la-verdadera-fundacion-de-la-union-europea/