Esta opción es, quizás, la que mejor encaje tiene en España con su fórmula de delimitación de competencias entre distintos poderes territoriales y, en Europa, con las futuras reformas del euro. Desde Europa, se escucha una nítida verborrea a favor de una salida federal a la crisis catalana. La misma cantinela que se pregona desde […]
Esta opción es, quizás, la que mejor encaje tiene en España con su fórmula de delimitación de competencias entre distintos poderes territoriales y, en Europa, con las futuras reformas del euro.
Desde Europa, se escucha una nítida verborrea a favor de una salida federal a la crisis catalana. La misma cantinela que se pregona desde no pocas capitales como solución para Europa. Quizás una de las voces más autorizadas -y más precisas- que se han escuchado en el panorama de la UE haya sido la de Guy Verhofstadt, ex primer ministro belga, territorio de especial sentimiento secesionista y dirigente de su mitad flamenca. Verhofstadt cree que «el futuro de las más de 70 naciones europeas, el de Cataluña, el de mi propia comunidad flamenca, no pasa por una brutal separación, sino por una constante cooperación dentro de unas estructurales federales en el seno de una Europa federal». A su juicio, esta elección requeriría retoques constitucionales que añadirían raciocinio y eficiencia al objetivo de estabilizar un Estado plurinacional que opera con un sistema, el de las autonomías que, paradójicamente, brilla por su ausencia en los compendios de Derecho Internacional Público donde sólo se reconocen tres tipos de estructuras territoriales: países centralizados, federales y confederaciones.
Otros, como Manuel Valls, ex primer ministro francés, acuden a otro mantra, a un misterio sin resolver: «¿qué es ser español?»; es decir, «¿cuál es la definición precisa y patriota del concepto España?» La Carta Maga del 78 no parece haber resuelto estos interrogantes. Los sentimientos a esta cuestión están demasiado enfrentados y difieren desde la hermética concepción de un Estado centralista que asuma una soberanía plena y, por consiguiente, la práctica totalidad de competencias y funciones de las autonomías y entes locales, hasta la defensa difusa de una nación de naciones.
Sin embargo, pese a este persistente retardo en poner en marcha el reloj de la modernización de España, los vientos podrían haberse tornado a favor de los cambios. Porque Europa también debe lidiar con esta tarea. La agenda reformista de Enmanuel Macron y Angela Merkel coincide, como casi nunca en la historia reciente de la UE, en que el club comunitario debería consolidar su armazón político bajo una única premisa, su conversión hacia una Europa federal. No pocos analistas comparten este diagnóstico con el que -dicen- Europa tendría más instrumentos para superar las brechas socio-económicas que han dejado las políticas de austeridad en la post-crisis y para evitar la crudeza de una nueva embestida financiera.
El debate federal salta también a Europa
Zsolt Darvas, investigador de Bruegel, instituto de análisis paneuropeo, dice que la gran lección que deja a Europa la gestión de la crisis de EEUU es su «concepción federalista», que le ha servido para lidiar con los duros efectos colaterales de este tsunami con más rapidez y dinamismo que la zona del euro, porque su armazón político contiene un pegamento federal que se aleja de los planteamientos de suma de votos nacionales por la filosofía intergubernamental de Europa. Una estructura que se solidificó aún más tras la cumbre de Niza, con el reparto de poderes nacionales en el Consejo Europeo tras las adhesiones del Este. A pesar de que su situación fiscal de EEUU era substancialmente peor que la de Europa, la armonización laboral, fiscal y presupuestaria en la mayor economía del planeta ayudó, de forma más efectiva y rápida, a la toma de decisiones económicas, financieras y monetarias para combatir la toxicidad de activos en los mercados.
Merkel y Macron se han citado con urgencia para poner en marcha reformas del euro con claras ínfulas federales, como la creación de un presupuesto y un ministro de la zona monetaria o un Fondo Monetario Europeo
También ensayistas como el italiano Claudio Magris o el filósofo polaco Zygmunt Bauman, antes de su defunción, incidían en los primeros años de la post-crisis que «el déficit político» de la UE y, en especial, de la zona del euro, era una de las causas esenciales de la disconformidad social, la inseguridad laboral y el estallido de revueltas cívicas por la pérdida de poder adquisitivo de las clases más desfavorecidas, la inestabilidad de las pensiones o la pérdida de servicios públicos asistenciales como la Sanidad o la Educación. «El federalismo genera cohesión y la cesión de los espacios de soberanía a un poder descentralizado con un armazón supranacional con funciones y competencia claras y aceptadas, reduce el autoritarismo de un modelo gubernamental central o supeditado al veto o apoyo de mayorías nacionales», apunta Magris. Para Darvas, el club del euro necesita perfeccionar su «ambigua política común», fortalecer sus reglas y mecanismos de actuación, sus instrumentos de prevención de futuras crisis, «con mayores cotas de federalismo» en áreas como la mutualización de la deuda de los socios monetarios; es decir, la creación de un eurobono, opción que enterró (…) ¡Margaret Thatcher en 1991!, en Maastricht, por la oposición británica a que los defensores de la recién engendrada Unión Económica y Monetaria (UEM) se encaminaran a constituir un Tesoro europeo.
La Dama de Hierro, fiel enemiga del federalismo en cualquiera de sus fórmulas, empezaba a tejer el cheque británico, la cuota de excepcionalidad de Londres en la órbita comunitaria que, con el paso del tiempo, ha engendrado el Brexit. Y lo que es peor. Ya fue capaz de eludir el debate federalista en Europa, desde dentro de la UE. Ejemplo de que la táctica griega del Caballo de Troya sigue siendo efectiva.
Más Europa, más federal
Aun así -explican otro autores- la causa federalista en Europa no está lapidada. Pareciera, pero no. El fantasma de la crisis de la deuda y el riesgo total de quiebra de la economía griega que ha sobrevolado el Viejo Continente durante un largo lustro, hizo temer a los defensores de una UE federal no sólo que su sueño era una utopía irrealizable, sino que los tiempos del club tocaban a su fin. Cinco tortuosos años de austeridad, rescates bancarios, destrucción de empleo y de conquistas sociales o la irrupción de los nacionalismos populistas no invitaban al optimismo. Sin embargo, las ínfulas integradoras del nuevo eje franco-alemán surgido de las elecciones del año pasado, señala, de forma inequívoca, a una salida federalista, en varios frentes.
Varios asesores de Macron y Merkel -incluso del SPD alemán que, presumiblemente, seguirán siendo socios de la gran coalición de Berlín en los próximos cuatro años- acaban de firmar un documento en el que constatan que esa será la senda por la que transitarán las reformas del euro. Ninguno de sus autores (Jean Pisani-Ferry, vinculado a la carrera política de Macron; Jeromin Zettelmeyer, a la del dirigente socialdemócrata alemán Sigmar Gabriel; Philippe Martin, del consejo económico del presidente galo, o Isabel Schnabel, vinculada al consejo de sabios germano que asesora a la cancillería) se atreven a anticipar hasta dónde llegarán los cambios, porque el euro volverá a ser protagonista en la campaña electoral italiana, o porque nunca se debe apostar por la rigurosidad germana a la hora de dictar y exigir el cumplimiento de las reglas de funcionamiento para Europa -a pesar de ser un Estado federal, el llamado exceso federalista germano dentro de la jerga de la UE-, ni la imprevisibilidad (y efectividad) para tejer consensos de un país centralista por antonomasia como Francia.
Pero de lo que pocos dudan es de que iniciativas que están sobre la mesa de las instituciones y de los líderes europeos como la conversión del Mecanismo de Rescate Europeo (MEDE) en un Fondo Monetario Europeo, la creación de un presupuesto y un ministro de Finanzas del euro, la simplificación y paulatina homogenización de las normas fiscales, los avances en regulación y en supervisión financiera o la política monetaria de estímulos (compra de deuda) del BCE o su férrea defensa de los tipos de interés próximos a cero, frente a las tesis más ortodoxas de Berlín, son claros ejemplos (y pasos) hacia el federalismo.
En España, la propuesta federalista del PSOE no levanta entusiasmo; los tres padres vivos de la Constitución del 78 admiten la necesidad de cambios, pero huyen de cualquier derrotero que lleve a una nación federal
La doble velocidad europea -socios que desean avances frente a quienes quieren perpetuar el sistema intergubernamental- no parece que vaya a permitir en el futuro interferencias como las que se han manifestado durante la crisis, durante la que las autoridades económicas de la UE han desbaratado planes presupuestarios nacionales, advertido de incumplimientos fiscales o exigido contrapartidas legales a las ayudas por rescates.
El principio de subsidiariedad, el elenco de competencias y funciones supranacionales, estatales y regionales, los cambios en los mecanismos de supervisión o las correcciones a las anomalías de los ordenamientos jurídicos desde los tribunales de la UE -en asuntos como las cláusulas suelo a España- o por no trasponer correctamente el espíritu de directivas como en la Ley de Contratos -por citar otro tirón de orejas reciente al Gobierno español- son elocuentes botones de muestra de que las medidas federalistas son y han sido determinantes en la construcción de la UE.
El dilema español: superar el inmovilismo del 78
No obstante, esta agenda reformista europea parece haberse topado de bruces con la marcada indiferencia política en España, reacia -al menos en su actual mayoría parlamentaria-, a cambiar el status quo. Como acaba de ocurrir en la puesta en escena de la Comisión de Evaluación del Estado Autonómico, la iniciativa auspiciada desde el PSOE para avanzar hacia alguna modalidad de federalismo en España. En ella, los tres patriarcas vivos de la Constitución del 78 -del régimen, dicen sus detractores, despectivamente-, […] realizaron una defensa numantina de su texto ¿a los 78 años? Las opiniones de Herrero de Miñón, Pérez Llorca y Roca i Junyent -todos nacidos en 1940- dejaron un reguero de nostalgia. No quisieron ni oír hablar de acabar con su criatura o de abrir el melón de los cambios en la Constitución para someterla a una incisión notable, aunque no substancial, que transforme su articulado y su fisonomía en un ordenamiento federal. Algo que sería un camino de no retorno, alertaron.
Quizás lo más sorprendente de las intervenciones de los padres de la Carta Magna del 78 es que revelan una carencia casi total -o, al menos, una tara doctrinal de calibre-, del espíritu europeísta que legó otro arquitecto de normas fundacionales, Jean Monnet, cuya identidad ha pasado a la historia, junto a la de políticos como Robert Schuman o Konrad Adenauer -esencialmente-, como artífice de la gestación de la UE. En su primer alegato tras asumir la custodia compartida de la UE, Monnet ya enfatizó que el sueño utópico que, a su juicio, deberían alcanzar los dirigentes futuros del Viejo Continente sería configurar unos Estados Unidos de Europa. Epitafio que se puede interpretar de muchas formas. Pero que sólo responde a una idea: el edificio institucional europeo debe tener una estructura federal.
Entonces, ¿por qué un sistema federado levanta tanta conflictividad social?, (…) ¿acaso no son federaciones de estados EEUU o Alemania, por poner dos ejemplos de potencias geoestratégicas y económico-financieras alejadas de la despectiva consideración de repúblicas bananeras?, (…) ¿cuál es el temor que subyace detrás de sus detractores?
Mientras en Alemania, uno de los estandartes del sistema federalista, las capitales de los länders han encontrado su fórmula económica de éxito, en España aún persisten las diferencias financieras y de delimitación de competencias
Herrero de Miñón, Roca y Pérez Llorca parecen fieles seguidores de El Gatopardo, la obra magna Giuseppe Tomasi di Lampedusa que esconde una irónica e hipócrita moraleja: cambiarlo todo para que nada cambie. De no ser así, no se entienden con nitidez las palabras de Herrero de Miñón a favor de proceder a «la mutación» de la Carta Magna, con cambios «muy estudiados y pactados», modificando «el sentido del texto», si fuera necesario, como «ha ocurrido en la mayor parte de textos constitucionales vigentes» o en pactos autonómicos, en España, como el de 1981 y 1992, pero desmarcándose tajantemente de que «la vía federal sea la alternativa» válida. Pese a que «existen asimetrías» -expresó- en la configuración territorial de España que «habría que enmendar»; incluso, en el polémico Título VIII, el dedicado a la organización del Estado. O su tesis de que el Senado tendría que albergar la Confederación de Presidentes Autonómicos para trasladar una imagen «cuasi federal». Como tampoco se comprende la admisión de Roca de que el modelo territorial de España «está agotado», entre otras razones, porque la Cámara Alta no fue definida, en 1978, a imagen del Bundesrat, como hemiciclo de representación autonómica. Fue «nuestro mayor error», aseveró. Sin embargo, tal reconocimiento no lo hizo acompañar de petición personal o expresa de urgente transformación hacia esta vía federal. Ni el razonamiento de más «autogobierno central» que reclamó Pérez Llorca para evitar duplicidades en el actual maremágnum de delimitaciones competenciales, dejó explicación alguna sobre qué fórmulas de conciliación entre los poderes del estatal, regional y municipal resultarían ser las más adecuadas.
Viejos males políticos y económicos de España
Bien es cierto que sus diagnósticos sobre la salud de la Constitución española y la conveniencia de su supervivencia cuatro décadas después, diferiría, a buen seguro, de la de otros fundadores, como Gregorio Peces Barba o Jordi Solé Tura, ya fallecidos. Pero no es menos realista pensar que, como juristas que son los tres, deberían poner en valor algunos de los efectos colaterales con los que la política y la economía españolas han tenido que convivir en los últimos 40 años de constitucionalismo democrático. Anomalías como la falta de unidad de mercado, con leyes, regulaciones, impuestos o prácticas productivas que difieren, a veces substancialmente, de una comunidad autónoma a otra o que producen sentencias judiciales de sus altos tribunales con un alto grado de contradicción entre sí y que enrarecen el clima para hacer negocios. O la duplicidad de funciones, cargos y costes entre las tres administraciones del Estado, que burocratizan y, para más inri, encarecen la factura de los contribuyentes. Por no hablar de la cuantía de los servicios impropios, término con el que se identifica la deuda contraída por los gobiernos municipales, por un montante que sobrepasa los 100.000 millones de euros -similar al rescate bancario- por prestación de compromisos sociales a los ciudadanos, que tendrían que haberse cargado a los presupuestos autonómicos, y que nunca les fueron reembolsados.
También en el orden político, las repercusiones han sido nefastas. El artículo 155, que ha sido activado para impedir la independencia unilateral de Cataluña, gustará más o menos. Pero es un precepto incorporado de constituciones federales. Por cierto, nada convincente para diputados del PP de la época que, en 1978, llegaron a renegar de él, aunque ahora se hayan erigido en sus auténticos valedores.
Igual que planteamientos constitucionalistas federales que tienen que ver con la limitación de funciones estatales, regionales y locales y que ha llevado a países como Alemania a desarrollar capitalidades en torno a ciudades tan variopintas como la financiera (Fráncfort); la audiovisual, (Bonn); la industrial, (Stutgart), la económica, (Múnich), la administrativa, (Berlín), que también ha asumido el rol de enclave tecnológico e incubadora de startups, o la ecológica (Hamburgo). Diversificación productiva bajo una estructura federal, frente a las críticas contra un sistema financiero, el español, que no contenta a nadie y que no ha sido capaz de aportar una atmósfera favorable para la promoción de modelos productivos en las autonomías hispanas -como en Alemania-, ni a potenciar estrategias estatales para, por ejemplo, impulsar la I+D+i y cerrar la brecha tecnológica con los países de nuestro entorno, o crear una política industrial que genere multinacionales para abordar los mercados digitales, normas que combatan el cambio climático en uno de los países más amenazados o, sencillamente, un marco tributario eficaz, aceptado y solidario en los tres escalafones del Estado.
Quizás fuera bueno ahondar en las discrepancias que, el modelo federal, despierta entre líderes del mismo signo político. Sería un primer paso entre los acólitos del inmovilismo. Como el que protagonizaron Thatcher, contraria a cualquier vestigio federal en Europa y, por supuesto, en el Reino Unido, su nación, a la que siempre vio como suma de cuatro nacionalidades, con Inglaterra como poder supremo, con Ronald Reagan, que siempre defendió «los principios federales de los granjeros» recogidos en la constitución americana. Frente a las tesis confederales sureñas, que podrían asemejarse, salvando la distancia temporal y geográfica, con la postura del lehendakari nacionalista, Íñigo Urkullu, de ser el estandarte de una España semejante a la unión de cantones helvética (Suiza) para garantizar el futuro del cupo vasco. La misma receta tributaria que le fue negada a Artur Mas desde Moncloa y que, según el ex president, precipitó el procés, en 2012 y que, en los prolegómenos del 11-O, fue ofrecido, desde las páginas del Financial Times, por el ministro Luis de Guindos, como solución de urgencia para evitar la celebración del referéndum ilegal en Cataluña.