El viernes 13 de noviembre un comando de combatientes islámicos atacó a la población civil de París, produciendo cerca de 140 muertos y cientos de heridos. Imagino que los fabricantes de armamento y los partidarios de la guerra tendrán motivos para celebrarlo. Estos atentados confirman que el conflicto bélico está sólidamente instalado en la humanidad […]
El viernes 13 de noviembre un comando de combatientes islámicos atacó a la población civil de París, produciendo cerca de 140 muertos y cientos de heridos. Imagino que los fabricantes de armamento y los partidarios de la guerra tendrán motivos para celebrarlo. Estos atentados confirman que el conflicto bélico está sólidamente instalado en la humanidad del siglo XXI; tal parece que ante la falta de perspectivas económicas claras, la industria bélica puede ser la solución: la venta de armas va viento en popa en medio de la crisis económica y se presenta como la salvación del capitalismo liberal.
No estoy exagerando. Desde que estalló la crisis financiera de 2008 el belicismo de las potencias occidentales no ha dejado de crecer. La OTAN ha atacado Libia y Siria; ocupa varios países en Oriente Medio, Líbano, Irak y Afganistán. El ejército estadounidense ha incrementado hasta alrededor de 800 bases militares para el control de la geografía mundial; Francia ha intervenido repetidamente en África (Costa de Marfil, Mali, Chad, Congo, República Centroafricana,…). Etc.
Estamos en guerra, pero las acciones bélicas ocurren en países lejanos y apenas nos afectan; por eso son fáciles de disfrazar bajo nombres bonitos como ‘guerra humanitaria’, ‘guerra de civilizaciones’, ‘guerra contra el terrorismo’ o ‘guerra preventiva’. En los medios de comunicación europeos se nos presenta como una guerra defensiva en nombre de los derechos humanos: el agresor se disfraza de víctima. Y ni puede ser declarada abiertamente como conflicto entre seres humanos, ni tampoco puede generalizarse porque el armamento atómico garantiza la ‘destrucción mutua asegurada’ de los contendientes. Es una guerra de baja intensidad, contenida y discreta, que debe mantenerse dentro de los límites tolerables; una guerra que se desarrolla en los países pobres y para los pobres, y no puede molestar demasiado a los ricos. A veces nos lo recuerdan esos atentados que se suceden para justificar las intervenciones de los ejércitos imperiales: París 13.11, Madrid 14M, Londres 7 de julio, Nueva York 11S,…
La guerra se desarrolla lejos; y de vez en cuando salpica también a los ricos. Pero lo peor es que esas guerras han sido creadas por los ricos para mantener su dominio sobre los pobres; pues ¿de dónde podría nacer la barbarie sino del egoísmo satisfecho de los poderosos? Los comandos islamistas son una creación de la inteligencia americana -¿inteligencia?… Decía Heráclito hace 2500 años: los muchos conocimientos no dan la sabiduría)-. Utilizaron a los fanáticos musulmanes para combatir una República laica apoyada por la URSS; en Afganistán en los años 80 cuando las mujeres afganas iban a la universidad, la inteligencia americana (¿inteligencia?) financió, entrenó y armó una guerrilla de musulmanes integristas que no ha dejado de crecer desde entonces. De allí salió Ben Laden. Ahora en Afganistán esos integristas asesinan a la niñas que van a la escuela, en un país que lucha contra su ocupación por las fuerzas de la OTAN y sus aliados.
Los integristas viven y se desarrollan con el dinero del petróleo que compran sus aliados occidentales, bajo cobertura de las monarquías feudales del Golfo Pérsico. En Irak, Libia y Siria, los comandos integristas han sido directamente apoyados por la aviación de la OTAN en sus combates contra estados legítimos, laicos y modernizantes. No, no era por principios morales o políticos, que se atacaron esas repúblicas; estas guerras imperialistas se hacen para controlar los recursos naturales que los ricos necesitan para mantener sus altos niveles de bienestar.
Claro que todo eso no aparece en los medios de (des)información: la posición oficial de la OTAN afirma luchar contra los grupos terroristas. Pero es demasiado tarde, la infección del fanatismo se ha extendido ya demasiado; y además tenemos la sospecha bien fundada de que los mayores terroristas son los propios ejércitos de la OTAN. Pues ¿realmente se ha hecho alguna vez algún esfuerzo para combatir el integrismo violento desde la OTAN? Las evidencias no corroboran esas saludables intenciones que manifiestan los políticos. ¿No es verdad que, como afirma Lavrov -el ministro de asuntos exteriores ruso-, la mayor parte de los soldados entrenados por la OTAN para combatir a Bachar el-Assad en Siria están ahora luchando junto al ISIS (Estado Islámico), o bien con al-Nusra (el brazo sirio de al-Qaeda)? Y lo mismo con el armamento cedido por la OTAN al Ejército Libre Sirio de la oposición moderada: está en manos de los integristas. Parece que Hillary Clinton está desesperada al constatar esa realidad. La opinión pública de los países occidentales debería informarse al respecto: las promesas de luchar contra los comandos islámicos son meras excusas sin efectividad práctica; las acciones emprendidas para cumplir esas promesas han resultado contraproducentes, o bien se han diseñado para que tengan un resultado contraproducente. Sin embargo, ha bastado con el esfuerzo diplomático ruso y algunas pequeñas maniobras de los ejércitos de este país, para que la situación en Oriente Medio esté empezando a cambiar.
La extrema derecha de occidente está encantada: los acontecimientos se desarrollan a pedir de boca. Más combustible para el odio étnico. Cada vez que sucede un atentado de este tipo aumenta el número de votos de los conservadores radicales: Republicanos en los EE.UU., UKIP en Inglaterra, Front National en Francia, por no hablar de la proliferación de partidos fascistas y nazis en Europa nórdica, central y oriental. Da tan buenos resultados, que muchos se preguntan si no son los propios líderes de la extrema derecha los que provocan esos atentados. ¿No es cierto que la familia Bush y la familia Ben Laden tienen estrechas relaciones económicas en los negocios del petróleo, lo que ha dado origen a una sólida amistad?
Pero no hace falta llegar a las teorías de la conspiración, para concluir que la causa de estas guerras está en las decisiones de los líderes de la OTAN. En los años 80 Huntington estableció el programa de la guerra de civilizaciones como estrategia del Pentágono para conservar la hegemonía americana en el siglo XXI. Ese programa se ha desarrollado en los últimos 30 años según estaba planificado. Con un pequeño defecto: la guerra en Oriente Medio se estanca y no parece posible progresar: la terca oposición de Irán y la creación de un frente chiíta anti-imperialista, la firme resolución de la Federación Rusa para oponerse al mundo unipolar, el discreto apoyo chino a una alternativa militar a la hegemonía de la OTAN,… Por cierto, las relaciones económicas Chino-americanas están deshilachándose, al tiempo que el cerco militar estadounidense a la República Popular China se estrecha en el Pacífico con la alianza de los países liberales del Lejano Oriente.
La solución para resolver ese contratiempo está ya clara para nuestra oligarquía dominante; el rearme moral-belicista está ya preparado: la fascistización de las sociedades democráticas liberales es una realidad cada vez más palpable a lo largo y ancho del globo terráqueo. No es la primera vez que pasa. Como decía Marx recordando a Hegel, la historia se repite dos veces, y ojalá que lo que ahora nos toca vivir no sea más que una farsa, un vulgar remedo de las tragedias del siglo pasado. Tal vez entonces el posmodernismo haya servido para algo, suavizando la tragedia que nos espera.
En conclusión: por todo lo anteriormente dicho, las víctimas francesas del viernes 13 de noviembre son también víctimas de la política de la OTAN y sus aliados integristas, como los son las de Beirut en el día anterior y las de Ankara en el mes pasado. Y también las víctimas de Charlie Hebdo, y las del atentado de Atocha, y las de Nueva York y Londres, y…
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