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Latinoamérica, izquierda y segunda descolonización

Fuentes: El Mundo

La nueva y clara victoria de Hugo Chávez, en Venezuela, sigue al tan inesperado como contundente triunfo de Rafael Correa en Ecuador y al retorno al poder del Frente Sandinista y Daniel Ortega, en Nicaragua. Tres victorias consecutivas de fuerzas de izquierda, que se suman a la de Evo Morales en Bolivia, a la reelección […]

La nueva y clara victoria de Hugo Chávez, en Venezuela, sigue al tan inesperado como contundente triunfo de Rafael Correa en Ecuador y al retorno al poder del Frente Sandinista y Daniel Ortega, en Nicaragua. Tres victorias consecutivas de fuerzas de izquierda, que se suman a la de Evo Morales en Bolivia, a la reelección de Lula en Brasil y a los éxitos electorales del centro izquierda en Chile, Uruguay y Argentina. Caso inusitado es Perú, donde en las últimas elecciones contendieron dos izquierdas, la moderada de Alan García y la más dura de Ollanta Humala. La derecha había sido vencida en la primera vuelta electoral, mostrando su grado de descrédito en el país.

Nunca como ahora han coincidido tantos gobiernos progresistas y de izquierda en Latinoamérica, ni tantos países -a los que debe agregarse un México fracturado y en grave crisis política e institucional- se han visto sumergidos en procesos de cambio, cuya variada intensidad no les resta singularidad. Dentro de este panorama excepcional deben incluirse los notables movimientos populares surgidos en países como Costa Rica y Colombia que, aunque sin fuerza para alcanzar el poder, se han convertido en actores inéditos en sus respectivos países, condicionando con su voto el resultado de los procesos electorales. Esta eclosión de la izquierda latinoamericana no es, ni mucho menos, casual. Es la consecuencia natural de una suma de factores internos e internacionales, no siempre a la vista, que han permitido forjar amplias coaliciones políticas progresistas con el fin de alcanzar el poder por medio de elecciones.

La primera de esas causas, en el orden temporal, en el fracaso estrepitoso del modelo neoliberal, que provocó la quiebra de los Estados, la multiplicación de la pobreza y una concentración atroz de la riqueza, en una región que ha destacado históricamente por la desigualdad. Promovido como dogma de fe por el binomio Reagan-Tatcher, en los años 80, los grupos dominantes aplicaron con celo de conversos las recetas que llegaban de fuera. Las empresas y riquezas nacionales fueron subastadas, en medio de un mar de corrupción, en beneficio de grupos extranjeros y de minorías anacionales. El resultado fue demoledor. Los países, uno tras otro, se hundieron en graves crisis económicas y sociales. El primero en estallar fue Venezuela, donde, en febrero de 1989, el pobreterío bajó de los cerros a asaltar supermercados. El «caracazo» terminó en una terrible matanza y tuvo consecuencias inesperadas. La mayor y más conocida fue el surgimiento, dentro del ejército, de movimientos rebeldes, que afloraron en el intento de golpe de estado dirigido por el comandante Hugo Chávez. La matanza de Caracas fue la mayor, pero no la única que precederá al hundimiento de gobiernos neoliberales. Raúl Cubas, en Paraguay, de la Rúa, en Argentina, y Sánchez de Losada, en Bolivia, abandonarán sus países dejando detrás un reguero de cadáveres.

El fin de la Guerra Fría, con la desaparición de la Unión Soviética en 1991, es la segunda causa en el tiempo y ha tenido inesperadas consecuencias para el sistema de dominación diseñado por USA. El conflicto Este-Oeste tuvo efectos terribles para Latinoamérica. El anticomunismo produjo la ilegalización y persecución de partidos, movimientos, sindicatos y asociaciones consideradas «comunistas». Asesinatos, cárcel, tortura, exilio y represión se hicieron cotidianos y generaron un miedo cerval y comprensible entre la población. La izquierda resistió en las catacumbas, pero, salvo en Nicaragua, en 1979, no pudo salir de ellas. El fin de la Guerra Fría y el descalabro de las dictaduras militares liberan a los pueblos de su miedo. La izquierda, en sus múltiples variedades, va resurgiendo poco a poco y organizándose al margen de los partidos tradicionales. La pérdida del temor a la represión y la muerte lleva a perder el miedo a los gobiernos, hasta entonces intocables. Se extiende y adquiere forma la idea de que, si los pueblos eligen a los presidentes, pueden también los pueblos destituirlos.

El primero en conocer de este cambio fue el brasileño Collor de Mello que, acusado de corrupción, fue obligado a renunciar en diciembre de 1992, para evitar su destitución. Le sigue, en Guatemala, el presidente Jorge Serrano Elías, en 1993, tras fracasar su intento de auto-golpe de estado, inspirado en el que se había dado, en 1992, el peruano Alberto Fujimori. En el año 2000, en medio de un escándalo mayúsculo por corrupción, abuso de poder y violaciones a los derechos humanos, Fujimori seguirá el camino de Serrano, pues organiza un viaje oficial para solicitar asilo político en Japón. El paraguayo Raúl Cubas huye del país en 1999, tras una matanza de estudiantes que protestaban por el asesinato del vicepresidente, de lo que acusaban a Cubas. En 2001, sobre decenas de muertos, huía el presidente Fernando de la Rúa, después de semanas de protestas sociales ante el colapso de la economía argentina. Le seguirá en Bolivia, en 2003, el presidente Gonzalo Sánchez de Losada, derribado por un impresionante movimiento popular encabezado por el dirigente aymara Evo Morales. No obstante, el país que marcará un sorprendente récord será Ecuador, donde los movimientos sociales derribarán a tres presidentes: Abdalá Bucaram, en 1997, Jamil Mahuad, en 2000, y Lucio Gutiérrez, en 2003. Los pueblos latinoamericanos habían perdido el miedo al poder y ejercían el suyo para enterrar los Estados diseñados por las oligarquías.

Una secuela relevante de estos movimientos populares, indígenas y sociales es la desaparición, como barridos por huracanes, de los partidos tradicionales en la mayor parte de los países. En México, el otrora omnipotente Partido de la Revolución Institucional (PRI), está relegado al tercer lugar, superado a izquierda y derecha por las nuevas fuerzas. En Venezuela, Ecuador, Perú, Bolivia y Nicaragua los viejos partidos son ya recuerdo. En Chile, Brasil, Uruguay y Argentina los partidos han sido sustituidos por coaliciones singulares, rotas y tocadas como están las viejas partitocracias.

Otro factor a anotar es el declive de USA y la emergencia de nuevos actores económicos y de nuevos mercados. Hasta los años 80, la potencia hegemónica ejercía un efecto demoledor sobre las economías latinoamericanas, dependientes en casi todo de las decisiones y variaciones de la economía y el mercado usamericano. USA empleaba ese poder para condicionar a los países y, cuando era menester, recurría a sanciones, bloqueos y embargos contra los gobiernos díscolos. Cuba sufre aún hoy un bloqueo de casi medio siglo. La Nicaragua sandinista fue a la ruina a causa de la guerra económica y militar impuesta por Washington. Hoy eso es historia. China ha desplazado a USA como segundo socio comercial de Brasil. La UE es el primer socio del Mercosur, en tanto Chile tiene a China como primer cliente del cobre. La UE es el primer donante en Centroamérica y, ante la contracción y pérdida de fuerza del mercado usamericano, los países latinoamericanos orientan cada vez más sus intereses hacia Europa, Asia y los procesos de integración regional. El declive económico lleva aparejado, de manera inevitable, la pérdida de influencia política. El miedo a USA se diluye sin prisas, pero sin pausas. Lo demostró el triunfo sandinista en Nicaragua, pese a que Washington recurrió a todas las amenazas posibles para coaccionar a la población, desde las sanciones comerciales al embargo de la remesas de los emigrantes.

La conciencia del poder ha llevado a la conciencia de los propios derechos. Mientras duró la Guerra Fría y dominó el miedo, los pueblos poco podían hacer para proteger sus patrimonios y riquezas. Así debieron asistir, impotentes y desinformados, al festín que significaron las privatizaciones y el desmantelamiento de las empresas públicas. Debieron, igualmente, tragarse los planes estructurales del FMI. La última fase del expolio, bajo la forma de tratados de libre comercio (TLC), llegó en momentos de ascenso de la conciencia y, por ello, han enfrentado una oposición creciente en casi todos los países. El TLC es causa directa de la profunda crisis que vive México, partido en dos, literalmente, como resultado de la aplicación del TLC con USA y Canadá. El TLC ha provocado la ruina del campo mexicano y amenaza con hacer lo mismo donde se apliquen sus similares. Por eso las manifestaciones masivas y la grita general en la región. Los efectos están a la vista. Lula y Kirchner sentenciaron a muerte la propuesta de Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA), buque insignia de la política hemisférica de USA. Perú ha anunciado que paralizará la firma del TLC con USA. En Nicaragua, Daniel Ortega lo va a diluir vinculando Nicaragua a la Alternativa Bolivariana para la América (ALBA), que promueven Cuba y Venezuela, y Rafael Correa, en Ecuador, hizo del rechazo al TLC con USA una bandera de lucha.

Para la izquierda, recuperar la voz y la dignidad son metas irrenunciables, pero no bastan. Hace falta recuperar las riquezas y recursos naturales de los países, porque sin economía no hay soberanía. La crisis del gas con Bolivia es el mejor ejemplo de los nuevos aires que recorren Latinoamérica. No es posible promover cambios estructurales y combatir la pobreza y el atraso sin antes recobrar el control de las riquezas nacionales, lo que implica meter mano a los onerosos contratos y concesiones otorgados por los gobiernos neoliberales a empresas extranjeras. Es en esta cuestión axial donde los caminos de las izquierdas latinoamericanas se bifurcan. La izquierda calificada en Europa, despectiva e interesadamente, como «populista», apuesta por la re-nacionalización de las riquezas y recursos naturales y la reconstrucción del Estado, como pieza esencial de los procesos de cambio. Cuba, Venezuela, Bolivia y ahora, presumiblemente, Ecuador, forman este grupo. El centro-izquierda apuesta por no afectar los intereses oligárquicos ni a las empresas extranjeras, apostando por un cambio paulatino. Brasil, Chile y Uruguay son sus modelos. Argentina, y puede que la Nicaragua de Daniel Ortega, transitan por caminos mixtos, re-nacionalizando sectores estratégicos y dejando otros sin apenas cambios. En el primer grupo hay prisa por poner fin al Estado oligárquico y neocolonial. En el segundo, este Estado se prolongará en el tiempo, sin fecha precisa de caducidad. No debe extrañar, por tanto, que éste sea el modelo que prefieran los países ricos, que ven preocupados el final del gran festín.

Pese a las divergencias dentro de la izquierda, pocos ponen en duda que el modelo de Estado impuesto por las oligarquías tras la independencia está agotado. Sobrevive hoy en países aislados y atrasados (Paraguay, Honduras) o con durísimos conflictos internos, presentes o inmediatos (Colombia, Guatemala), casi todos en la zona del Caribe, donde USA sigue condicionando la política de los Estados.

Latinoamérica está inmersa en un singular, inédito y deslumbrante proceso que apunta a una segunda descolonización. La primera fue frustrada por la alianza entre las oligarquías nativas y Gran Bretaña, que se tradujo en la firma de tratados de libre cambio, que ataron las economías emergentes al modelo neocolonial inglés. Siguió con la sumisión a USA y las empresas extranjeras. Está en abierto proceso de liquidación ahora. Un hecho puede servir para ilustrar el cambio. Argentina y Brasil cancelaron antes de plazo sus deudas con el FMI, el organismo utilizado por los países ricos para expoliar a los pobres. Estas cancelaciones resultaban, económicamente, poco relevantes. No así políticamente. Era como firmar una segunda acta de independencia. Lula resumió su significado: «Ahora ya somos soberanos».

Augusto Zamora R. es profesor de Derecho Internacional y Relaciones Internacionales en la Universidad Autónoma de Madrid. [email protected]