Más allá de si Bardella consigue los números para ser primer ministro, Rassemblement National es hoy el principal partido de Francia. Y la posibilidad de que Le Pen alcance la presidencia en 2027 parece cada vez más clara.
Las elecciones europeas del 9 de junio dejaron varios titulares, pero quizás el más importante fue el buen resultado de la extrema derecha que, en términos globales, consiguió superar al Partido Socialista europeo convirtiéndose en la segunda opción más votada en Europa. Especialmente relevantes fueron los resultados en Francia, donde el partido de Le Pen, Rassemblement National (RN, anteriormente conocido como Front National), consiguió no solo volver a ser la opción más votada por tercera vez consecutiva en unas elecciones europeas, doblando en votos al partido de gobierno, sino también ser el partido con más diputados en la eurocámara, una buena muestra de la pujanza de la extrema derecha europea. Un resultado que motivó el adelanto de las elecciones legislativas francesas por parte del presidente, Emmanuel Macron, y desencadenó un terremoto político en el país, que ha continuado este domingo, 30 de junio, con la victoria de RN en la primera vuelta de las legislativas, con un 34% de los votos.
La verdad es que, si atendemos a la historia de los adelantos electorales en Francia, el futuro no parecía muy halagüeño para los intereses de Macron, de su partido, Renaissance, y de su coalición electoral, Ensemble pour la République. La última vez fue Jacques Chirac, en 1997, el que utilizó la jugada política del adelanto electoral para intentar descolocar a sus rivales políticos. Y el resultado no pudo ser más desastroso: dio la mayoría al Partido Socialista y alineó el calendario de las elecciones legislativas con el de las presidenciales. Como escribe el profesor de historia Baptiste Roger-Lacan, hasta el adelanto electoral de Macron, “se podía tener la impresión de que la disolución se había convertido en una curiosa obsolescencia constitucional”.
El adelanto electoral viene a sumar un capítulo más a la crisis larvada que vive el régimen de la V República francesa; la duda es si este será su epílogo final. Una crisis que se ha mostrado con toda su crudeza en la descomposición de los dos partidos, democristianos y socialistas, que tradicionalmente habían ostentado el poder después de la II Guerra Mundial. Así, desde el final de la presidencia del socialista François Hollande en 2017, ninguno de estos dos partidos ha conseguido volver a recuperar el palacio del Elíseo, ni siquiera disputar la segunda vuelta de las elecciones presidenciales.
La emergencia de la figura bonapartista de Emmanuel Macron y la creación de En Marche (posteriormente Renaissance), un partido-empresa a su imagen y semejanza, fue un intento de reagrupar al extremo centro político para ahuyentar los fantasmas de una victoria ultraderechista y combatir el agotamiento del régimen gaullista de la V República. En este sentido, Macron ha venido a representar un tipo de figura política vacía, estandarte de una salida del bloque de poder a su propia crisis de representación y a la corrupción de los grandes partidos. Un modelo de político proveniente del mundo de la gestión empresarial y percibido, precisamente, como un gestor de la difusa “sociedad civil” pero garante del (des)orden neoliberal. En resumen: una suerte de outsider para mantener el statu quo.
De hecho, Macron se suma a una tendencia global de emergencia de caudillos neoliberales autoritarios que, procedentes del mundo empresarial/finanzas, han dejado de confiar en los políticos profesionales para encabezar ellos mismos sus intereses como élite desde la primera línea de la política.
Ha construido su figura y su acción política desde la premisa del combate contra la “decadencia” de Francia, una decadencia motivada por su rechazo a someterse a la “modernidad” de las reformas neoliberales. Una particular y refinada traducción del eslogan Trumpista “Make America Great Again”, pero en francés y utilizando la palabra “renacimiento”.
El auge del macronismo a partir de su victoria en las presidenciales del 2017 supuso el declive del todopoderoso Partido Socialista francés que, sumido en diversas crisis, ha encadenado los peores resultados de su historia hasta estas últimas elecciones europeas, en las que parece haber recuperado cierto espacio electoral; perdiendo, eso sí, la hegemonía del campo político de la izquierda francesa en favor de la Francia Insumisa de Jean-Luc Mélenchon. Ambas organizaciones, conjuntamente con los Verdes, el Partido Comunista y el Nuevo Partido Anticapitalista han conformado el Nuevo Frente Popular, emulando la coalición de izquierdas antifascistas que gobernó Francia de 1936 a 1938. Y han conseguido convertirse en la segunda fuerza de las elecciones legislativas con el 28% de los votos, mejorando en algo más de dos puntos porcentuales los resultados obtenidos por la anterior coalición que presentaron en 2022, bajo el nombre de Nueva Unión Popular Ecológica y Social (NUPES). Han superado la candidatura del presidente Emmanuel Macron, Ensemble, que ha pasado de ser la fuerza con más representantes en la Asamblea Nacional a la tercera fuerza en esta primera vuelta con el 20% de los votos.
El sistema político francés ha saltado por los aires. Sí, otra vez. Y sí, como en tantos otros países europeos últimamente. Y, de nuevo, vemos cómo en sus ruinas crecen tanto fuerzas políticas autoritarias y xenófobas como novedosas o renovadas agrupaciones que ocupan los vacíos que deja el interregno entre lo viejo moribundo y lo nuevo en gestación. Estos resultados nos presentan un escenario inédito en la Quinta República: los dos principales partidos en la primera vuelta no han gobernado en Francia en las últimas ocho décadas. Además, por primera vez, un partido de ultraderecha puede conseguir ser la primera fuerza e incluso alcanzar la mayoría absoluta en la Asamblea Nacional.
La posibilidad de que Le Pen y su candidato Jordan Bardella lo logren en la segunda vuelta de las elecciones legislativas del 7 de julio no parece una opción descabellada. Solo tres veces en la historia de la V República francesa han cohabitado un primer ministro y un presidente de formaciones políticas distintas; veremos si la dupla Bardella/Macron se suma a estas complejas excepciones. La única posibilidad para evitarlo es intentar rescatar, en menos de una semana, el llamado Bloque Republicano. Unir a todas las fuerzas “republicanas” del país, retirando las candidaturas en aquellas circunscripciones donde el postulante de otra formación tenga mejores opciones de vencer al RN. Un “cordón sanitario” a la extrema derecha que ha funcionado desde las presidenciales de 2002, en las que Jean-Marie Le Pen consiguió pasar a la segunda vuelta.
La concentración del voto en el llamado “frente republicano” ha dejado históricamente sin poder institucional a RN, pero ha contribuido a fortalecer su imagen como la única opción frente a la derecha neoliberal, el único partido capaz de enfrentar el bipartidismo y después al macronismo francés, reforzando su capacidad de atracción del voto antiestablishment y de protesta. El “frente republicano” ha desplazado hacia la derecha a todo el bloque anti-RN, eliminando las diferentes propuestas y programas que existen, desde el Partido Comunista hasta Los Republicanos, en un “todos son iguales”. Se puede decir que el “frente republicano” ha conseguido frenar el avance institucional de Le Pen y el RN, pero también es cierto que lo ha hecho a costa del alto precio de escorar la política francesa cada vez más hacia la derecha. Y ahí los postulados del odio son los que prevalecen.
La irrupción de Francia Insumisa (FI) ha conseguido romper esta tendencia que se circunscribía a tener que elegir entre derecha neoliberal o extrema derecha, permitiendo a la izquierda disputar el marco de impugnación al RN al aparecer como un voto útil contra el extremo centro que representa Macron. De hecho, en las elecciones legislativas de 2022, la FI consiguió aunar a casi todo el conjunto de la izquierda francesa en una única candidatura, la NUPES, para intentar disputar la victoria a Macron. NUPES alcanzó un buen número de segundas vueltas y se enfrentó a muchas candidaturas de la ultraderecha. Pero, en esa ocasión, el llamado “frente republicano” no funcionó: la derecha y el macronismo se negaron a cerrar filas contra el RN, lo cual posibilitó la elección de un buen número de diputados ultraderechistas. Hasta ahora, el frente republicano ha funcionado cuando ha consistido en retirar las candidaturas de izquierdas para apoyar a los candidatos de derechas para que no gobernara la extrema derecha.
Este próximo domingo volveremos a tener la oportunidad de comprobar si esta fórmula funciona cuando los electores de centroderecha y derecha tienen que votar a candidatos de izquierdas. Los antecedentes de las pasadas legislativas del 2022 y las declaraciones de algunos representantes del macronismo en contra de apoyar a los candidatos de la FI no nos hacen ser muy optimistas en este sentido. Al menos servirá para quitar todas las caretas del establishment francés y su extremo centro, demostrando que siempre preferirán a una racista autoritaria que cuestione la democracia antes que a una candidatura que cuestione sus privilegios de clase.
Que los mismos dirigentes de la derecha y del macronismo, así como su propio electorado, prefieran mayoritariamente una candidatura de RN antes que de FI, expresa muy bien no solo el giro hacia la derecha del conjunto del arco político francés – derecha, derecha radical y ultraderecha suman el 70% de los votos en la primera vuelta de las elecciones legislativas–, sino que también es una muestra de la crisis política de la pata conservadora del régimen de la V República, Les Républicains. Algo que se escenificó en la propuesta de su presidente, Éric Ciotti, de llevar a cabo un acuerdo de “unión de derechas” para presentar candidaturas conjuntas con el RN en estas legislativas. De hecho, las disputas internas, acrecentadas por la propuesta de Ciotti, han abocado al partido a una escisión, a la irrelevancia electoral o incluso a su desaparición. Unas disputas que llegaron a tomar un cariz grotesco y muestran la profunda crisis de Les Républicains. Cuando el buró político del partido destituyó a su presidente, este anunció un recurso ante la justicia y se encerró en su despacho para evitar abandonar la sede oficial.
Rassemblement National lleva preparándose desde hace décadas para este momento, en una lenta pero constante transformación desde que se fundó con el nombre de Frente Nacional en la década de los setenta. Primero, Jean-Marie Le Pen consiguió mutar el FN, que pasó de ser una organización neofascista a un partido de ultraderecha de nuevo corte focalizado en la xenofobia antimigración y la neurosis identitaria. Y, en segundo lugar, Marine Le Pen emprendió un camino de desdiabolización del partido, que le llevó a refundar la organización con el nuevo nombre de Rassemblement National, con el objetivo de convertirse en el partido hegemónico de la derecha nacional y abrir los candados del cordón sanitario que hasta ahora habían impedido su asalto al Palacio del Elíseo.
Desde el anuncio de la disolución de la Asamblea Nacional francesa Macron ha realizado dos curiosas referencias a la fiebre: el 9 de junio, afirmó que “una fiebre [se había] apoderado del debate público y parlamentario en nuestro país en los últimos años”; y el 12 de junio, durante su conferencia de prensa, hizo un llamamiento a “compatriotas y dirigentes políticos que no se identifican con la fiebre extremista” para que “se unan”. Aunque Macron intente presentar el auge de Rassemblement National como una fiebre pasajera, un sarampión que ha brotado en el cuerpo de la Quinta República, nadie puede ya obviar que su auge no es un accidente sino la expresión política asentada de un malestar mucho más profundo.
La posibilidad de la victoria de Le Pen y Jordan Bardella no responde a una fiebre pasajera, sino a la transformación de largo aliento que se lleva gestando en la sociedad y la política francesa: RN no es tanto una anomalía, como el producto de la crisis de régimen que vive el país. La ultraderecha ya no solo representa la herencia tradicional del colaboracionismo sino que también ha crecido bajo el autoritarismo del que el gaullismo impregnó la política de la V República, y que el mismo Mitterrand llegó a calificar como golpe de Estado permanente. Porque, más allá de si Bardella consigue o no los números para ser primer ministro, lo que está fuera de toda duda es que Rassemblement National es, en este momento, el principal partido de Francia. Y que la posibilidad de que Le Pen alcance la presidencia francesa en 2027 parece cada vez más clara.
El sociólogo Ulrich Beck consideraba “instituciones zombis” a aquellas entidades muertas –que ya no representan los intereses colectivos o los intereses para los que nacieron–, pero aún vivas. Preguntándose si su resurrección, aun en una nueva forma o encarnación, es factible, o, si no lo es, cómo disponer su sepultura. Si finalmente Le Pen consigue ganar las próximas presidenciales, el zombi de la V República puede que no termine de morir como muchos analistas apuntan, sino que, por el contrario, podamos asistir a una resurrección aún más autoritaria, una suerte de gaullismo xenófobo atravesado por las neurosis identitarias. Para este próximo 7 de julio, las cartas parecen estar marcadas y será complicado operar un cambio en el seno de la sociedad francesa como para desbancar el ascenso electoral de la ultraderecha. El horizonte debería de ser territorializar la alianza de izquierdas, el Nuevo Frente Popular, para poder construir comités plurales y unitarios que favorezcan la construcción de un movimiento más allá de lo electoral, que apuesten por el desborde popular y cambien el guion previsto: la victoria de la ultraderecha en las próximas presidenciales. Y dar finalmente sepultura al autoritarismo gaullista de la V República.
Miguel Urbán es eurodiputado de Anticapitalistas.