De un tiempo a esta parte, y en singular desde que se celebró el aciago referendo sobre el tratado constitucional de la UE, es frecuente que me pregunten si no soy demasiado crítico con la Unión Europea. Acaso la pregunta no deja de ser, en sí misma, un progreso, toda vez que, al poner el […]
De un tiempo a esta parte, y en singular desde que se celebró el aciago referendo sobre el tratado constitucional de la UE, es frecuente que me pregunten si no soy demasiado crítico con la Unión Europea. Acaso la pregunta no deja de ser, en sí misma, un progreso, toda vez que, al poner el acento en el eventual exceso de la crítica, parece acatar, aun a regañadientes, lo fundamentado y legítimo de esta última.
Casi todo me hace pensar, sin embargo, que, discurriendo por un camino contrario del que reclama la pregunta en cuestión, seguimos siendo inequívocamente blandos con la UE de estas horas. En los últimos días he podido comprobar, sin ir más lejos, cómo son muchos los medios de comunicación que, al calor del despliegue de soldados foráneos en el Líbano, se han entregado a la sórdida tarea de identificar en aquel un formidable paso adelante de la Unión Europea, que de esta suerte estaría recuperando peso en el escenario internacional.
El argumento, por olvidadizo, no puede ser más lamentable. Recuérdese que lo que hemos tenido entre manos las últimas semanas se resume de forma sencilla: el secuestro por Hizbulá de dos soldados israelíes provocó del lado de Tel Aviv una airada respuesta –supongamos que fue tal y que no se hallaba de por medio una operación planificada desde mucho antes– saldada con la destrucción de las infraestructuras de un país entero, el Líbano, y acompañada –esto es más grave, claro– de más de un millar de muertos, en su mayoría civiles. Conviene subrayar cuantas veces sea preciso que el agente ejecutor de semejante hazaña es un Estado que dice ser de derecho y que, como tal, cabe suponer que, a diferencia de lo que corresponde a Hamás o al propio Hizbulá, acata reglas tan precisas como exigentes. Se trata, por añadidura, de un aliado de nuestros países, condición que –asumamos un ejercicio de impagable ingenuidad– debe obligar al cumplimiento de requisitos elementales y asentarse en el principio de que los premios sólo pueden concederse a quien está a su altura.
Si el lector abandona las ingenuidades invocadas pronto se percatará de que ninguno de los fundamentos anteriores parece ser de aplicación en el caso de la UE. No vayamos muy lejos en la búsqueda de datos que permitan apuntalar el argumento: el gobierno español criticó agriamente en su momento la respuesta israelí en el Líbano, pero bien se cuidó de modificar un ápice los elementos centrales de una política de largo y desgraciado aliento. Se abstuvo de llamara consultas al embajador en Tel Aviv, asumió de buen grado la preservación del sinfín de privilegios comerciales con que la UE obsequia a Israel, ha mantenido activos negocios de compraventa de armas con este último y no le ha hecho ascos, tampoco, al despliegue de maniobras militares conjuntas. Como los restantes miembros de la Unión Europea, y palabrería aparte, Madrid no ha dado un solo paso encaminado a poner freno al desbocado envilecimiento militarista de Israel (por cierto que, llamativamente, la mayoría de quienes, en este último, critican la operación militar en el Líbano lo hacen en virtud de su manifiesta ineficacia, y no de resultas de su evidente carácter criminal).
Aunque, si uno escarba en la realidad de las últimas semanas, descubre pronto que las circunstancias que han rodeado el quehacer del gobierno español son aún más graves: el propio tono de la contestación de las acciones militares israelíes fue bajando a medida en que el Partido Popular, muy en su sitio, criticaba lo que entendía que eran excesos verbales de los dirigentes socialistas, con Rodríguez Zapatero a la cabeza. Mucho me temo que semejante plegamiento ante los dardos de la oposición revela del lado del PSOE una lamentable falta de convicción y de energía, al tiempo que nos emplaza ante una conclusión sugerente: quienes denostamos el ultramontanismo y el catastrofismo que inspiran el discurso del Partido Popular en todos los ámbitos haríamos bien en reflexionar si la estrategia correspondiente no está produciendo, en una de sus dimensiones, los resultados apetecidos de la mano de un creciente amilanamiento del gobierno. Por detrás despunta, con todo, un fenómeno más inquietante, cual es la indisimulada penetración de un discurso conservador que todo lo subordina a la lucha contra el ‘terrorismo’ y que, al amparo de ésta, esconde la defensa de nuestros intereses más obscenos. Y es que haríamos mal en olvidar que Israel es, en muchos sentidos, la punta de lanza de los intereses occidentales –de nuestros intereses– en una región tan importante como el Oriente Próximo.
Vuelvo, con todo, al principio: sorprende que la Unión Europea se muestre tan ufana sobre su futuro papel en el Líbano una vez que es fácil certificar que nada consistente hizo para prevenir y evitar una agresión como la israelí. El mensaje que en esta ocasión, como en tantas otras, se lanza a Elmert y su gabinete ministerial es desolador: pueden ustedes destruir lo que deseen –y asesinar como quieran–, que nosotros nos encargaremos de la reconstrucció –y de garantizar dignos entierros–, no sin antes escenificar una aparente equidistancia entre las partes que se propone ocultar de qué lado, a la postre, nos encontramos. Que nadie espere de Bruselas, en otras palabras, designio alguno de castigar a quien violenta las normas más elementales: en la deleznable farsa en la que nos hallamos inmersos, y al amparo de los oropeles de las conferencias de donantes, nadie ha hablado –recuérdese– de sanciones a Israel. La inmoralidad ingente de semejante conducta sólo es parangonable, por cierto, con su nula inteligencia.