Traducido del inglés para Rebelión por Germán Leyens
Mientras México copa los titulares de las crecientes cifras de asesinatos y las violentas bandas de la droga, el verdadero y dramático derramamiento de sangre tiene lugar más al sur. Las naciones mucho más pequeñas de Guatemala y El Salvador viven su peor violencia desde las guerras civiles de los años ochenta, mientras Honduras es actualmente la capital del mundo en asesinatos con 86 homicidios por cada 100.000 habitantes; una tasa de asesinatos cinco veces mayor que la de México.
Incluso la relativamente pacífica Costa Rica, que se enorgullece del mejor estándar de vida de Centroamérica, ha sufrido una duplicación de su tasa de asesinatos desde 2004 en una ola de violencia que las autoridades atribuyen en gran parte al narcotráfico. Como resultado, Washington alienta a sus aliados, sobre todo derechistas, en la región a seguir las mismas políticas de militarización que han devastado Colombia y México.
Centroamérica se incluyó originalmente en el paquete de seguridad de la Iniciativa Mérida firmado por el gobierno de Bush en 2008, que prometió 1.600 millones dólares a la región durante dos años; la gran mayoría destinados a México. Desde 2010, la ayuda a la región ha aumentado siguiendo la Iniciativa Centroamericana de Seguridad Regional (CARSI), un retoño del Sistema de Integración Centroamericana (SICA).
Como en el caso de México, la mayor parte de la ayuda vuelve directamente a EE.UU. en pago por el suministro de equipamiento y entrenamiento a las fuerzas militares y policiales de la región. El año pasado, la secretaria de Estado Hillary Clinton anunció un presupuesto de 1.000 millones de dólares para CARSI, incluida una contribución de EE.UU. de 300 millones de dólares. El Banco Interamericano de Desarrollo (IDB) aflojará gran parte del resto en préstamos.
Es un negocio lucrativo, por cierto. Uno de los personajes más derechistas de Latinoamérica, el expresidente colombiano Álvaro Uribe, viaja actualmente por Centroamérica por cuenta de la firma de seguridad Continental Security & Interactive Solutions (CIS) con base en Virginia. Uribe, quien sigue recompensando a Washington por su apoyo acrítico de su duro régimen, promueve el uso de compañías privadas de seguridad al estilo de Blackwater para combatir el crimen.
EE.UU. y Colombia entrenarán conjuntamente unidades policiales centroamericanas en una nueva base en Panamá, donde antaño estuvo ubicada la infame Escuela de las Américas. El objetivo declarado de la academia, que todavía no tiene nombre, es entrenar a las fuerzas policiales de la región en el patrullaje fronterizo, operaciones antinarcóticos y «el combate contra personas indocumentadas».
CARSI viene naturalmente envuelta en la retórica magnánima sobre la «seguridad ciudadana» y los «gobiernos fuertes, capaces y responsables». Pero Centroamérica es una región desolada por la pobreza, empeorada por la reciente liberalización de sus economías hacia un «libre comercio» al estilo del NAFTA. Veinte años después de los sangrientos conflictos de la era de la Guerra Fría, la resistencia civil sigue siendo reprimida con violencia por las mismas fuerzas militares, policiales y de seguridad privada que el gobierno de Obama quiere reforzar.
La «Guerra de la Droga» renovada
Sin ninguna duda el reciente aumento de la violencia en Centroamérica está vinculado al narcotráfico. Según Washington, un 84% de la cocaína traficada de Suramérica a EE.UU. pasa ahora por el corredor centroamericano, en comparación con solo un 23% en 2006. En mayo pasado, la masacre y decapitación de 27 personas en una granja en Peten, Guatemala, se realacinó con la banda mexicana de la droga Los Zetas, que ha perpetrado atrocidades semejantes en su propio país.
A estas alturas, está bien documentado que las «guerras de la droga» en México y Colombia han fracasado estrpitosamente, tanto en términos de la derrota del narcotráfico como en el aumento de la seguridad en esos países. México ha sufrido por lo menos 50.000 asesinatos relacionados con las bandas desde que el presidente Felipe Calderón militarizó la guerra contra las drogas en 2006. Con la ayuda de una cultura política de corrupción e impunidad, las propias bandas se han militarizado y el flujo de drogas es constante.
Como tal, la represión contra el crimen organizado tiene raíces más profundas en la política de EE.UU. en Latinoamérica. Aunque Washington ha perdido gran parte de su influencia en Suramérica durante la última década gracias a una ola de gobiernos progresistas e independientes, México, Centroamérica y las naciones del Caribe (menos Cuba) están trabados en lucrativos acuerdos de libre comercio por un valor de miles de millones de dólares para los inversionistas de EE.UU.
El Acuerdo de Libre Comercio Centroamericano (CAFTA) se implementó en la mayor parte de la región en 2006 (Panamá firmó un acuerdo de libre comercio separado con EE.UU. el año pasado). Un vástago del modelo del NAFTA, que ha dejado en ruinas la agricultura mexicana mediante importaciones subvencionadas, CAFTA fue, de muchas maneras, un premio de consuelo para Washington después de que una propuesta Área de Libre Comercio de las Américas fuera bloqueada por países de tendencia izquierdista en 2003. Como en el caso del NAFTA, los medios dominantes de EE.UU. informan poco sobre las protestas generalizadas y la oposición política al CAFTA.
No es una coincidencia que una reunión de representantes de México, Colombia y Centroamérica para discutir la integración regional se haya celebrado unos días después de la cumbre inaugural de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y del Caribe (CELAC) en Venezuela; un nuevo bloque regional que trata de contapesar la dominación de EE.UU. en el hemisferio.
Ha habido numerosos estudios que vinculan las políticas neoliberales como NAFTA y CAFTA con el crecimiento del narcotráfico, desde el caso de agricultores mexicanos que recurren al cultivo de marihuana ante la competencia estadounidense a los barcos costarricenses dedicados a la pesca de arrastre a los que les quedan pocas alternativas aparte del contrabando de cocaína.
Las mismas políticas han llevado también a un desplazamiento generalizado de personas de las áreas rurales a merced de grandes corporaciones mineras, energéticas y de la agroindustria. En México, Colombia y Centroamérica organizaciones sociales y sindicales que exigen opinar sobre el asunto han sido víctimas de violentos ataques de las fuerzas de seguridad, paramilitares y bandas criminales.
«Nuestros bastardos»
Honduras es en la actualidad el caso más obvio de gobiernos centroamericanos «fuertes, responsables» que realizan una violenta represión contra sus ciudadanos. El país ha vivido una brutal represión por parte de las fuerzas de seguridad desde que el presidente Manuel Zelaya fue depuesto por un golpe de Estado apoyado por el gobierno de Obama en junio de 2009. Después de que Porfirio Lobo, respaldado por EE.UU., asumió la presidencia en 2010, las violaciones de los derechos humanos aumentaron considerablemente junto al intento de la derecha de purgar el disenso.
Junto a su estratosférica tasa de homicidios, Honduras tiene la calificación de país más peligroso del mundo para los periodistas, según Reporteros sin Fronteras, y ha sufrido la muerte de unos 120 activistas políticos, sociales y sindicales asesinados en los dos últimos años. Para asombro de los defensores de los derechos humanos, Washington ha elogiado repetidamente al gobierno de Lobo por su «administración democrática» y su «compromiso con la reconciliación».
Como en la era de la Guerra Fría, el derrocamiento de Manuel Zelaya por parte de las elites hondureñas fue el resultado de políticas que afectaban a los intereses de grandes terratenientes e inversionistas estadounidenses. Aparte de proponer un referéndum para modificar la constitución (mostrado como un intento de aferrarse indefinidamente al poder), el gobierno de Zelaya quería aumentar el salario mínimo, redistribuir la tierra en una región dominada por el lucrativo negocio del aceite de palma, y se opuso a la privatización masiva de los servicios públicos.
El modelo puede verse en toda la región. El nuevo presidente de Guatemala, Otto Pérez Molina, llamó inmediatamente a los militares a tomar poderes policiales, afirmando que las fuerzas policiales en todo el país han sido infiltradas por bandas de la droga como los Zetas. Exgeneral y graduado de la Escuela de las Américas, Pérez Molina jugó un papel destacado en la violenta represión y tortura de ciudadanos en los años ochenta, cuando la sangrienta guerra civil del país llegaba a su clímax.
El presidente saliente Álvaro Colom llegó a afirmar que los Zetas controlan «siete u ocho provincias [o] entre el 35% y el 40% de nuestro territorio». Después de la masacre de Peten en la primavera pasada, sin embargo, el Secretariado de Seguridad Pública de México, citó vínculos entre la organización y miembros pasados o actuales de loa Kaibiles, las Fuerzas Especiales de Guatemala entrenadas en EE.UU. No debería ser una sorpresa en vista de que los Zetas fueron fundados por mercenarios de la propia unidad de Fuerzas Especiales de México.
Pérez Molina y otros personajes que están a punto de sumarse a su gabinete también han servido para obstaculizar el progreso del Comité Internacional contra la Impunidad (CICIG) patrocinado por las Naciones Unidas, formado para combatir la corrupción y finalmente llevar ante la justicia a los violadores de los derechos humanos del período de la Guerra Civil. El nuevo presidente ha afirmado increíblemente que no hubo masacres, violaciones de los derechos humanos ni genocidio durante el conflicto de treinta años que causó 200.000 guatemaltecos muertos o desaparecidos.
En El Salvador, Washington se negó a entregar fondos del CARSI al país hasta que el presidente Mauricio Funes encontrara un nuevo ministro de seguridad. El saliente, Manuel Melgar, es un ex comandante del FMLN, el grupo guerrillero convertido en partido político que dirigió la lucha de la nación contra la dictadura durante su propia guerra civil. Washington prefería a otro exgeneral, David Munguia Payes, para esa tarea; el primer oficial militar nombrado a una alta posición civil desde los acuerdos de paz del país de 1992.
Parece que EE.UU. tiene la intención de restaurar en el poder a los mismos actores militares que realizaron atrocidades ampliamente documentadas en Centroamérica durante la Guerra Fría. Esta vez la excusa no es la expansión soviética sino el narcotráfico, pero el verdadero enemigo sigue siendo el mismo, los gobiernos independientes, socialdemócratas que quieren poner las necesidades de sus ciudadanos por sobre los intereses de los inversores extranjeros.
La política de la «Guerra contra la Droga» no resiste si se considera el desastre impuesto a México desde que salieron los soldados a las calles en 2006. Pero ha sido extremadamente lucrativa para la industria del armamento de EE.UU., así como para volver a consolidar la influencia de Washington en lo que siempre ha considerado su «patio trasero».
Paul Imison vive en Ciudad de México. Contacto: [email protected]
Fuente: http://www.counterpunch.org/
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