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Lituania, el país de las mentiras

Fuentes: Mundo obrero

La historia de la Lituania independiente está llena de mentiras. La Lituania soviética contaba con cuatro millones de habitantes en 1990.

Hoy, tiene 2’7 millones, y más de la tercera parte de la población vive en la pobreza: pese a los discursos oficiales, el tránsito al capitalismo ha sido un gran fracaso, aunque lo nieguen quienes se beneficiaron del robo de la propiedad pública soviética y de la corrupción y quienes siguen prisioneros de un nacionalismo agresivo que continúa honrando de manera inquietante a los veteranos nazis de la Segunda Guerra Mundial. Su gobierno, que exige un mayor despliegue de la OTAN en Europa oriental y una mayor implicación en la guerra ucraniana, es también hijo de la mentira.

La Lituania de nuestros días nació del caos y la dispersión que alentó una perestroika sin rumbo, hasta el punto de que en diciembre de 1990, un año antes de la dimisión de Gorbachov, el primer ministro soviético, Nikolái Rizhkov, declaró ante el Congreso de los Diputados: «La perestroika ha fracasado» […]. El proceso lanzado por Gorbachov «ha destruido numerosas estructuras del Estado y del Partido Comunista y no ha construido nada en su lugar.» Mientras tanto, en todo el Báltico y entre la población lituana, el nacionalismo llevaba muchos meses aumentando su influencia.

En ese crítica situación, Estados Unidos y Polonia habían contribuido a la creación del Sajūdis, un movimiento nacionalista que consiguió arrastrar a gran parte de la población (incluso a algunos comunistas), y antes habían preparado a gente como Audrius Butkevičius en la Albert Einstein Institution de Boston que dirigía Gene Sharp: el objetivo era la «resistencia civil». En realidad, pretendían estimular el nacionalismo y la partición de la Unión Soviética, y lo consiguieron. El Sajūdis ganó las elecciones de febrero de 1990, proclamó la independencia de la Unión Soviética en marzo, aunque después suspendió su aplicación, y prohibió al Partido Comunista de Lituania. Mientras simulaba negociar con Moscú, el gobierno lituano de Vytautas Landsbergis, con la complicidad de Estados Unidos, organizaba destacamentos armados. Lituania era, a todos los efectos, territorio soviético, por lo que el 13 de enero de 1991 fuerzas policiales acudieron a la torre de televisión de Vilna para recuperar su control, que estaba rodeada por manifestantes nacionalistas. Los soldados del KGB que llegaron ni siquiera llevaban balas en sus armas. De pronto, francotiradores situados en los alrededores empezaron a disparar y estalló el pánico; hubo escenas dantescas y trece muertos entre los manifestantes nacionalistas. Entonces, del gobierno Landbergis hasta el de Bush, pasando por Berlín, París y Londres, y por toda la prensa conservadora mundial, un gigantesco clamor acusó al gobierno de Moscú por los asesinatos. La Unión Soviética era culpable de una matanza espeluznante.

Sin embargo, todo era mentira, y Washington lo sabía. En el año 2000, Audrius Butkevičius, jefe de los destacamentos armados del Sąjūdis, reconoció que no fueron los soldados soviéticos quienes provocaron aquellas muertes, sino las fuerzas paramilitares que él comandaba, junto con mercenarios. Se pavoneó en una entrevista de haberlo planeado todo, y justificó «ante la historia» los asesinatos, porque sirvieron para conseguir su objetivo: la independencia dee Lituania. Años después, el diplomático Algirdas Paleckis investigó con rigor la matanza: encontró los testimonios, probó que la masacre había sido obra de los propios nacionalistas lituanos. En esos días, el gobierno lituano empezó a perseguirlo.

Audrius Butkevičius fue después ministro de Defensa. Prosperó con la corrupción, fue detenido cuando cobraba un soborno en un hotel y encarcelado, aunque pudo salir airoso con un recurso. Un hombre corrupto más de la moderna Lituania. Ahora, quienes siguen gobernando en Lituania no dudan en continuar organizando cínicas farsas. En 2011, Algirdas Paleckis, acusado de «negar la agresión soviética a Lituania», porque eso es allí un delito, fue acosado por la policía y detenido. De nuevo en 2018, Paleckis fue detenido nuevamente, junto a otros ciudadanos lituanos, y encarcelado durante dos años sin tener ninguna condena, acusado por el gobierno lituano de «espiar para Rusia». En abril de 2020 fue puesto en libertad condicional, pero al año siguiente fue condenado a seis años de cárcel, y su recurso rechazado por los tribunales lituanos.

La Oficina del Fiscal General lituano no tuvo reparo en acusar a Paleckis y a «un número no especificado de otros ciudadanos lituanos» de pasar información al FSB, los servicios de inteligencia rusa, a cambio de dinero, entre febrero de 2017 y octubre de 2018. La prensa lituana lanzó una feroz campaña de descrédito, llena de mentiras y de ponzoña, y la fiscalía general declaraba que «las actividades de Paleckis son perjudiciales para Lituania». Radio Liberty, la emisora de la CIA, acusó a Paleckis en el verano de 2021 de ser prorruso y de oponerse a la OTAN. La Unión Europea guardaba silencio.

El Partido Comunista continúa siendo ilegal en Lituania, y el gobierno de los ultraconservadores Gitanas Nauseda e Ingrida Šimonytė sigue los pasos de los anteriores, derribando monumentos a los soldados soviéticos que liberaron Lituania de los nazis, y honrando a supuestos «héroes nacionales» que no fueron más que colaboradores del nazismo. Este verano, pese a que Paleckis está encarcelado, Darius Jauniškis, director de la Seguridad del Estado y duro partidario de Washington, también lo acusó de «actuar contra Lituania» y de actividades ilegales «realizadas desde la prisión». Lituania sigue cabalgando el odio y la mentira.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.